Ya me he referido en otros lados a uno de los teoremas de incompletitud de Gödel: que todo sistema finito de axiomas consistente es incompleto. Un corolario en la aplicación a la vida diaria es que nunca vamos a poder conocer toda la verdad a este lado del cielo, pues somos seres finitos en el tiempo: aun suponiendo consistencia (que partamos de axiomas que no lleven a contradicciones inherentes del sistema; ¡una suposición de por sí muy fuerte!), no podremos escapar a un sistema finito de axiomas porque solo tenemos x finitos años para poder plantear nuestros axiomas. Por ende, dado que estamos en las condiciones del teorema de Gödel, la conclusión es inescapable: no vamos a conocer todas las proposiciones verdaderas a este lado del cielo. En otras palabras, no vamos a conocer toda la verdad antes de morir.
No tiene nada de extraño. No somos Dios, luego no podemos conocerlo todo. Sin embargo, saberlo a ciencia cierta, con la aplastante fuerza que tienen las verdades matemáticas, duele, deprime. La sola idea es de por sí todo un motivo para desarrollar una nueva filosofía existencialista. Pero también produce un anhelo de eternidad, pues hay en mí un deseo profundo e inherente de conocer cada vez más.
No obstante, la verdad es que también hay una parte de mí (de todo aquel con mediana sensatez, me atrevería a decir) que no quiere conocerlo todo. Por un lado, el peso de la verdad es totalmente abrumador para nosotros los humanos. De hecho, así ocurre con la verdad parcial que conocemos. Y si las pocas verdades que conocemos duelen tanto, ¡cuánto más lo será el conocimiento total de la verdad! Razón tenía Salomón cuando dijo que «mientras más sabiduría, más problemas» y «mientras más se sabe, más se sufre».
Por otro lado, en una concepción cronológica nunca vamos a vivir eternamente en el sentido de infinitud. Los infinitos son límites ideales matemáticos. Pero al menos en tiempo cronológico no vamos a tener nunca la posibilidad de llegar al infinito. Al contrario, de nuevo suponiendo un cronos, como en un argumento inductivo, después de cada instante n (natural, finito) de tiempo seguirá otro instante n+1 (igualmente natural y finito) de tiempo. En plata blanca, al año 1 le sigue el año 2, al año 1000 le sigue el 1001 y así sucesivamente. Sin importar qué tan grande sea el tiempo en el que estemos, el que sigue siempre será finito. Luego aunque nunca muramos (como corresponde a la esperanza cristiana de la eternidad), no vamos a poder conocer nunca todo porque nunca vamos a vivir infinitos años.
Sin embargo, mi anhelo de conocer más sigue intacto. Así no lo conozca todo, así nunca esté preparado para conocerlo todo, así nunca quiera conocerlo todo, sí quiero conocer más. Y ello sí es posible en un tiempo cronológico en el que yo no deje de existir: cada vez voy a conocer más, aunque nunca vaya a saberlo todo.
Dicho anhelo de conocer más me lleva entonces a esgrimir el argumento con el que quiero continuar. Un argumento que me parece apenas acertado denominar como el teorema de incompletitud de Lewis:
«Si encontramos en nosotros un deseo que nada en este mundo puede satisfacer, la explicación más probable es que fuimos hechos para otro mundo».
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La frase se encuentra en el tercer libro de Mero Cristianismo, en el capítulo sobre la esperanza. Como casi todo lo que escribía Lewis, esta frase tiene todo el sentido. La sustentación de ella, puede hacerse à la Peter Kreeft:
Premisa 1: Todo deseo natural innato en nosotros corresponde a un objeto real que puede satisfacer dicho deseo.
Premisa 2: Existe (al menos) un deseo natural innato que nada en este mundo puede satisfacer.
Conclusión: Debe existir algo más allá de este mundo que puede satisfacer mi deseo.
No me detendré en la explicación de los puntos. Tal vez lo haga en un escrito posterior, aunque vale la pena resaltar que toda la discusión en la sección anterior sobre mi anhelo de conocimiento es de hecho un reconocimiento tácito de la segunda premisa del argumento. El lector interesado en el desarrollo de la idea puede remitirse al enlace (en inglés) del artículo de Peter Kreeft o a su debate con Richard Norman sobre el asunto. Quiero más bien darle un giro a esta conversación y centrarme en este teorema de incompletitud asumiéndolo cierto.
Soy incompleto porque nada en este mundo puede satisfacer del todo mis anhelos. Jesús lo puso en estos términos para la mujer samaritana hablando de la sed: «Todo el que beba de esta agua volverá a tener sed». Ni siquiera las cosas que me satisfacen en este mundo lo hacen permanentemente. Nunca se sacia tanto mi sed que no quiera volver a beber después. Y así como no sucede con la bebida, tampoco pasa con la comida, el sexo, las relaciones o el conocimiento. Quiero conocer más, por ejemplo, y Gödel me dice que no puedo. Soy en mis anhelos como las hijas de la sanguijuela de Salomón.
Hay en este argumento de Lewis cierta semejanza con su argumento de la existencia de la ley moral en el primer libro de Mero cristianismo en el siguiente sentido: Lewis concluye en un argumento absolutamente arrollador, que la existencia de la ley moral implica la existencia de un Legislador moral que es bueno. Pero bueno no quiere aquí decir condescendiente o tierno, sino más bien correcto. En efecto, el argumento de Lewis es que el Legislador nos dejó una ley moral buena en el sentido de que sabemos qué es lo correcto, pero nuestra misma incapacidad para vivir a la altura de dicha ley nos atormenta permanentemente de forma tal que, al menos a partir de este argumento, sea imposible concluir que la palabra bondad aplicada al Legislador funcione aquí como sinónimo de condescendencia o ternura.
La semejanza entre los dos argumentos, me parece, está en que la radical incompletitud que sentimos a este lado del cielo también es tan estricta como dolorosa. Pues no hay una sola área de nuestras vidas en la cual podamos decir que nuestros anhelos quedan plenamente satisfechos. No en el sentido biológico (comida, sed, sexo y abrigo, por ejemplo), no en el sentido relacional (amistades ideales, familias perfectas, matrimonios sin problemas), no en el sentido intelectual (nunca ningún teorema o razonamiento filosófico o teológico ha sido tan profundo que no quiera conocer más, o que la mera epistemología satisfaga totalmente las profundidades de mi existencia) y no en el sentido espiritual (nunca sucede que, por ejemplo, en algún momento hayamos orado tanto que no necesitemos hacerlo más después).
La consecuencia es entonces de tremendo dolor a este lado del cielo. Nada satisface del todo. Nada. Na-da. Por lo tanto, si el argumento de Lewis es cierto —y a mí me parece que lo es— la esperanza de ver nuestros anhelos satisfechos está en la vida futura y eterna al lado del Jesús que le prometió a la samaritana darle un agua tal que no volvería a tener sed jamás.
Es este argumento el que le da sentido al concepto de justicia, que también emerge como consecuencia del argumento moral para la existencia de Dios. Finalmente, si usted cree que la justicia existe (y su inconsciente lo traiciona si dice que no pero se indigna ante los abusos que todos conocemos), tiene que aceptar que la justicia nunca se va a poder servir totalmente solo con esta vida terrena. Piense por ejemplo en un Hitler o un Stalin; los dos murieron sin pagar por sus barbaridades. Si este mundo es todo lo que hay, la justicia en la cual usted cree no existe. Pero si usted de verdad cree que la justicia existe —con lo cual su anhelo innato de justicia ha de verse cumplido—, debe aceptar entonces la existencia de un mundo más allá en el que todos seremos juzgados. Un mundo en el cual Hitler y Stalin pagarán por sus excesos y la justicia quedará satisfecha.
Este argumento también mostraría que las religiones panteístas, aquellas cuyos dioses están encarcelados en este mundo como el alma al cuerpo en el mito platónico de la caverna, son falsas: si los deseos humanos naturales e innatos que poseemos no se pueden satisfacer en este mundo, entonces los dioses que son parte de este mundo, como lo afirman dichas religiones, no pueden satisfacer nuestros más básicos anhelos. Nunca veremos la justicia satisfecha, por ejemplo, si todo lo que hay son pequeños dioses exclusivamente inmanentes que no tienen la posibilidad de trascender nuestro universo.
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¿Qué más podemos hacer entonces sino responder como la samaritana lo hizo ante las palabras de Jesús: «¡Señor, dame de esa agua para que no vuelva a tener sed ni siga viniendo aquí a sacarla!»?
Quiero irme entonces por una variación más personal en esta parte final de mi escrito. Ese anhelo de estar por fin completos (lo cual solo es posible en Cristo, si la Biblia es cierta, como lo creo yo) incluye el de que por fin se vaya el peso de nuestros propios errores, de nuestros pecados. No me refiero aquí a que el pecado condene al creyente (porque no hay tal), sino a que los pecados tienen consecuencias terrenas con las cuales tenemos que vivir incluso después de haber visto la Luz.
El contexto de la cita que relata el encuentro de Jesús con la samaritana revela que el evento ocurrió alrededor del mediodía, cuando el sol calentaba más. La samaritana estaba en un pozo sacando agua cuando llegó Jesús a su encuentro. La razón por la cual ella estaba recogiendo agua a esa hora, cuando no había nadie más, es porque tenía fama de vida licenciosa. Y la fama no era gratuita. La ley obligaba a tales personas a mantenerse apartadas para no contaminar a las demás. Puesto que el mediodía, la hora más calurosa, era el instante en el que a nadie más se le ocurriría salir de la casa en pleno desierto a recoger agua, ella tenía que salir a esta hora para no enfrentar el oprobio y la desaprobación de sus pares por el peso de sus propios pecados (los de ella). El solo hecho de salir a hacerlo cada día (o cada tantos días, no importa) de la forma en que lo hacía, debía funcionar como un horroroso recordatorio del peso de sus faltas. Así nadie más saliera a restregarle su pecado en la cara.
Por esta razón, cuando Jesús lleno de amor se le acerca, sin juzgarla, sin temor a contaminarse con ella, le ofrece algo que ella no puede rechazar: le ofrece no tener que ir al pozo a esa hora a buscar agua nunca más. No solo le ofrece llevarse su impureza, sino la necesidad de estársela recordando a sí misma toda la vida. Le ofrece el agua del perdón, con la cual el condenatorio sol del mediodía no podría volver a acusarla cuando volviera al pozo para su sustento biológico. Tal es la promesa de Jesús, y a ella yo también me aferro con fuerza descomunal. En este sentido interno su cumplimiento es total porque la limpieza del pecado es total, aún antes de la muerte.
Pero en el sentido externo de las consecuencias de nuestros actos, la limpieza es parcial porque resulta prácticamente imposible para nosotros deshacerlas todas en este mundo. Piense por ejemplo en aquella guerra fratricida entre musulmanes y judíos, extendida ya por más de tres milenios, por culpa de la desobediencia de Abraham con Agar. El cumplimiento definitivo del anhelo que tenemos muchos de deshacer las consecuencias de nuestros pecados y poder finalmente descansar solo va a ser realidad completa cuando Dios restaure todas las cosas. Como la justicia, la promesa de Jesús a la samaritana es que nuestro anhelo de limpieza total por las consecuencias de nuestros propios errores solo ocurrirá allá, una vez estemos para siempre en el cielo con el Señor.
Bendito sea el Señor del cielo por darnos no solo una creencia, sino un sistema consistente en el cual podemos concluir y esperar de acuerdo a certezas que sus promesas un día se cumplirán y la vida ya no dolerá, y los ojos ya no llorarán. Él sanará, Él hará plena la vida y de su plenitud tomaremos todos gracia sobre gracia para poder por fin reposar eternamente vivos a su lado en paz.