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Yo sé que mi Redentor vive

Yo sé que mi Redentor vive,
y al fin se levantará sobre el polvo;
y después de desecha esta mi piel,
en mi carne he de ver a Dios;
al cual veré por mí mismo,
y mis ojos lo verán, y no otro,
aunque mi corazón desfallece dentro de mí.
Job 19:25-27

Pocos textos bíblicos me arroban el alma con tanta fuerza como esta declaración del patriarca uzita Job. Aunque los eruditos datan el libro de Job del siglo 6 a.C., al parecer la historia como tal se remonta a una tradición oral al menos tan antigua como el mismo Moisés; cosa que la situaría como una de las más antiguas historias bíblicas, si no la más antigua. Job está tan bien escrito, es tan virtuoso su verso, que el gran poeta británico Alfred Lord Tennyson lo llamó «el más grande poema de los tiempos antiguos y modernos».

Y este preludio le da fuerza a dos cosas que quiero decir. Primero, el mensaje de Job es universal. ¿Por qué? Porque Job era de la lejana y extraña tierra de Uz y al parecer la historia es anterior a la formación del pueblo de Israel. Por lo tanto, su mensaje trasciende el judaísmo; la antigüedad y lejanía geográfica conllevan el contexto de sabiduría ancestral que apela más allá de un grupo nacional o cultural particular. Es decir, la metanarrativa de Job sitúa la historia en un contexto que abarca a toda la humanidad.

Segundo, hay un clamor existencial profundo en las palabras de Job. La estructura poética, sobre todo esta tan bien lograda, trasmite un mensaje para el que la sola literalidad es inadecuada. Cierto, necesitamos como Job un Redentor que muera y resucite por nosotros, eso es claro de la literalidad. Pero el poema marca con increíble fuerza que, además de necesitarlo en medio de nuestros sufrimientos, lo anhelamos; y si ese anhelo no se hace realidad, la vida termina truncada, incompleta y sin sentido, como en un escrito de Jean Paul Sartre.

Por eso decía C. S. Lewis que si tenemos deseos y nada en este mundo puede satisfacerlos, es porque fuimos hechos para otro mundo. Y por eso Lewis y Tolkien concluyeron que el cristianismo es «el mito que se hizo realidad». Cristo resucitó, no le quepa la menor duda (para una introducción histórica a los argumentos vea aquí y aquí). Y al resucitar hizo la creencia de Job y de todos los cristianos no solo una historia que necesitábamos y anhelábamos cierta, sino una que es cierta.

La historia de Job, hace al menos 4500 años, tiene todo el mensaje del evangelio: necesitábamos un Redentor como nosotros —luego humano— para que muriera en lugar de nosotros, pero perfecto —luego divino— para que expiara nuestros pecados y Dios lo resucitara («Yo sé que mi Redentor vive // y al fin se levantará sobre el polvo»); y así después resucitarnos a nosotros en el cuerpo («en mi carne he de ver a Dios», «mis ojos lo verán, y no otro»).

La resurrección es completamente relevante para la historia de la humanidad. Como dijera el historiador Jaroslav Pelikan: «Si Cristo resucitó, nada más importa; y si Cristo no resucitó, nada más importa». Sobre lo segundo, en ausencia de la resurrección, la necesidad y el anhelo de Job —y de todos nosotros— quedarían insatisfechos. Y esto no solo en cuanto a lo individual, sino a lo social. De hecho, John Gray y Tom Holland, reconocidos intelectuales ateos británicos, han defendido que sin el legado del cristianismo nuestra sociedad perdería el sentido y el norte (aquí y aquí). Al fin y al cabo, ¿sobre qué principios edificaríamos una nueva sociedad poscristiana? Y en caso de encontrarlos, ¿en qué los sustentaríamos? Si no existe un Dios más allá de este mundo natural, la idea de bondad se vuelve subjetiva, maleable a nuestro antojo (fueron ateos, como el mismo Nietzsche, como el mismo Huxley, quienes plantearon que si Dios no existía, la moral objetiva tampoco existía). Pero si ese Dios que existe más allá no entra en contacto con nosotros acá, así exista no nos sirve de nada. Por lo tanto Cristo.

La Trinidad en el cristianismo hace posibles las dos cosas, cerrando el círculo de manera perfecta. La trascendencia (necesaria para que Dios sea Dios y nuestros principios morales sean objetivos, entre otras cosas), y la inmanencia (necesaria, entre otras cosas, para nosotros, para que nuestra vida tenga sentido y podamos tocar lo divino) están patentes en ella. El cristianismo genera un marco conceptual tan increíblemente consistente que los demás sistemas palidecen en congruencia y sustento. Por eso también dijera Lewis en la que es quizás su frase más célebre:

Creo en el cristianismo como creo que el sol se ha levantado: no solo porque lo veo, sino porque por él veo todo lo demás.

Gray y Holland consideran al cristianismo un mito necesario, pero uno que no se ha hecho realidad. Entienden su importancia histórica y social y, como Nietzche, no ven con qué más se pueda remplazar. Igualmente Richard Rorty, famoso filósofo ateo del siglo pasado, aunque mucho defendió la democracia, reconoció que no había nada sobre lo cual sustentarla; porque, como reconociera en otro lado, solo la creencia en un Dios trascendente produce verdades objetivas. Pero los Grays, Hollands, Rortys y Nietzches de este mundo fallan en llevar sus ideas hasta sus últimas consecuencias. Se tienen que engañar para seguir viviendo. Son más coherentes los Robin Williams, los Anthony Bourdains y los Aviciis. Pues de nuevo, si Cristo no resucitó, nada importa. Nuestra sociedad occidental se derrumba como un castillo de naipes y nuestra existencia queda sumida en la crisis existencialista que produce náuseas y un constante y válido cuestionamiento de por qué no el suicidio. ¡Cuánto desasosiego en mantener una mentira útil! Si Cristo no resucitó, nada más importa. Pablo lo reconoció también así desde el principio cuando dijo que si Cristo no había resucitado, lo que creíamos los cristianos no nos serviría de nada y solo seríamos dignos de conmiseración. Si Cristo no resucitó, la angustia del corazón de Job no halla reposo y no tiene justificación. Si Cristo no resucitó, su deseo de redención y trascendencia queda eternamente insatisfecho.

Pero si Cristo resucitó, nada más importa. En particular, los sufrimientos de este mundo se vuelven tan solo pasajeros en comparación con la gloriosa eternidad que viene más adelante. Porque «mi corazón [que] desfallece dentro de mí» sabe que hay algo más allá de la muerte física, que la realidad no termina en este sufrimiento terrenal. El amor queda sellado para siempre por un Dios que lo dio todo, hasta su vida, sin importarle que por ello lo despreciaran, para acercarme a Él. La justicia se mantiene viva, porque Él es nuestra justicia ante Dios. Y la poética esperanza de verlo a Él, de entrar en contacto con lo divino, de por fin satisfacer ante una eternidad de plenitud de gozo y delicias junto a Él aquellos anhelos que nada en este mundo podía satisfacer, hace que todo, hasta el peor sufrimiento terrenal, tenga sentido. Entonces puedo amar (es decir, hacer el bien) abnegadamente y lleno de auténtica felicidad, ¡aunque duela!, porque la recompensa que por Cristo viviré allá hace este sufrimiento de acá infinitesimalmente irrelevante.

La resurrección de Cristo, vemos en Job, responde a un anhelo tan antiguo como el hombre mismo. Cristo muerto y resucitado es la respuesta para toda la humanidad. La resurrección de Cristo es la prueba de que este sí fue el mito que se hizo realidad.

Particularismo cristiano

El cristianismo es bien diferente a todas las demás religiones. Esa es quizás la mayor motivación detrás del comentario usual según el cual «el cristianismo no es una religión, sino un estilo de vida». La explicación con que suele continuar la anterior afirmación es que en la religión el hombre busca acercarse a Dios, pero en el cristianismo es Dios mismo quien se acerca al hombre. Y es cierto, así es.

El cristianismo es la religión más patas arriba que existe porque me dice que no tengo que hacer nada, excepto creerle que ya todo lo hizo Él por mí. Todo. Lo único que yo tengo que hacer es creerle y entonces disfrutar lo que Él ya me regaló.

Es mi opinión que, en cuanto a planteamiento, el cristianismo es el único sistema coherente en el mercado de las ideas: si el Sumo Bien existe, ningún ser humano va a ser capaz de alcanzarlo por sí mismo. A pesar de que muchos se engañen, la verdad es que el Sumo Bien está fuera de nuestro alcance humano porque no somos tan buenos; mejor dicho, sin tanno somos buenos.

La gente suele decir que es buena porque no le hace mal a nadie. Aparte de que me resulta muy difícil tragarme ese sapo (no creo que exista alguien que no le haya hecho mal a nadie), la verdad es que, en estricta rigurosidad, la proposición «no le hago mal a nadie, luego soy bueno» no se sigue. De no hacer el mal lo único que podría deducirse —¡y eso asumiendo cierto pragmatismo moral!— es que uno no es malo; no que es bueno. Así que no solo es una afirmación de dudosa rigurosidad conceptual, sino imposible de creer en la práctica.

La realidad es que no somos buenos y, como no lo somos, pues no podemos alcanzar el Sumo Bien por nuestra propia cuenta. ¡Estamos tan separados del Sumo Bien como cualquier número lo está del infinito! (El infinito, por cierto, no es un número). Esto nos deja en un dilema terrible, porque si el sumo bien existe, por supuesto que querríamos y deberíamos estar allí, pero no tenemos cómo alcanzarlo. C. S. Lewis lo pone en estos términos en Mero cristianismo:

Este es el terrible dilema en el que nos hallamos. Si el universo no está gobernado por una bondad absoluta todos nuestros esfuerzos, a la larga, son inútiles. Pero si lo está, entonces nos estamos enemistando todos los días con esa bondad, y no es nada probable que mañana lo hagamos mejor, de modo que, nuevamente, nuestro caso es desesperado. No podemos estar sin ella ni podemos estar con ella.

He ahí la falla de todas las religiones: no se trata de hacer y hacer cosas para ver si al final en promedio soy mejor que peor, porque el promedio es por definición mediocre. Y mediocre en términos de moral es realmente malo (piense qué pasaría si en su próxima entrevista de trabajo usted tuviera la franqueza de decir: «Me considero moralmente mediocre»). En términos de moral, todo lo que caiga por debajo del perfecto estándar de bondad, por definición, no es bueno. La calificación definitiva en moral viene dada en dos posibilidades: o todo lo hago perfecto y mi calificación definitiva es 100, u obtengo un redondo y regordete 0 si en alguna cosa, por pequeña que fuera, me equivoqué. Porque si falto a un punto de la ley moral, ya falté a toda la ley. Seamos honestos, nuestra conciencia lo sabe, nuestra almohada y nuestro pasado atestiguan contra nosotros. Así las cosas, no importa qué hagamos, nunca vamos a dar la talla. Infinito menos cualquier número es infinito. La religión es un fracaso desde su concepción.

Sobre la particularidad del cristianismo

Cristo, por el contrario, plantea que solo por medio de Él es posible alcanzar el cielo, que Él es la verdad y la fuente de vida. Por eso nos tachan a los cristianos de discriminadores. ¡Cómo así que solo hay un camino! ¡Cómo así que solo hay una verdad! ¡Cómo así que solo Él es vida! ¡Es el colmo!

Pero esta objeción es problemática al menos en un par niveles: Primero, toda afirmación de verdad es, por definición excluyente:  2 + 2 = 4 excluye todas las demás posibilidades, que son infinitas no contables; ese solo hecho produce que todo el que diga cualquier otra cosa diferente a 2 + 2 = 4 está equivocado. Yo no discrimino; más bien, el error excluye de la verdad. Segundo, bajo el mismo criterio, quien afirme que todas las opciones son verdaderas, termina discriminando a quien piense que no todas lo son, con lo cual la crítica se cae por reducción al absurdo.

Las religiones, los sistemas filosóficos y las cosmovisiones suelen afirmar proposiciones enfrentadas, de manera que terminan excluyendo casi todas las demás posibilidades. Por ejemplo, el budismo surge en completa oposición al hinduísmo, luego las dos se contradicen (motivo de cruentas guerras por muchos siglos); el judaísmo dice que solo la práctica de sus incumplibles e insufribles leyes da vida (Lv. 18:5; como también lo reconoce Pablo en Ro. 10:4-5 y Gá. 3:12, y el mismísimo profeta Ezequiel en el Antiguo Testamento: Ez. 20:25) y basa su justicia en la herencia de sangre, con lo cual excluye a todo el que no es judío; el islamismo llama a la muerte de todos los infieles que no practiquen el islam; el politeísmo excluye al monoteísmo y viceversa; el neoateísmo es soberbio, grotesco y discrimina a todo el que sea teísta, en particular al cristianismo, al cual ataca con saña; las religiones politeístas, con sus dioses inmanentes, excluyen las monoteístas, cuyas divinidades son trascendentes; el hedonismo y el estoicismo se oponen entre sí. Y para terminar, la posición que afirma que todas las opciones existentes están erradas es en sí misma una cosmovisión que se presenta en franca contención con… todas las demás opciones existentes.   

Está en la naturaleza de toda afirmación —religiosa o no— excluir cosas, si es que con ella realmente se está informando algo. De hecho, en la construcción matemática de la teoría de información un evento informa más que otro en tanto excluya más posibilidades (entre más improbable un evento, mucho más informa, y viceversa). De otra parte, la palabra intelecto proviene de las dos raíces latinas inter y legos; es decir, escoger entre [opciones]. Es apenas natural que uno espere que una persona inteligente informe, que cuando diga algo deseche opciones. Más aún, aquella raíz latina legos proviene a su vez de una raíz indoeuropea de la cual también se deriva la palabra griega logos, que significa conocimiento o saber. Al final de cuentas, es imposible construir conocimiento, saber e instruir, sin excluir opciones.

Resulta entonces insostenible que una proposición cualquiera sea falsa solo porque excluya otras proposiciones. Las ideas se sostienen o se caen por el peso de sus ideas; por lo que excluyan, no porque excluyan. En particular, es insostenible que el cristianismo sea falso porque afirme que solo hay un camino al Sumo Bien: que Dios se acerque a nosotros, porque nosotros no podemos acercarnos a Él. Más bien, parece bastante obvia la carencia de las demás religiones cuando afirman que estamos en capacidad de alcanzar la excelencia moral por nuestra propia cuenta, porque un análisis de muy pocos segundos de nuestro pasado nos revelará a cada uno que hace tiempos nos quedamos cortos de ese estándar.

La verdad del cristianismo

Ahora, la falsedad de las otras religiones no hace verdadero al cristianismo porque se oponga a ellas, pero sí hace su mensaje internamente consistente. Necesitamos la ayuda de Dios para alcanzar a Dios. Necesitamos que quien satisfaga el estándar sirva de puente entre la tierra y el cielo, entre los humanos y Dios. Pero por definición quien satisfaga el estándar de perfección moral, quien alcance el Sumo Bien, tiene que ser Dios mismo. ¡Esa exactamente era la afirmación de Cristo sobre sí mismo!

La realidad es que el único castigo justo por mi incompetencia moral (es decir, mi pecado) es la muerte: si Dios es por definición Vida y Sumo Bien, pues no alcanzar el Sumo Bien significa no alcanzar la Vida. O sea, mi incompetencia moral significa la muerte; la paga del pecado es muerte. Sin muerte, no se sirve la justicia. Si no se sirve la justicia, Dios sería injusto, luego no sería Dios. Por eso no se equivocaban las religiones antiguas al ofrecer sacrificios (o algo o alguien pagaba por ellos o pagaban ellos). Se equivocaban en lo que sacrificaban —por naturaleza imperfecto—, mas no en sacrificar. Sin derramamiento de sangre no hay remisión de pecados. Si no he de pagar yo, alguien como yo pero sin mis errores tiene que pagar. Por lo tanto, el único sacrificio válido por mi pecado debe ser humano como yo, pero perfecto y por ende también divino.

Ese es Cristo. ¿Cómo lo probó? Con su resurrección. Su resurrección no es solo un milagro físico con amplia documentación histórica (tema sobre el cual se puede decir mucho, pero no es el objeto de este escrito), sino la demostración de que Dios Padre aceptó el sacrificio: fue perfecto y por lo tanto, en cuanto humano, no merecía quedarse muerto; y en cuanto divino, no podía quedarse muerto. por lo cual el Espíritu Santo lo resucitó. La Trinidad completa obra en toda su capacidad en el momento cumbre de la historia: la Segunda Persona encarnada se ofreció en sacrificio por los pecados de los humanos y la Primera Persona aceptó el sacrificio, por lo cual la Tercera Persona la resucitó.  

El cristianismo parece entonces una locura, debemos conceder eso. Pero que parezca locura no lo hace falso y menos inconsistente. La verdad es que la única opción de subir al cielo es es que el cielo baje primero a la tierra y nos suba con él. Por lo tanto, si el cristianismo no es cierto, solo queda desesperanza. Al fin y al cabo, ya sabemos que las otras religiones son falsas. De modo que si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe.

Pero si Cristo resucitó, significa que Él es quien dijo ser y que sus palabras son verdaderas. La esperanza de la humanidad pende de una cruz y una tumba vacía (una introducción a la evidencia histórica de la resurrección de Cristo puede encontrarse acá). Él pagó por mis pecados para que yo tenga acceso al Sumo Bien, a la Vida, a la presencia de Dios. Lo único que tengo que hacer para estar en comunión con Él es aceptar el regalo que me hizo. Mi parte es pasiva: aceptar su regalo. Tengo comunión con Dios por lo que Cristo hizo por mí, no por nada que yo haya hecho o llegue a hacer. 

 

 

Smerdiakov y el pecado

En Los hermanos Karamazov, Feodor Dostoievsky narra que un soldado ruso cayó capturado en algún país asiático; allí mediante torturas buscaron hacerle cambiar su fe cristiana y convertirlo al islamismo, pero él no renunció y resistió hasta la muerte. El acontecimiento fue real, pues Dostoievsky comentó la noticia en su diario y de allí la incorporó a la novela. Aparte de la encomiable valentía del soldado, me llama la atención el giro teológico que le da el ruso al asunto.

Smerdiakov es un sirviente de Fiodor Pavlovitch —el inescrupuloso patriarca de la familia Karamazov— y posiblemente un hijo no reconocido suyo. Es en boca de Smerdiakov que Dostoievsky plantea su argumento:

Si caigo en poder de unos hombres que torturan a los cristianos y se me exige que maldiga el nombre de Dios y reniegue de mi bautismo, mi razón me autoriza plenamente a hacerlo, pues no puede haber en ello ningún pecado.

Y más adelante explica su postura:

Cuando contesto a la pregunta de los verdugos diciendo que ya no soy cristiano, yo no miento, pues ya estoy «descristianizado» por el mismo Dios, que me ha excomulgado apenas he pensado decir que no soy cristiano. Por lo tanto, ¿con qué derecho se me pedirán cuentas en el otro mundo como cristiano, por haber abjurado de Cristo, si en el momento de abjurar ya no era cristiano? Si no soy cristiano, no puedo abjurar de Cristo, puesto que ya lo he hecho anteriormente. ¿Quién, incluso desde el cielo, puede reprochar a un pagano no haber nacido cristiano a intentar castigarlo? ¿No dice el proverbio que no se puede desollar dos veces el mismo toro? Si el Todopoderoso pide cuentas a un pagano a su muerte, supongo que, ya que no lo puede absolver del todo, lo castigará ligeramente, pues no sé cómo puede acusarle de ser pagano habiendo nacido de padres paganos. ¿Puede el Señor coger a un pagano y obligarle a ser cristiano aunque no lo sienta? Esto sería contrario a la verdad que el que reina sobre los cielos y la tierra diga la mentira más insignificante [énfasis añadido].

¿Tiene razón Smerdiakov? No lo creo. Uno de los errores más comunes es pensar que las malas acciones son en sí mismas pecados. No es así. Las acciones no son el pecado, sino la consumación del pecado. El apóstol Santiago, hermano de Jesús, lo explica con toda claridad en su carta:

Cada uno es tentado cuando sus propios malos deseos lo arrastran y seducen. Luego, cuando el deseo ha concebido, engendra el pecado; y el pecado, una vez que ha sido consumado, da a luz la muerte (Stg. 1:14-15).

Es decir, el pecado se consuma, se completa, una vez se ejecuta la acción pecaminosa. Pero en realidad, el pecado ya había nacido, y esto antes de ejecutar la acción que lo revela. El deseo nos tienta y el corazón, dejándose llevar por el deseo, toma la decisión de actuar conforme a este. Es ahí cuando nace el pecado, es decir, cuando comienza a existir. El pecado no comienza a existir con la acción, sino con la intención del corazón.

Esto hace entendibles las palabras de Cristo en cuanto a que es posible no haber adulterado físicamente con nadie y haber cometido adulterio toda la vida al codiciar en el corazón a quien no es la esposa. El acto físico no es el pecado en sí mismo, sino la consumación del pecado que ya había comenzado a existir en el corazón. Y, por supuesto, las palabras de Jesús son extensivas a todo pecado, no solo al adulterio.

El estándar del Nuevo Testamento hace explícito lo que en el Antiguo era implícito en medio de tanta ley: antes que en las acciones (posibles de disimular con apariencia de piedad), el pecado está en el corazón que determina el curso de ellas. El mismo Moisés lo entendió así cuando, después de haber dado toda la ley, dijo a los israelitas que se circuncidaran el prepucio pero del corazón  (Dt. 10:16). La circuncisión era la señal del pacto mosaico, y como tal debía apuntar a algo más profundo. La circuncisión simboliza la forma en que debemos llegar a Dios, destapando lo más íntimo de nuestro ser, nuestro corazón. El punto, hecho evidente por Cristo y aún negado hoy por los judíos, es que lo importante es el corazón que determina las acciones y no las solas acciones.

Así las cosas, podemos evaluar las palabras de Smerdiakov a la luz de la real enseñanza cristiana: si él en los zapatos del soldado que murió por su fe hubiera apostatado de la suya, no hubiera quedado exento de pecado porque su acción fuera coherente con la actitud de su corazón, sino condenado porque sus mismos actos revelaban la intención real que había en lo íntimo de su ser. El corazón de Smerdiakov era liviano en su creencia y cobarde. Son estas dos cosas las que subyacen su acción apóstata. Smerdiakov se amaba a sí mismo más que a Dios.

Cuando juzgamos las acciones como buenas o malas, en el fondo queremos decir que la motivación que nos llevó a ejecutarlas era buena o mala, según sea el caso. No es lo mismo dejar caer inocentemente una piedra desde un lugar alto que dejarla caer sobre la cabeza de alguien porque queremos matar a esa persona. La acción puede ser problemática, mas no es el problema fundamental; el problema fundamental es la intención detrás de la acción, la actitud del corazón. Por eso los abogados penalistas hablan de dolo, definido por la RAE como la «voluntad deliberada de cometer un delito a sabiendas de su ilicitud». Y aunque hay diferencias entre la ley civil y la ley moral, el dolo también existe para la ley moral. De hecho, es imposible romper una ley moral en ausencia de dolo. Pecado solo existe cuando hay dolo.

Es por ello que, una vez nos hemos examinado sinceramente a fondo, ninguno de nosotros puede concluir que es bueno o inocente. Conocemos la impureza de nuestro propio corazón. Y Dios, siendo omnisciente, también la conoce. En ausencia de acciones, podemos disimular ante los demás nuestras faltas. No obstante, a Dios no podemos engañarlo, no podemos alegar ante Él inocencia pues, si obramos mal, nuestra propia conciencia nos acusa y Él lo sabe.

Se cuenta que en cierta ocasión el Times de Londres preguntó qué estaba mal con el mundo. G. K. Chesterton, como era usual en él, fue tan breve como certero:

Apreciado señor,

Con respecto a su artículo ¿Qué es lo que está mal en el mundo? Lo que está mal soy yo.

¡El problema soy yo! Es que me miro adentro y no encuentro con qué pararme frente al Dios del cielo. Mis propias obras me condenan porque revelan la suciedad de mi corazón. Lo realmente serio de mis malas acciones es lo que revelan: ¡que el problema soy yo! Lo que está mal soy yo. Lo que hago revela lo que soy, y lo que soy no se diferencia en nada del asqueroso y asustador retrato de Dorian Gray al final de sus días. El profeta Isaías lo dijo de la forma más escueta:

Desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en él cosa sana,
sino herida, hinchazón y podrida llaga (Is. 1:6).

Y

Todos somos como gente impura;
todos nuestros actos de justicia
son como trapos de inmundicia.
Todos nos marchitamos como hojas;
nuestras iniquidades nos arrastran como el viento (Is. 64:6).

Y Cristo fue aún más tajante:

Del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, la inmoralidad sexual, los robos, los falsos testimonios y las calumnias. Estas son las cosas que contaminan a la persona (Mt. 15:19-20).

De manera que cuando David Hume escribió en su Tratado sobre la naturaleza humana que éramos esclavos de nuestras pasiones (de las inclinaciones del corazón), contrario a lo que pretendía, no se estaba justificando, sino condenándose con sus propias palabras. No existe la más mínima diferencia entre Smerdiakov y Hume.

Aunque mientras escribo oigo una vocecita interna que me dice: Suaviza eso, que está muy fuerte, honestamente no sé cómo hacerlo. Estoy plenamente convencido de que si alguien no piensa así de sí mismo es porque no se ha examinado con detenimiento o no está siendo sincero.

Aquí radica el fracaso de todas las religiones: como Smerdiakov creen que son las acciones, enajenadas del corazón, las que determinan mi eternidad. La religión, por definición, busca que por medio de mis buenas acciones alcance yo el cielo, llegue a Dios, me salve (las tres expresiones siendo sinónimas). Empero mis propias acciones no me hacen mejor porque el problema no son ellas, sino el corazón con que las ejecuto. Más bien, lejos de justificarme, ellas terminan atestiguando contra mí. Mis mejores actos de justicia son «como trapos de inmundicia». Luego las religiones se quedan cortas porque no hay nada que yo pueda hacer para ganar el cielo.

De este modo, los intentos religiosos por alcanzar a Dios terminan siendo tan solo grotescas manifestaciones de orgullo, pues se necesita mucha arrogancia para creer que uno va a hacer algo que lo ponga a la misma altura de Dios. Todo sistema que busque hacernos salvos por medio de nuestras acciones está condenado al fracaso por reducción al absurdo. No importa si tal sistema es una religión pagana o si, con apariencia de piedad, se disfraza de enseñanza bíblica. No podemos alcanzar el cielo por nuestra propia cuenta.

C. S. Lewis, como es usual, atinó en su diagnóstico de la situación:

Este es el terrible dilema en el que nos hallamos. Si el universo no está gobernado por una bondad absoluta todos nuestros esfuerzos, a la larga, son inútiles. Pero si lo está, entonces nos estamos enemistando todos los días con esa bondad, y no es nada probable que mañana lo hagamos mejor, de modo que, nuevamente, nuestro caso es desesperado.

Anselmo definió a Dios como el ser más grande concebible. Tal definición intuitiva es la forma filosófica en que se expresa el atributo divino más importante: la santidad. Los filósofos lo llaman el ser más grande concebible, los teólogos lo llaman Santo.  Santidad no quiere decir aburrimiento y cara de imbecilidad. Santidad significa literalmente separación, estar más allá de todo. Ser santo es estar separado. Dios por definición es diferente de todo lo que existe, está más allá. Él es Creador, el resto es creación. Él es eterno, el resto es temporal. Él es, todo lo demás llegó a ser. Él es limpio, yo estoy sucio. Él es puro, yo soy impuro. Él es perfecto, yo soy imperfecto.

De modo que alcanzar el cielo, alcanzar a Dios, tiene de coherente lo que la finitud al intentar alcanzar el infinito. Por lo tanto, si yo no me puedo acercar a Él, no queda sino una posibilidad lógica que pueda darme salvación: que Él se acerque a mí. Si Dios mismo no se acerca, no tengo forma de llegar a Él.

Es este el punto que diferencia al cristianismo de las demás religiones y sistemas filosóficos. Y para ser sincero, el mismo punto, aunque muy lógico, es el que lo hace tan difícil de digerir. Porque como se trata de que todo lo hace Él, no nosotros, parece increíble. Nuestra parte consiste en aceptar, recibir el regalo que Él ofrece de estar en relación íntima con Él (esto es la salvación, porque Él es un ser personal, y la cercanía con las personas se mide en nivel de intimidad, no en metros). Pero si de eso tan bueno no dan tanto, entonces no hay nada más en el mapa que dé sentido a la vida y la existencia cae en la angustia que tan bien expresaron pensadores como Sartre o Camus.

Ahora, el hecho de que solo el cristianismo tenga la fuerza existencial para dar sentido a la vida no lo hace necesariamente verdadero, solo deseable. El cristianismo se sostiene o se cae con la resurrección de Cristo, pero eso será material de otro escrito.

La oración mejor respondida

El problema del sufrimiento ha sido considerado uno de los más difíciles de encuadrar con el cristianismo. Si Dios es bueno, ¿por qué existe el sufrimiento? La mayoría cree que hay una contradicción lógica entre las siguientes dos proposiciones:

(1) Dios es bueno y todopoderoso.
(2) Existe el sufrimiento en la creación.

Pero no existe tal contradicción, no hay una reducción al absurdo. No hay una sola razón lógica por la cual de la proposición (1) deba concluirse unívocamente que la proposición (2) no pueda ocurrir. ¡Ni siquiera que sea preferible que (2) no ocurra! Al punto que J. L. Mackie, gran filósofo ateo, reconociera alguna vez lo siguiente: «Podemos conceder, después de todo, que el problema del mal no muestra que las doctrinas del teísmo sean lógicamente inconsistentes entre sí». Otros filósofos han hecho aseveraciones semejantes.

Interesante como es, elaborar con más claridad lógica sobre por qué el sufrimiento no contradice los fundamentos básicos del teísmo será objeto de una futura entrada (mientras tanto, dirijo al lector a la explicación sencilla que da aquí el filósofo William Lane Craig, o al libro de Ravi Zacharias y Vince Vitale ¿Por qué existe el sufrimiento?). En este escrito quiero enfocarme más en el problema existencial, no el intelectual, en el que nos sumerge el sufrimiento.

Porque cuando nos vemos enfrentados al dolor, en lo último que estamos pensando es en el argumento lógico. Una cosa es el C. S. Lewis que en 1940 escribiera El problema del dolor desde una perspectiva filosófica e intelectual; otra bien diferente el C. S. Lewis que veintiún años después —y unos pocos antes de su muerte— escribiera Una pena en observación a partir de su agonía existencial, tras la muerte de su esposa por un cáncer largo y complicado.

Es fundamental entender que cuando estamos en medio del sufrimiento profundo y nos preguntamos ¿Por qué a mí, Dios mío?, lo que menos necesitamos es la respuesta lógica. Unos cuantos ejemplos ilustrarán la situación:

  • Una adolescente resulta embarazada después de tener relaciones con su novio. En medio de su angustia clama a Dios cuestionando ¡Por qué a mí, Dios! Y Dios le responde: «Sí, mira, nena, lo que pasa es que cuando un hombre y una mujer tienen una relación sexual, el hombre deposita espermatozoides en el cuerpo de la mujer; si uno de estos espermatozoides fertiliza el óvulo de la mujer, comienza una etapa que llamamos embarazo. Eso fue lo que te pasó».
  • La amada de cierto hombre muere tras muchos años luchando contra la leucemia y el viudo reclama al Cielo diciendo ¡Por qué te la llevaste, Dios mío! Y Dios le responde: «Mira, viejo, el cáncer surge cuando en la médula ósea comienza a producirse una cantidad irregular de glóbulos blancos; estos glóbulos blancos anormales presentan dos problemas: primero, no son capaces de enfrentar las infecciones como los glóbulos blancos normales; y segundo, destruyen la capacidad de la médula ósea para producir glóbulos rojos y plaquetas. Así fue que ocurrió… Ah, pero si esta respuesta no te satisface, te lo puedo detallar a nivel bioquímico».
  • David, ungido rey pero perseguido por el rey regente, preguntaba: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?». Si alguien le hubiera respondido: «David, tu teología está errada, no estás solo porque Dios es omnipresente y está contigo». ¿Satisfaría la respuesta exclusivamente racional la angustia de su alma?

La respuesta racional existe pero, contrario a lo que creemos, ¡no son respuestas racionales lo que necesitamos en nuestros momentos de angustia y dolor! Una respuesta que excluya todo lo demás a expensas de la razón nos heriría más, nos ofendería más o las dos al tiempo. Lo que anhelamos son respuestas existenciales, algo que calme nuestro dolor, algo que se lleve nuestro dolor.

Job, el libro más antiguo de la Biblia, trata precisamente sobre el problema del sufrimiento en menudo detalle. Los amigos del patriarca le dieron respuestas racionales a la profunda crisis existencial que siguió a su desgracia, respuestas que en efecto podrían decirse correctas, pero que nada pudieron hacer para alivianar su pena. En cambio, cuando Dios mismo habló al final con Job, no intentó responder ninguna de sus inquietudes. Dios incluso cuestionó el interés de Job en creer que lo que necesitaba era una respuesta intelectual. Dios hubiera podido darle la respuesta racional a sus preguntas pero dos cosas habrían pasado:

Primero, Job no iba a entender la mente de Dios, y quienes en la posteridad leyéramos su historia tampoco íbamos a hacerlo. A todos los seres humanos la más fina explicación científica divina nos hubiera dejado perdidísimos. Este punto es claro por las preguntas retóricas que Dios le hace al patriarca durante cuatro capítulos del libro (Job 38—41); preguntas sobre realidades cotidianas del mundo creado; preguntas, sin embargo, cuya única respuesta honesta humana sería: «No sé, Dios, no tengo ni la más remota idea».

Segundo, la respuesta racional habría oscurecido el punto más importante. ¿Cómo es que Dios regaña a Job cuando le habla y el patriarca queda restaurado? A nadie se le habría ocurrido que Job necesitara una reprensión. ¡Máxime cuando sus amigos lo habían amonestado todo el tiempo y su angustia no mermaba! Ciertamente un punto puede hacerse en cuanto a que no somos nadie para cuestionar a Dios y sus motivos. Pero, me parece, hay una realidad más profunda: no era tanto el contenido de las palabras, porque Dios hubiera podido cantar Los pollitos dicen y, estoy convencido, Job habría quedado sano. Tampoco era el cambio de las circunstancias —pasar de la desgracia a la bendición— lo que calmaría las tribulaciones de su alma. A un corazón dolido el cambio de circunstancias no lo sana; a lo sumo disfraza, oculta, la necesidad que en el fondo tenemos. Porque el sufrimiento no genera el vacío, tan solo lo revela (es posible sufrir y tener paz en medio del sufrimiento).

Si no son las palabras ni las circunstancias, ¿qué es? Es su presencia lo que restaura; y su voz, que nos hace manifiesta su presencia. «Nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en ti», dijo Agustín de Hipona en profundísima declaración cuando abría sus Confesiones. Porque, de nuevo, la verdad no es un concepto, sino una Persona —Cristo—, y si nosotros estamos hechos a su imagen y semejanza, la respuesta meramente conceptual no tiene cómo saciar nuestras más grandes añoranzas, menos aún sosegarnos en nuestros dolores. Nuestro ser requiere una respuesta a la persona íntegra, no solamente al intelecto, pues el intelecto no es la totalidad de nuestro ser, sino tan solo una parte.

Así, en cuanto personas, somos seres relacionales: fuimos creados para estar en relación, y en relación con Dios, sobre todas las cosas. La gran tragedia de la caída no es el sufrimiento, sino la pérdida de la relación con Dios que completa el ser; el sufrimiento es consecuencia de haber perdido la intimidad con Dios. Por ello la restauración de Job se dio cuando oyó la voz del Dios infinito aproximándose a su finitud. La infinitesimalidad en la que sume la inmanencia del dolor humano es entonces absorta en la eternidad de la trascendencia divina.

En tal inmanencia de dolor estaba inmerso el rey David cuando suplicó a Dios con estas palabras:

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?
¿Por qué estás tan lejos de mi salvación, y de las palabras de mi clamor?
Dios mío, clamo de día, y no respondes;
y de noche, y no hay para mí reposo.

Una vez más lo vemos aquí: el profundo dolor del hombre azuza una sensación de inmanencia que pareciera contradecir la eternidad que lleva en el corazón; se siente finito, vulnerable. Pero la contradicción es solo aparente, porque el clamor mismo traiciona la ilusión de total inmanencia humana. El clamor tiene sentido porque no somos meramente inmanentes. Si estuviéramos hechos solo de materia, como afirma el ateo, el clamor de David —y de toda persona en medio de su dolor— y el cuestionamiento mismo sobre el problema del mal no tendrían sustento. El clamor en sí mismo supone propósito, trascendencia y sentido de la existencia; sentido no del todo comprendido, pero sentido.

David hace una oración creyendo que Dios lo había abandonado, que no respondería sus oraciones. La realidad no podría haber sido más opuesta. Pocos pasajes del Antiguo Testamento describen el sufrimiento de Cristo con tanta claridad como este salmo de David. Cuando Cristo estaba en la cruz, citó estas mismas palabras, diciéndole con ello a su ancestro: «Estoy respondiendo de una vez por todas tu clamor, David. Aquí estoy cargando tu dolor contigo. Tu angustia es mi angustia, tu dolor es mi dolor, tu sufrimiento es mi sufrimiento. Toda tu agonía tiene sentido hoy, en el punto que divide en dos la historia de la humanidad; aquí, en el Gólgota».

Así, Dios no solo oyó la oración de David, sino que se apropió de ella en el momento cumbre de la historia. En aquel instante Dios tomó la agonía de David y, lleno de compasión, decidió llevar la carga por él. Jesús tomó el lenguaje figurado que usó David para ilustrar su dolor y lo hizo literal en Él. Lo que en el poema de David era hipérbole en Cristo se volvió realidad.

La gente se burla de mí,
el pueblo me desprecia.
Cuantos me ven, se ríen de mí;
lanzan insultos, meneando la cabeza:
«Este confía en el Señor,
¡pues que el Señor lo ponga a salvo!
Ya que en él se deleita,
¡que sea él quien lo libre!»…
Como agua he sido derramado;
dislocados están todos mis huesos.
Mi corazón se ha vuelto como cera,
y se derrite en mis entrañas.
Se ha secado mi vigor como una teja;
la lengua se me pega al paladar.
¡Me has hundido en el polvo de la muerte!
Como perros de presa, me han rodeado;
me ha cercado una banda de malvados;
me han traspasado las manos y los pies.
Puedo contar todos mis huesos;
con satisfacción perversa
la gente se detiene a mirarme.

¡Fue Cristo el rechazado! ¡Fue Cristo el burlado! Más aún, ¡fue Cristo el crucificado! ¡Fueron sus huesos los dislocados, los que podían contarse! ¡Fueron sus manos y sus pies los traspasados! ¡Fue Él quien tuvo la lengua pegada al paladar implorando que le dieran agua!

No quiero resaltar tanto la profecía cumplida —en sí misma muy impresionante—, sino la poesía convertida en realidad. Lo que para David fue una hipérbole para Cristo fue literalidad. Cristo cargó con el dolor del alma de David. Cristo llevó en la cruz del Calvario el peso literal del sufrimiento que David solo pudo expresar en sentido figurado. Si el salmo de David es poesía —que lo es— y la poesía sirve para ilustrar lo que la literalidad no permite, la cruz es poesía hecha realidad. La cruz es el poema más hermoso, como dijera Juan Luis Guerra:

Toda la poesía
la encuentro sobre un madero
y mi verso
en tus rodillas que riman.

De este modo, la oración de David implorando misericordia en medio de su sufrimiento se convirtió en la oración mejor respondida de la historia. Mas no fue solo la oración de David que Dios respondió. Cristo, al haberse apropiado de las palabras de David, estaba hablándole a la humanidad entera. En la cruz Cristo se compadecía de toda la humanidad. Todas nuestras oraciones en medio del sufrimiento, sinceras como son, fueron respondidas con Cristo en la cruz. Por eso dice el profeta Isaías:

Ciertamente llevó él nuestras enfermedades,
y sufrió nuestros dolores;
y nosotros le tuvimos por azotado,
por herido de Dios y abatido.
Mas él herido fue por nuestras rebeliones,
molido por nuestros pecados;
el castigo de nuestra paz fue sobre él,
y por su llaga fuimos nosotros curados.

La cruz es la reconciliación del hombre con Dios, la cruz devuelve al hombre el sentido para el cual fue creado. Logos, la palabra griega que Juan usó para denominar a la Segunda Persona de la Trinidad, es sentido, razón de ser. Cristo —mi gran Logos—, es el sentido de nuestra existencia porque su obra redentora en la cruz reconcilia al hombre con Dios, restituyéndole así el propósito de su existencia: estar en relación íntima y directa con Dios. Por cuanto somos seres personales y hay eternidad en nuestro corazón, nuestro corazón está inquieto hasta que, por el poder de la cruz, descansa en Él, está en relación con Él, está en intimidad con Él.

No conozco un solo pensador cristiano que afirme que esto responde todas nuestras inquietudes sobre el sufrimiento aquí en la Tierra. Pero la explicación es, por muy lejos, más satisfactoria que la que pudiera brindar cualquier otro sistema filosófico o de creencias. Desde el ateísmo la pregunta del dolor no tiene ningún sentido. Desde el judaísmo la pregunta de David queda formulada y sin respuesta (finalmente David escribe desde el Antiguo Testamento, la Biblia judía, pero los judíos no reconocen a Cristo). Desde el islamismo incluso la salvación eterna depende del capricho de Alá, haciendo el sufrimiento aún más patético. Desde el budismo el objetivo es volvernos nada, alcanzar la nada, como si negando la realidad fuera ella a desaparecer.

No obstante, argumenta Alvin Plantinga, dado que el cristianismo sea verdad —y la evidencia histórica de la resurrección de Cristo apunta muy sólidamente en esta dirección—, el mejor mundo posible es aquel en el cual hay encarnación divina con su correspondiente expiación por nuestros pecados. Porque la encarnación y la expiación, expresadas en la cruz, muestran como ninguna otra cosa el increíble alcance del amor de Dios por la humanidad. Y un mundo en el que tal demostración de amor se hace evidente es superior a todos los demás mundos en los que este amor no es palpable. Pero tal despliegue de amor requería la existencia del sufrimiento. Si no, no habría encarnación ni nada por expiar.

Es que el amor se revela mejor siempre en medio del sufrimiento. Amar sin estar dispuesto a sufrir por el objeto de nuestro amor no es amor. El amor es negarnos a nosotros mismos para dar a los demás lo que tenemos y valoramos, no de lo que nos sobra y no nos importa. El sufrimiento es la medida del amor. Por eso lo que más amamos es aquello a lo cual entregamos lo que más valoramos. Y entre más valía damos a aquello a lo cual renunciamos, más mostramos el tamaño de nuestro amor en la renuncia. No hay amor sin renuncia, no hay amor sin sufrimiento. Parafraseando a C. S. Lewis, si no estamos dando hasta que nos duela, es porque estamos amando poquito.

Sin el mal no habría nada por expiar, y sin el sufrimiento que produce el mal no entenderíamos la expiación. Y sin nada por expiar no habríamos experimentado el extravagante amor sin coto de Dios, en el cual la relación perfecta y eterna de amor de la Trinidad se vio interrumpida para poder reconciliar al ser humano con Dios. Él no tenía que sufrir. La única razón por la cual lo hizo fue por amor a nosotros. El Padre sufrió entregando a su Hijo, el Hijo sufrió cargando Él mismo el peso de nuestros pecados.

[Cristo Jesús], siendo por naturaleza Dios,
no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse.
Por el contrario, se rebajó voluntariamente,
tomando la naturaleza de siervo
y haciéndose semejante a los seres humanos.
Y, al manifestarse como hombre,
se humilló a sí mismo
y se hizo obediente hasta la muerte,
¡y muerte de cruz!

Un mundo sin sufrimiento es un mundo sin demostraciones significativas del amor. Un mundo sin sufrimiento es un mundo sin encarnación y expiación. Un mundo sin encarnación y expiación habría sido un mundo en el que no hubiéramos experimentado el derroche extravagante del amor de Dios por nosotros.

De nada

A diferencia de gracias, la expresión de nada puede estar entre las más desagradables del español (y del portugués). De nada prácticamente anula todo lo dicho anteriormente sobre el agradecimiento. Si digo de nada, estoy implicando que no he hecho nada; por ende, no hay nada por lo cual agradecer.

No es orgullo reconocer que hicimos algo por otra persona. Pero sí lo es decir que no fue nada, menospreciando lo hecho como si fuese una limosna, como si no hubiese requerido alguna forma de sacrificio o como si se hubiera hecho de mala gana. El orgullo existiría si nos valiéramos del favor para asirnos a alguna forma de superioridad (que puede darse en múltiples formas); una superioridad inexistente, porque un favor de verdad siempre es una forma de humillación: es poner mi vida en pausa para hacer algo por otro y, por lo tanto, un reconocimiento de la importancia del prójimo a expensas de la mía.

Lo especial de hacer algo por alguien, de mostrarle favor, es que hay un sacrificio personal voluntario. Negar ese sacrificio es robarle toda la esencia a la gracia mostrada. Hacer un favor es una forma de mostrar amor, porque el amor es dar y dar siempre implica despojo.

Por eso, reconociendo que el favor es voluntario, aun si requirió un gran sacrificio, es mejor decir «con gusto», «con amor» o no decir nada y tan solo abrazar, besar o sonreír disfrutando la plenitud que en la vida solo se siente tras haber mostrado gracia.

Si Dios no existiera, no habría nada que agradecer: a Él nada porque no existiría y a los demás tampoco porque no tendría sentido. De la misma manera, tampoco habría nada que hacer por Él ni por los demás. Si existiéramos por un proceso meramente natural en el cual lo único que importara fuera la supervivencia del más apto, los actos de bondad serían a lo sumo apariencias para alcanzar la propagación de los genes, pues todo lo que habría sería «indiferencia ciega y despiadada», en palabras de Richard Dawkins, el ateo y darwinista más famoso del mundo. La cosmovisión importa.

No quiero decir con esto que el ateo no sea capaz de ejercer actos de bondad. Digo que cada vez que muestra gracia o da gracias, su subconsciente creyente traiciona su ilusión de ateísmo. Porque si Dios no existe, la moral objetiva no existe, de modo que los actos de bondad no existen. Y si los actos de bondad no existen, nadie hace un favor real —nadie muestra gracia— y el que lo agradece lo hace… de nada.

Nosotros los malos

Uno de los ataques más efectivos al cristianismo en nuestra cultura es mostrar la imperfección de los cristianos. El imaginario colectivo es que los cristianos deberíamos ser perfectos o el cristianismo es falso. Nada más opuesto a la verdad.

La esperanza del cristiano no está en su perfección, sino en la de Cristo. Si yo pudiera ser perfecto por mi propia cuenta, lo cual me capacitaría para llegar a Dios por mí mismo (porque solo lo perfecto puede tocar lo perfecto), mi religión sería el danielismo, no el cristianismo.

Ante tal crítica puede uno decir a la cultura de hoy día lo mismo que Cristo dijo a los fariseos de su tiempo: «¡Yerran ignorando las Escrituras!». El cristianismo es diáfano en este punto:

Cristo dijo: «No he venido a llamar a justos, sino a pecadores»; y también dijo: «los sanos no necesitan médico, sino los enfermos». La primera de sus bienaventuranzas va dirigida a los «pobres de espíritu».

Pablo dijo que Dios escogió «lo insensato del mundo para avergonzar a los sabios, y escogió lo débil del mundo para avergonzar a los poderosos. También escogió Dios lo más bajo y despreciado, y lo que no es nada, para anular lo que es». Todo un ejercicio en la humildad la forma en la que nos describe Pablo: lo insensato, lo débil, lo más bajo y despreciado, y lo que no es nada.

Juan, hablando a los creyentes, dijo: «Si afirmamos que no tenemos pecado, lo hacemos pasar por mentiroso y su palabra no habita en nosotros».

Si usted estaba esperando que el cristianismo dijera que los cristianos eran mejores personas, está caricaturizando el cristianismo. No. Los cristianos estamos sacados de lo peorcito que ha visto el mundo. ¡Y todo esto redunda en mayor gloria a Dios! Porque al ser nosotros las vasijas de barro del mundo, no las hechas con metales preciosos, podemos estar seguros de que la excelencia del poder que nos transforma es de Dios y no nuestra.

¡Razón tienen quienes critican la baja estatura moral de los cristianos! Pero el cristianismo no dice que seamos perfectos, sino que éramos peores y estamos en proceso de perfeccionamiento (los teólogos llaman este proceso santificación). De modo que nuestra imperfección no contradice al cristianismo. Así, si alguien dice que los cristianos son malos y por eso el cristianismo es falso, en realidad poco sabe de qué está hablando. Hasta los peores creyentes, en tanto sean auténticos, son mejores cuando se comparan con lo que eran antes de conocer a Cristo.

Hay otra cara en esta realidad. Quienes hemos sido malos entendemos muy bien nuestra maldad. Conocemos las profundidades de nuestros errores, nuestros pecados, y nos cuesta disimulárnoslos en el alma. ¡Con razón dijo Cristo a los fariseos que las prostitutas y los recaudadores de impuestos iban al cielo antes que ellos! Los hombres somos seres morales, sabemos en el fondo la distinción entre lo bueno y lo malo. Quienes hemos hecho las cosas mal sabemos que las estamos haciendo mal. No hay forma de disfrazárselo al corazón. Por tanto, no extraña que los grandes cristianos sean exhomicidas, como Pablo de Tarso; exparranderos, como William Wilberforce; exprostitutas, como María Magdalena; extraficantes de esclavos, como John Newton; expolíticos corruptos, como Charles Colson; y tantos otros ejemplos grandísimos a lo largo de la historia.

De modo que tampoco extraña cuando guerrilleros, narcotraficantes, adúlteros, homosexuales, degenerados sexuales, pederastas, viciosos, etcétera, terminan rendidos a los pies de Cristo. La propia iniquidad de sus vidas se convierte en el mejor testimonio para el corazón de que la moral existe; y el pecado que les corroe el corazón, en el mejor testigo de que necesitan un Redentor perfecto que les permita estar a la altura del Dador de la moral, porque ellos no pueden hacerlo solos.

No extraña, a la larga, que los pecadores fueran al cielo delante de los fariseos; ni extraña que vayan hoy delante de los hombres (aunque ya no sepamos a ciencia cierta si lo son…) modernos, sofisticados y soberbios que, como Dorian Gray, enmascaran con su estatus social y éxito profesional la oscuridad de su alma, considerando que no se necesitan sino a sí mismos para suplir todas sus necesidades.

Piense si «cambiar» a un bueno produce el mismo efecto que cambiar a un malo y entenderá entonces el asombroso éxito del cristianismo. Porque cambiar el corazón del malo, quitarle el corazón de piedra y ponerle corazón de carne, produce un cambio exponencial no solo en la persona, sino en el mundo en que se mueve; y muestra de paso la excelencia del poder de Dios, porque hacer bueno al malo es más difícil que hacer bueno al bueno, trivialmente. Solo el amor de Dios puede cambiar el corazón del hombre.

¿Quiere esto decir que de veras haya buenas personas?, ¿que quienes no son cristianos sean realmente buenos? Salomón lo respondió bien en su existencial Eclesiastés: «No hay nadie tan honrado en la tierra que haga el bien sin pecar nunca». Si usted quiere caer en cuenta de su propia situación moral, haga el esfuerzo por una semana de ser bueno (¡pero bueno de verdad, sin bagatelas!) y me cuenta al final cómo fracasó con todo éxito. No hay nadie bueno. Nadie. No hay justo ni aun uno. Nadie es bueno, sino Dios. Lo que sucede es que el orgullo de la persona disimula las faltas a su propio corazón. El sofisticado posmoderno o el fariseo antiguo se comparan en su orgullo contra las prostitutas y los políticos corruptos. ¡Cuánta mediocridad! ¿Por qué no se comparan contra la pureza y perfección del Dios Santo? ¡Ese es el verdadero estándar! Pero como saben que terminan mal parados, se anestesian el corazón comparándose a otros mortales a quienes consideran peores. El orgullo es mediocre, por definición. Ese es el problema de quienes dicen contentarse con «ser cabeza de ratón y no cola de león». Mediocridad rampante donde menos podemos darnos el lujo de serlo: en la moral.

¡Ahí radica la diferencia con el cristiano verdadero! El cristiano verdadero, como lo enseñó Juan, es consciente de su propio pecado. Sabe que necesita a Cristo con urgencia. No es hipócrita el cristiano auténtico que lucha con sus pecados a pesar de que muchas veces caiga. Es hipócrita el que los oculta o disimula porque quiere convencerse a sí mismo de su mentira —convenciéndose de que hay gente peor que él— y engañar a los demás.

Los cristianos luchamos contra nuestras debilidades (que no siempre son sexuales, aunque muchas veces sí lo sean). Pero nuestras debilidades son el reconocimiento de la santidad de Dios y nuestra necesidad de Él. No es que nos hayamos hecho cristianos y después dejemos de necesitar a Cristo. Lo necesitamos en el pasado para nacer de nuevo y en el presente para sustentar la nueva vida que nos dio. Separados de Él no podemos hacer nada. Ser cristianos no es dejar de equivocarnos. Ser cristianos es aceptar su sacrificio en la cruz por nuestros pecados pasados, presentes y futuros en esta vida. El cristiano sabe que, a pesar de sus debilidades, el que comenzó la buena obra en nosotros la va a completar. Y por ello, por esa identidad, porque es aceptado y amado tal cual es, porque puede llamar al Dios eterno Padre —un privilegio exclusivo del cristianismo—, puede comportarse de manera digna, buscando agradar a Dios en todo, esforzándose por agradar al Padre porque también lo ama en reciprocidad por el amor que ha recibido de Él; sabiendo que cuando peca, el amor del Padre es más grande y lo restaura.

Amamos. Amamos en reciprocidad a Dios con un amor que busca darle más de lo que somos, porque a quien mucho se le perdona mucho ama. Amamos al prójimo como a nosotros mismos e incluso en ocasiones con un amor superior al que tenemos por nosotros mismos. Nuestra motivación para ser mejores es el amor, hacer felices a Dios y a quienes nos rodean, no la fría perfección ni la hipócrita superioridad moral en sí mismas. Lo segundo es fariseísmo y solo conduce a frustración. Por eso, en nombre de tal amor, el Espíritu de Dios nos capacita para cambiar lo peor de nosotros. Porque queremos agradar a Dios y a nuestros allegados. Mejoramos por amor.

El cristiano auténtico sabe que es pecador y necesita a Cristo, es honesto. El cristiano auténtico sabe que lo que tiene de bueno está en Cristo. El incrédulo se considera bueno y cree que no necesita a Dios, su peor pecado es el orgullo porque lo mantiene hundido en todos los demás.

Porque siete veces caerá el justo, pero otras tantas se levantará; los malvados en cambio, se hundirán en la desgracia.

Sensatez y sentimientos

Los discursos en contravía del hombre moderno no dejan de llamar la atención. Por un lado, de la revolución copernicana termina extrapolándose el llamado Principio de mediocridad, según el cual no somos importantes pues habitamos un planeta promedio de una estrella promedio en una galaxia promedio de la que ni siquiera conocemos con exactitud su ubicación. Tal es el discurso de Carl Sagan en su libro Un punto azul pálido. Y tal es el discurso de Richard Dawkins cuando afirma que «el universo que observamos tiene exactamente las características que esperaríamos si no hay de base diseño, propósito, bien o mal, sino indiferencia despiadada y ciega».

Dicha perspectiva de la realidad no puede ser definitiva pues en tal caso tendríamos que callar ante los horrores del Holocausto nazi o la Gulag soviética. El principio de mediocridad lleva a una perspectiva falsa del hombre, produciendo un vacío que explica bien el surgimiento de pensadores como Sartre y Camus. El existencialismo ateo no es más que una búsqueda desesperanzada en medio de la pérdida total de significado. Al perseguir la ciencia por la ciencia y la razón por la razón, el hombre moderno terminó perdiendo todo su valor por culpa del mismo conocimiento que había prometido emanciparlo, liberarlo de todas sus cadenas, convirtiéndolo en su esclavo. La contradicción del existencialista ateo es que se anhela trascendente pero no sabe cómo liberarse del peso de sus (malas) conclusiones racionales que lo minimizan a materia y nada más. Si partimos de que la Revolución francesa ejemplifica como pocas cosas los valores de razón, libertad e igualdad del hombre moderno (pobremente, dada la despiadada carnicería que en realidad fue), no deja de ser una paradoja reveladora que fueran dos franceses los que hablaran de cuán atados al sinsentido terminaron por la razón.

Por otro lado, uno de los peores defectos que nos dejó la Modernidad fue hacer creer al hombre que era el centro de la existencia. El hombre no puede ser la medida de todas las cosas porque las medidas han de ser objetivas, y el hombre, sujeto por definición, no puede serlo. Incluso nuestras pretendidas versiones idealizadas de nosotros mismos nos desdibujan; el súper hombre es en realidad una alienación del hombre porque nos plantea convertirnos en algo que no somos. El hombre, a despecho de Nietzsche y gusto de Perogrullo, es hombre, no súper hombre. En el intento de emancipar al ser humano de todos sus yugos, el hombre termina volviéndose esclavo de sí mismo. El ser humano fue creado para servir, no para señorear, de manera que aun cuando busque liberarse de cuanto yugo tenga impuesto, su propia naturaleza lo impulsa a servir y, habiéndose liberado de todo lo demás, termina siendo esclavo de sí mismo; un platonismo aterrador.

No es de extrañar que tanto ideal de emancipación haya tenido su sima en Hume, quien dijera en su Tratado sobre la naturaleza humana que «la razón es, y solamente debe ser, esclava de las pasiones, y nunca puede pretender bajo ninguna circunstancia otra cosa que servirles y obedecerles». De manera semejante, Hobbes afirmó en su Leviatán que «los pensamientos son a los deseos lo que los exploradores y espías a las tierras ignotas, que van de un lado a otro hasta encontrar el camino hacia las cosas deseadas».

Tampoco extraña entonces que nos hayamos vuelto un mundo en el que la sensualidad impera. «Ver para creer», el supuesto fundamento sobre el cual se edifica el positivismo científico, del cual, bajo el mismo argumento anterior, Hume es también predecesor, es una afirmación en la que los sentidos (la visión, ver) determinan lo que va a considerarse realidad. Es innegable que ante una epistemología tan pobre, tan escasa, nuestra propia concepción de la realidad metafísica termina distorsionada y el hombre pasa entonces a considerarse a sí mismo y a los demás tan solo como aglutinaciones de materia en un lugar perdido del universo sujeto a lo que sus genes, pequeñas entidades de la química orgánica, determinen para él. Por supuesto, un análisis cercano de la ciencia mostrará que tal aproximación es completamente mentirosa: los paradigmas, que son la esencia misma de la ciencia, como bien lo explicara Thomas Kuhn en su Estructura de las revoluciones científicas, son indemostrables y son lo que realmente importa; lo que sigue es mera «ciencia normal» que se edifica bajo el fundamento incuestionable e indemostrable del paradigma.

Las matemáticas sobre las cuales ha de basarse toda ciencia que se precie de serlo tratan de abstracciones que no podemos observar, tocar, palpar, oír o saborear. Lo abstracto por definición no tiene efectos causales en la realidad física. La mecánica de Newton se fundamenta al menos en dos principios indemostrables: (1) que existe una ley de la gravedad que determina la forma en que interactúa la materia, superior por ende a la naturaleza misma, cuya única pista de existencia viene dada por la ecuación matemática que la representa y que asumimos cierta porque sus efectos son los descritos; y (2) la ley de la inercia: que los cuerpos en reposo permanecen en reposo y los cuerpos en movimiento permanecen en movimiento sin desacelerar… contra toda intuición termodinámica.

Lo que es realmente curioso, por decir lo menos, es que el mismo principio que predomina en la ciencia predomina también en nuestras relaciones con los demás. En un grotesco efecto dominó, lo sensorial, lo sensual, terminó modificando la definición del amor verdadero y llevándola de regreso a la concepción pagana grecorromana en la que el amor está determinado por los sentidos. A despecho de los romanticones, terminaron siendo lo que el friísimo Hume hizo de ellos.

La reducción a lo sensorial terminó entonces haciendo la ciencia de hoy inservible y las relaciones de hoy superfluas. Para ponerlo en términos de Julio Cortázar, famas y cronopios, seres científicos y seres emocionales respectivamente, tan diferentes en apariencia, son en el fondo la misma cosa: seres incompletos determinados por lo sensual. A cuál de los dos ofenderá más la similitud con el otro es difícil de determinar.

DEL ARTE, LA CIENCIA Y EL COMPROMISO CON LA EXCELENCIA

Es la superficial cultura pop (que tiene de arte lo mismo que la biología de ciencia) la que enseña «escucha a tu corazón» y «hagamos lo que diga el corazón». Si el verdadero arte se originara en el sentimiento, los sentidos, lo sensual, entonces la Novena Sinfonía de Beethoven, que se volvió sordo mucho antes de componerla, no habría podido estar nunca entre las grandes de la historia.

El pastor Darío Silva-Silva suele repetir la frase «Es un pensar que es un sentir que es un decir que es un hacer» para ilustrar cómo han de tomarse las decisiones sabias. Silva-Silva parece estar parafraseando a Octavio Paz en su poema Decir, hacer:

Oír

los pensamientos,

ver

lo que decimos

tocar

el cuerpo

de la idea.

Lo que se oye [sentir] es lo que antes se piensa; y luego se ve [sentir] lo que se dice tocar el cuerpo de la idea [hacer lo que se pensó]. El poeta reconoce aquí que la correcta expresión de su arte necesita pasar primero por el tamiz de su pensamiento. Por eso García Márquez, el segundo escritor más importante de la lengua española, después del inalcanzable Cervantes, dijo lo siguiente:

En mi caso el ser escritor es un mérito descomunal porque soy muy bruto para escribir. He tenido que someterme a una disciplina atroz para terminar media página en ocho horas de trabajo. Peleo a trompadas con cada palabra, y casi siempre es ella la que sale ganando.

Nadie hubiera leído a ‘Gabo’ sin que él se hubiera sentado horas a pelearse con las palabras para llenar su texto de belleza. En sus escritos se nota el esmero consciente de ubicar siempre la palabra correcta en la posición correcta.

Cuatro años y medio pasó Miguel Ángel pintando la bóveda de la Capilla Sixtina, una de las expresiones artísticas más impresionantes del Mundo Occidental y de toda la historia de la humanidad. De esos 4.5 años, casi uno dedicó el artista a la preparación de los bocetos de lo que terminaría plasmando en el techo de la iglesia.

La Pasión según San Mateo de Juan Sebastián Bach, que dura 3 horas (compárese con los tres o cuatro minutos en promedio que dura la típica canción pop), se estrenó en 1727 pero Bach pasó haciéndole revisiones, mejorándola, hasta 1736. Es decir, tardó casi 10 años en completarla. La extrema dedicación consciente de Bach a su trabajo, entendiendo que ofrecía a Dios lo mejor que tenía, motivo por el cual cerraba cada obra religiosa completada con las iniciales S.D.G. (Soli Deo Gloria), no le iban a permitir la chabacana posibilidad de ofrecer lo que no le hubiera exigido dejar todo de sí en cada composición, lo cual lo convirtió en el más grande compositor de la historia.

La burda confusión entre la fascinante dedicación del artista con el caudal de sensaciones que dicha excelencia puede producir en los espectadores demerita al artista y lo despoja de su genialidad. Es la decisión consciente del artista de dedicarse por completo a su obra lo que lo hace grande.

No es esto diferente a lo que requiere también la ciencia, es decir, la verdadera, no el malogrado espectáculo de mediocridad que hoy impera en las universidades del Primer Mundo: Thomas Alba Edison solía decir que la genialidad consiste en 90 por ciento transpiración y 10 por ciento inspiración. Por ello nuestros mejores resultados en las ciencias, o nuestros más sofisticados teoremas y más elegantes demostraciones en la matemática, pueden erizar la piel y llenar los ojos de lágrimas al conocedor ante la grandeza del descubrimiento. Es esta la razón por la cual nos sentimos plenos, brillantes, cuando logramos entender, así sea en parte, las teorías que desarrollaron los grandes genios, porque sentimos que compartimos su grandeza y proyectamos como una luna parte de su luz.

En el fondo no hay tanta diferencia entre la obra de un Bach, un Miguel Ángel y un Leibniz. Las tres son capaces de abrumar el pensamiento y arrollar las emociones. Todas están cargadas de sublimidad. Pero no es algo que ni el uno ni el otro hayan logrado sin la dedicación consciente de entregarse a sus proyectos. Las emociones son para quienes se sientan a entender y degustar sus creaciones. Lo demás son bagatelas: llamar arte al reguetón y científico a Richard Dawkins.

LA REDEFINICIÓN DEL MATRIMONIO

Tal reducción a lo sensual no ha pasado sin menoscabo de la definición misma del matrimonio. Hoy las relaciones comienzan y se acaban determinadas por un cosquilleo en la barriga que bien pudieran quitarse de encima con un simple Omeprazol. Ante tamaño desvío, no es ninguna sorpresa que el matrimonio termine siendo lo que el amor romántico determine, aun si el impulso romántico es homosexual o incluye más de dos personas. Porque sin ningún asomo de duda, la redefinición del matrimonio está dada por el sentir romántico de la pareja: si se siente rico, se pueden casar. Como los sentimientos fluctúan, vienen y van, se prenden y se apagan, con la misma consistencia con que las partículas cuánticas deciden si atraviesan la lámina o se estrellan contra ella; o con la misma consistencia del sentimiento de enamoramiento de Amnón, el hijo del rey David, hacia Tamar, su media hermana, que cambió después del orgasmo; las relaciones, sobre todo las que más importan, terminan fundamentadas en la inestable arena de las emociones.  No es de extrañar entonces que, excepto los filósofos posmodernos, educados a los pies de Walt Disney y Hugh Hefner, nadie sensato haya fundamentado nunca en el pasado la relación matrimonial en las emociones.

Robert P. George, filósofo del derecho de Oxford y profesor de Princeton, junto con sus estudiantes, presenta de esta manera la definición clásica de matrimonio (en artículo aquí y en libro aquí), que llama conyugal o comprehensiva, y que «por mucho tiempo ha informado al derecho, así como la literatura, el arte, la filosofía, la religión y la práctica social, de nuestra civilización». Llama la atención que la definición conyugal del matrimonio esté fundamentada en una concepción cognitivista del derecho natural según la cual, contra Hume, las normas morales y otros principios prácticos básicos son principios racionales cuyos caracteres directivo y prescriptivo son independientes de los deseos o sentimientos de las personas. No así la definición revisionista, basada completamente en una perspectiva positivista del derecho, en Hume, en las emociones:

Definición conyugal del matrimonio: La unión de hombre y mujer en cuerpo y mente, que comienza con el mutuo consentimiento y se sella por el coito. Al completarse por los actos de unión corporal por medio de los cuales se crea nueva vida, esta unión es especialmente apta para la reproducción e intensificada por ella, y requiere compartir en sentido amplio la vida doméstica apropiada de manera única para la vida en familia. La unión de los esposos en todos estos sentidos también requiere objetivamente un compromiso total que es permanente y exclusivo.

Definición revisionista del matrimonio: La unión de dos personas que se comprometen a la unión romántica y la vida doméstica: una unión esencialmente emocional, promovida únicamente por la actividad sexual de cualquier tipo en que estén de acuerdo quienes la conforman. Tal compromiso de unión romántica se considera valioso en tanto dure la emoción.

Kant criticó duramente en sus Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime la idea de sustentar el matrimonio en las emociones, en lugar de los principios:

El alegre y afectuoso Alcestes dice: «Amo y estimo a mi mujer porque es bella, cariñosa y discreta». ¡Cómo! ¿Y si, desfigurada por la enfermedad, agriada por la vejez y pasado el encanto, dejase de parecerte más discreta que cualquier otra? Cuando el fundamento ha desaparecido, ¿qué puede resultar de la inclinación? Tomad, en cambio, el benévolo y sesudo Adrasto, que pensaba para sí: «Tengo que tratar a esta persona con respeto porque es mi mujer». Tal manera de pensar es noble y magnánima. Ya pueden los encantos fortuitos alterarse; siempre continúa siendo su mujer. El noble motivo permanece y no está tan sujeto a la inconstancia de las cosas exteriores. De tal calidad son los principios, en comparación con impulsos originados solo de ocasiones particulares, y así es el hombre de principios, al lado de aquel al cual sobreviene una inspiración buena y afectuosa.

Adoptar la concepción de Alcestes para definir el matrimonio es lo que ha promovido también tantos divorcios no-fault, en los que las irreconciliables razones para permanecer son, por ejemplo, no hinchar por el mismo equipo de fútbol o que la pareja dejó de parecer físicamente atractiva. La definición revisionista no requiere ni siquiera limitarse a dos personas, menos de sexos opuestos. Como lo han promovido sus defensores últimamente, cualquier relación puede volverse un matrimonio si las emociones convergen. Y si cualquier relación puede ser un matrimonio, ninguna lo es, pues las definiciones por su misma naturaleza están dadas por lo que excluyen.

No puedo evitar pensar en la famosa paradoja de Russell, donde tocó limitar lo que íbamos a llamar «conjunto» en matemáticas, introduciendo un esquema axiomático de especificación para evitar contradicciones.

EL CRISTIANISMO Y EL PLACER

Søren Kierkegaard, hablando de la pasión entre Abraham y Sara, dice en Temor y temblor lo siguiente:

El sentido profundo del prodigio de la fe lo encontramos en el hecho de que Abraham y Sara pudiesen sentirse tan jóvenes como para poder desear, y que la fe les hubiese conservado en su deseo y, en consecuencia, en su juventud [énfasis mío].

La fe es una decisión, por supuesto; la decisión de creer (y no hablo aquí de la llamada «fe de carbonero», eso es credulidad y es otra cosa). La fe, si es tal, ha de ejercerse acá en el mundo de los vivos. Fe es actuar en este mundo de acuerdo a la confianza que tenemos en el objeto de nuestra confianza. Contra toda esperanza terrena, si es el caso, como ocurrió con Abraham. Fe es saberse viviendo en el sistema de los números naturales entendiendo que existe la recta real. Por eso la fe no le tiene miedo a las restas (para obtener enteros), las divisiones (para obtener racionales) y a Pitágoras (para obtener irracionales). Esos son temores para quienes solo existen la seguridad de la suma y la multiplicación, que siguen siendo siempre naturales; temores de los seguidores de Hume: los que se juran científicos y los que se juran emocionales pero indistinguibles al fin y al cabo entre ellos mismos.

La belleza de Abraham y Sara es que al siglo mantenían viva la llama (¿cómo más hicieron a Isaac?) porque tomaron una decisión: la decisión de creer. La pasión y el romanticismo dependían de su decisión de creer. No al revés. Por eso no puede decirse que el cristianismo anula la pasión y el romanticismo, como si fuera estoicismo. No. El cristianismo les da rienda suelta para que puedan disfrutarse como en ningún otro sistema de pensamiento o creencia. La tranquilidad moral y racional de saberse haciendo lo correcto proporciona una libertad para la expresión del deseo que no puede compararse a la cohibición experimentada cuando transgredimos lo que conocemos cierto. Porque somos seres morales. Y porque, recuerde, fuimos hechos para servir. De modo que servir al dios de nuestros deseos limita el placer a nuestra nauseabunda finitud existencial; pero servir al Dios que es por definición infinito en sus buenas cualidades, nos proporciona infinito espacio para disfrutar. «En su presencia hay plenitud de gozo, delicias a su diestra para siempre».

«Si el hombre no hubiera caído, el placer sexual, en vez de ser menor de lo que es ahora, sería en realidad mayor» dice C. S. Lewis en Mero cristianismo. En sus Cartas del diablo a su sobrino llega al punto de aseverar, en la voz del diablo, que Dios es hedonista de corazón; y afirma también que incluso en el pecado al que él nos induce la única parte buena —y que Satanás removería si en su ausencia aún pudiera convencernos de pecar— es el sentimiento de placer. Porque en el pecado lo único que hay bueno es el sentimiento de placer. Y si el sentimiento de placer es bueno, entonces viene de Dios, de acuerdo con Santiago. Por eso Satanás tiene que tergiversar las cosas que acompañan el placer antes de poder usarlo contra nosotros. El pecado no es el placer, contrario al también satánico engaño; el pecado es la rebeldía del hombre que, decide obrar en contra de lo que sabe correcto para satisfacer sus poco confiables emociones.

En realidad, el peor momento de Abraham y Sara fue cuando pusieron las emociones por encima de su decisión de creer, para que Abraham tuviera un hijo con su criada. Las consecuencias de su mutuo acuerdo en aquella ocasión han sido tan nefastas que han marcado el fratricidio más grande de la historia y que completa ya cuatro milenios. El problema no son las emociones, sino hacerlas el principio rector de nuestro actuar.

EL MATRIMONIO EN EL CRISTIANISMO

El amor es paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor. El amor no se deleita en la maldad, sino que se regocija con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor jamás se extingue.

Aunque esta definición de amor del apóstol Pablo es uno de los pasajes más famosos de la Escritura, pocas personas se dan cuenta de que no hay nada de emocional en ella; la definición de amor en el cristianismo no depende nunca, ni siquiera en el matrimonio, de una reacción visceral, un cosquilleo, un sentimiento romanticón o el deseo sexual. Muy al contrario, la Biblia, en sus dos Testamentos, advierte sobre los peligros que tal situación implicaría. El primer mandamiento, en el cual se nos ordena amar a Dios sobre todas las cosas, especifica que es con todo el corazón (entendido como el eje de la vida misma), con toda la mente, con toda el alma y con todas las fuerzas. Pero no con todas las emociones porque desde tiempos inmemoriales se sabía que estas variaban y no eran confiables. Por eso, sin excepción, los grandes pensadores antiguos y contemporáneos del cristianismo han enfatizado la importancia de fundamentar el amor en la decisión y no en las emociones.

G. K. Chesterton hablaba sobre cuán reveladores resultaban los deseos de los enamorados a hacerse promesas que, por su propia naturaleza, van más allá de los sentimientos. Y tenía razón: en un sentido las promesas les traicionan la calentura del enamoramiento. La necesidad de hacerse promesas revela la fatuidad del sentimiento. El sentimiento no es confiable y por ello debe recurrir a algo que vaya más allá.

Ravi Zacharias, de ascendencia india, en uno de sus mensajes más populares cuenta que su hermano decidió en algún momento casarse con una mujer de la India cuando la familia Zacharias ya vivía en Toronto, Canadá. Le presentaron por carta y fotos ciertos prospectos y así decidió cuál era la mujer que escogía (también con el consentimiento de ella) sin haberla visto jamás en persona. Cuando Ravi, atónito, le preguntó cómo iba a hacer semejante locura, el hermano le contestó: «Nunca lo olvides: el amor es más cuestión de voluntad que una emoción, y si te propones amar a alguien, puedes hacerlo». Hoy son un matrimonio cristocéntrico de más de 40 años. Más adelante añade Zacharias: «El amor es más fuerte que el aleteo del corazón».

Uno de los peores engaños creídos por los cristianos, se colige, es dar por hecho que el sentimiento romántico debe existir para poder iniciar un matrimonio. Y a la larga, esperar que aparezca primero el sentimiento antes de determinar la relación no es otra cosa que fundamentar la relación en los sentimientos. ¡Cuánta infelicidad de cristianos adultos solteros, solos, esperando a la doncella o el Príncipe encantado, nos habríamos evitado (y sí, el pronombre corresponde a la primera persona del plural) de haber comprendido que no era necesario el sentimiento romántico! Por eso el diablo de C. S. Lewis dice lo siguiente en sus Cartas:

A partir de la declaración verdadera según la cual la relación trascendente [generada por la intimidad sexual] tenía la intención de producir familia —y dado que se entre en ella en obediencia, con mucha frecuencia también producirá el afecto—, los humanos pueden ser llevados a inferir que la mezcla de afecto, miedo y deseo que llaman «estar enamorado» es la única cosa que hace al matrimonio feliz o santo. El error es fácil de producir porque en Europa Occidental «estar enamorado» precede con mucha frecuencia a matrimonios hechos en obediencia a los designios del Enemigo; esto es, aquellos con que se proponen fidelidad, fertilidad y buena voluntad; tal como la emoción religiosa, también con mucha frecuencia, pero no siempre, precede la conversión. En otras palabras, hemos de alentar a los humanos a considerar que la base del matrimonio es una versión ampliamente maquillada y distorsionada de algo que en realidad el Enemigo promete como resultado [segundo énfasis mío].

Desde los tiempos de Lewis para acá, el mal se ha generalizado a toda la sociedad Occidental, no solo Europa. Nótese que entrar en la relación en obediencia producirá el afecto. El inglés estaba tan interesado en resaltar la idea que el primer énfasis en el texto es suyo. Lewis ni siquiera afirma que el sentimiento fuera necesario al principio de la relación, sino que iba a surgir de la decisión y las acciones correctas. En uno de los ejemplos más famosos de literatura contemporánea, me es imposible no mencionar a Daenerys Targaryen, el personaje de la famosa y descarnada saga Game of Thrones. Daenerys, una delicada princesa, es forzada a un matrimonio por conveniencia con el salvaje Khal Drogo (Y antes de avanzar se me hace necesario afirmar que no puede haber matrimonio si no hay «mutuo consentimiento», como lo establece la definición conyugal dada anteriormente. ¡Es ese precisamente el eje! Debe haber una decisión de los dos lados. De modo que en principio el matrimonio de Daenerys y Khal Drogo no lo era). Sin embargo, la princesa lejos de resignarse al sino que le tocaba en suerte, decide aprender a ser la esposa que Drogo necesitaba. Cambia toda su mentalidad para adaptarse a la nueva situación Es allí, con la decisión de Daenerys, cuando puede decirse que el matrimonio comienza de verdad… … Quizás ha de ser esa la única perla de verdadera sabiduría en toda la saga.

Volviendo a la cita de Lewis, el inglés considera que poner la relación a depender del impulso emocional primario es un engaño diabólico, puesto que quien habla es el diablo mismo. ¡Es increíble el engaño satánico con respecto a las emociones y las relaciones, y el daño que ha hecho! Satanás reconoce una verdad obvia: la forma más eficiente de propagar el cristianismo es a través del matrimonio cristiano. Los hijos han de ser los discípulos de [las creencias de] los padres. Por lo tanto, una de las formas más efectivas de evitar la propagación del cristianismo no es solo destruir los matrimonios, sino evitar que los creyentes se casen. ¿Cómo hacerlo en la cultura de hoy? ¡Haciendo que la relación matrimonial dependa del sentimiento! En efecto, partiendo de lo ya citado, continua así el texto:

Se siguen dos ventajas. En primer lugar, podemos disuadir a los humanos que no tienen el don de continencia de buscar el matrimonio como solución, pues no consideran que estén «enamorados», y gracias a nosotros, la idea de casarse por otro motivo les parece baja y cínica. Sí, piensan así. Consideran que la intención de lealtad a la relación para ayuda mutua, para la preservación de la castidad y para la preservación de la vida, es algo más bajo que el torrente de emociones… En segundo lugar, los deseos sexuales de cualquier tipo se considerarán «amor» en tanto que con ellos se pretenda el matrimonio, y el «amor» servirá para excusar a un hombre de toda la culpa y protegerlo de todas las consecuencias de casarse con una mujer pagana, necia o de vida disoluta.

Es decir, un engaño con el que se garantizan el éxito de los falsos positivos (los que se casan mal creyendo que hacen bien) y los falsos negativos (los que no se casan creyendo que harían mal).

En conclusión, no podemos dejar a las emociones azarosas la virtud más noble que tenemos los seres humanos, que es la capacidad de amar, y la relación más importante en la sociedad, que es el matrimonio. No es el sentimiento romántico el determinante del origen y edificación del verdadero matrimonio cristiano. Es la decisión romántica. No es por tanto tampoco la anulación del romanticismo. Es que en aras de hacer el romanticismo perenne, ha de fundamentarse y edificarse sobre la roca estable de la decisión, no sobre la arena movediza de las emociones.

Sobre democracia, cristianismo y voto

Debido a que ya parece ser un hecho que los candidatos a la presidencia de Estados Unidos serán Donald Trump y Hillary Clinton, reencauché una entrada no tan vieja en la cual explicaba por qué el voto utilitarista es una muy mala idea desde la perspectiva ética, tomando el caso de las últimas elecciones presidenciales en Colombia en las cuales las únicas dos opciones disponibles eran pésimas. Esta entrada continúa la idea y defiende la idea del voto en blanco o el no voto en ciertos casos.

Hay una razón por la cual el voto no es obligatorio en la mayoría de países del mundo (excepto doce, Corea del Norte inclusive): la obligación política a la libertad política es una obvia contradicción. Más bien, como con todos los otros derechos, el voto ha de ejercerse responsablemente. Ello implica que cualquier decisión que se tome al respecto debe ponderarse cuidadosamente pues, paradójicamente, son los derechos los que necesitan responsabilidad en su ejercicio, no los deberes.

Supongamos que existe un país llamado Rusimania donde las únicas dos opciones de voto son Hitler y Stalin y ninguno de los dos oculta en época electoral sus intenciones de ser como fueron en la historia. Me parece que elegir a cualquiera de los dos porque el ciudadano tiene el supuesto deber social de hacerlo es validar sus ideas y sus actos. Entendiendo que en un caso como este la persona responsable no debería votar por ninguno, la pregunta interesante es ¿dónde pone cada quien el límite?

Ahora, si en las opciones de voto hubiese al menos un candidato que de verdad valiera la pena, sería totalmente irresponsable no votar dado que se esté en capacidad de hacerlo. Pero no fue tal el caso de las últimas elecciones en Colombia y no lo es en las actuales de Estados Unidos.

Creo que nuestra sociedad tiene idealizada la democracia como el sistema de gobierno óptimo de una sociedad. No obstante, como dijera Churchill, la democracia es solo «el peor sistema de gobierno que conocemos, con la excepción de todos los demás» (los matemáticos dirían que a lo sumo es un máximo local, no global).

Desde una cosmovisión cristiana, el problema de entender la democracia como «la versión laica del protestantismo», en las palabras del ex-presidente colombiano Alfonso López Michelsen (que no era protestante), es que genera en el ciudadano cristiano un sentido de obligación religiosa al voto que no debe existir, independientemente de los candidatos. Nuestra obligación inobjetable es orar por las autoridades y respetarlas, no votar por ellas. El Estado Jireh es el dios de quienes no tienen Dios, dada la obvia ausencia de una entidad superior. Pero los cristianos, aunque entendemos que Dios puede usar a los gobernantes, como en efecto ocurre, tenemos estándares más altos.

Para ver el voto como un deber del creyente, los candidatos también deben comportarse conforme a la ética cristiana. Roto ese eslabón, el ciudadano cristiano se libera de la obligación moral al voto. John Adams dijo lo siguiente durante la fundación de Estados Unidos: «Nuestra Constitución se hizo para un pueblo religioso y moral, pero es totalmente inadecuada para el gobierno de cualquier otro pueblo». La democracia posee la misma característica de la Constitución de Estados Unidos a la cual aludió Adams que, considero, es la principal razón por la cual poco funciona en Oriente Medio y tiende a funcionar mejor en países de tradición judeo-cristiana, principalmente protestantes: la democracia se hizo para un pueblo religioso y moral. Removidas tales características, la democracia pierde  fuerza y en muy poco se diferencia de cualquier otro sistema de gobierno.

La conciencia tranquila y el utilitarismo

En una de las columnas más absurdas que he visto en el último tiempo (no leía algo que me indignara tanta desde cuando José Obdulio defendía las barbaridades del gobierno de Uribe en los periódicos colombianos), Ricardo Silva Romero dice literalmente lo siguiente sobre la segunda vuelta electoral entre Óscar Iván Zuluaga —el candidato de Uribe— y Juan Manuel Santos: «Yo no voto en blanco porque me temo que mi conciencia tranquila no le sirve de nada a la realidad».

Aunque Silva Romero pretende una  apología —¡Malísima! ¡Pésima!— de su voto por Santos en la segunda vuelta, mi intención con esta entrada no es decirle a nadie por quién votar. No me interesa esa discusión (Sin embargo, antes de continuar y para evitar malentendidos, declaro que voy a votar en blanco. Yo no estoy dispuesto a empeñar mi conciencia por un voto y cualquiera de los dos candidatos me produce insatisfacción profunda). Me interesa la evaluación de la frase ya citada de Silva Romero y analizar algunos de los problemas que tiene.

Cuando Silva Romero dice que no vota en blanco porque su conciencia tranquila no le sirve a la realidad, está asumiendo una postura que en el estudio de la moral se conoce como utilitarismo, en la cual lo correcto equivale a lo que es útil, lo que funciona, lo que sirve; y por ende lo incorrecto termina equivaliendo a lo que es inútil, lo que no funciona, lo que no sirve. Tal perspectiva es peligrosísima y dudo que el mismo Silva Romero quiera vivir a la altura del razonamiento que plantea, pues la utilidad —o inutilidad— de las cosas, situaciones o personas, depende del cristal con el que se mire y por tanto es un criterio completamente subjetivo (lo que yo considero útil puede no serlo para usted e incluso puede serle perjudicial), luego relativo.

Por ejemplo, en una flagrante contradicción, critica Silva Romero en esta misma columna a Uribe por poner «en duda las elecciones cuando le conviene»; es decir, cuando a Uribe le es útil. Su acusación es verdadera, pero cabe preguntarse: ¿con qué autoridad moral y lógica, las dos, crítica el columnista al expresidente cuando el primero está defendiendo precisamente esa posición de lo que no le sirve a su realidad? La verdad es que cuando Silva Romero decidió que lo correcto era lo que servía (y lo incorrecto,  lo que no servía, como el voto en blanco, según él) terminó validando completamente a Uribe, al uribismo y a su candidato. ¿No podrían argumentar precisamente bajo el mismo razonamiento quienes respalden el uribismo que votan por Zuluaga porque al país le sirve más terminar los diálogos de La Habana y seguir la guerra hasta debilitar más a las Farc o derrotarlas militarmente? Sí. De hecho, es exactamente eso lo que argumentan. Y Silva Romero, aunque pretende atacar al uribismo, lo termina validando con su concepción utilitarista de la moral.

Cuando Silva Romero alude a su conciencia tranquila, a lo que parece referirse es que cree que hay ciertos principios morales objetivos cuyo cumplimiento satisfaría la tranquilidad de su conciencia (en otro caso, ¿de qué lo intranquilizaría esta?). Por lo tanto, cuando dice que su conciencia tranquila no sirve de nada a la realidad y por ello la va a contradecir, lo que está diciendo es que no va a cumplir aquellos principios morales a los que su conciencia lo impulsa. Para utilizar los términos del derecho penal, no está actuando con culpa sino con dolo: sabe explícitamente que algo está mal pero lo hace. San Pablo decía que lo que no proviene de fe es pecado; es decir, si alguien actúa en contra de lo que cree, se equivoca. Bajo este mismo principio respondió Martín Lutero en la Dieta de Worms cuando la iglesia católica le pidió retractarse de la posición que había asumido:

A menos que me ilustren y convenzan con evidencia de las Sagradas Escrituras o con diferentes sustentos o razonamientos abiertos y claros —y mi conciencia es cautiva de la Palabra de Dios—, ni puedo retractarme ni lo voy a hacer, porque no es sabio ni seguro actuar en contra de la conciencia. Esa es mi posición. No puedo hacer algo diferente. ¡Que Dios me ayude! Amén (citado en James M. Kittleson, Luther the Reformer [Minneapolis: Augsburg, 1986], p. 61. Traducción mía).

Duélale a quien le duela, San Pablo y Lutero tenían razón. Procurar lo útil yendo en contra de la conciencia es necio e inseguro. De lo contrario, en el contexto que ocupa al columnista, tendríamos que terminar validando que alguien fuerce a otro a votar en contra de su conciencia porque el candidato está convencido de que lo que le conviene a él y a la sociedad es ganar; tendríamos que terminar validando que un contratista soborne a un funcionario para quedarse con un contrato jugoso; que las grandes compañías compren congresistas para aprobar leyes que los favorezcan; peor aún, tendríamos que terminar aceptando la existencia de grupos paramilitares porque esa es una forma útil de defenderse de la guerrilla… pero un momento, ah, es que eso es Colombia, la Colombia que tiene tan indignado a Silva Romero.

Desde una perspectiva darwinista, tendríamos que validar abusos sexuales a mujeres porque lo que realmente conviene a la especie es la procreación y entre más embarazadas haya mejor; tendríamos que validar el adulterio por la misma razón (Peter Singer, catedrático de bioética de Princeton, justificó el famoso episodio entre Clinton y Lewinsky diciendo que él era de los más aptos y el darwinismo lo compelía a propagar sus genes por doquier, que el adulterio es puro determinismo genético y selección natural). El agnóstico David Berlinski dice en su libro The devil’s delusion que aunque muchos se proclamen adalides del relativismo moral (y el utilitarismo es relativista), ni siquiera sus mayores defensores están preparados para vivir en un mundo así (p. 41). En fin, los extremos a los que podría llegarse bajo el punto de negar la conciencia por ir tras lo útil son, como dije al principio peligrosísimos. A gran escala, el utilitarismo justificó las prácticas del nazismo alemán y, paradójicamente, de su ideológicamente opuesto comunismo soviético. Así de contradictorio es.

Alguien podría decir que los ejemplos son exagerados, que es solo un voto. Pero si es solo un voto, por un lado, ¿por qué empeñar la conciencia por tan poco?, por otro lado, ¿qué va a decirles Silva Romero a todos los que individualmente venden su voto?, y en ese caso ¿a los que compran el voto? Dice Silva Romero que él prefiere «vigilar a un politiquero a ser vigilado por un predicador», ¿qué pretende decir después cuando el que sea presidente entre los dos candidatos, no importa cuál, haga algo que sea completamente utilitarista y contrario a la conciencia? «Iba contra de la conciencia pero hice lo que me parecía que servía» dirá quien sea presidente. Y Silva Romero tendrá que comer callado. Toda la indignidad moral que quiere plasmar en su columna hay que leerla a lo sumo, como dijo él mismo, «con humor». Su perspectiva utilitarista hace insustancial cualquier crítica que haga a las cosas que lo indignan. ¡He ahí la gran contradicción de la mentalidad liberal!

Ese utilitarismo, que trasciende en mucho unas elecciones, es lo que nos tiene tan emproblemados como sociedad. Terminó validando, vea usted, la mentalidad del todo vale. Y no. En una democracia toda la gracia del voto es ejercerlo a conciencia. En el voto y en cualquier otro asunto en el que se invoque la conciencia, San Pablo y Lutero tenían razón.