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Yo sé que mi Redentor vive

Yo sé que mi Redentor vive,
y al fin se levantará sobre el polvo;
y después de desecha esta mi piel,
en mi carne he de ver a Dios;
al cual veré por mí mismo,
y mis ojos lo verán, y no otro,
aunque mi corazón desfallece dentro de mí.
Job 19:25-27

Pocos textos bíblicos me arroban el alma con tanta fuerza como esta declaración del patriarca uzita Job. Aunque los eruditos datan el libro de Job del siglo 6 a.C., al parecer la historia como tal se remonta a una tradición oral al menos tan antigua como el mismo Moisés; cosa que la situaría como una de las más antiguas historias bíblicas, si no la más antigua. Job está tan bien escrito, es tan virtuoso su verso, que el gran poeta británico Alfred Lord Tennyson lo llamó «el más grande poema de los tiempos antiguos y modernos».

Y este preludio le da fuerza a dos cosas que quiero decir. Primero, el mensaje de Job es universal. ¿Por qué? Porque Job era de la lejana y extraña tierra de Uz y al parecer la historia es anterior a la formación del pueblo de Israel. Por lo tanto, su mensaje trasciende el judaísmo; la antigüedad y lejanía geográfica conllevan el contexto de sabiduría ancestral que apela más allá de un grupo nacional o cultural particular. Es decir, la metanarrativa de Job sitúa la historia en un contexto que abarca a toda la humanidad.

Segundo, hay un clamor existencial profundo en las palabras de Job. La estructura poética, sobre todo esta tan bien lograda, trasmite un mensaje para el que la sola literalidad es inadecuada. Cierto, necesitamos como Job un Redentor que muera y resucite por nosotros, eso es claro de la literalidad. Pero el poema marca con increíble fuerza que, además de necesitarlo en medio de nuestros sufrimientos, lo anhelamos; y si ese anhelo no se hace realidad, la vida termina truncada, incompleta y sin sentido, como en un escrito de Jean Paul Sartre.

Por eso decía C. S. Lewis que si tenemos deseos y nada en este mundo puede satisfacerlos, es porque fuimos hechos para otro mundo. Y por eso Lewis y Tolkien concluyeron que el cristianismo es «el mito que se hizo realidad». Cristo resucitó, no le quepa la menor duda (para una introducción histórica a los argumentos vea aquí y aquí). Y al resucitar hizo la creencia de Job y de todos los cristianos no solo una historia que necesitábamos y anhelábamos cierta, sino una que es cierta.

La historia de Job, hace al menos 4500 años, tiene todo el mensaje del evangelio: necesitábamos un Redentor como nosotros —luego humano— para que muriera en lugar de nosotros, pero perfecto —luego divino— para que expiara nuestros pecados y Dios lo resucitara («Yo sé que mi Redentor vive // y al fin se levantará sobre el polvo»); y así después resucitarnos a nosotros en el cuerpo («en mi carne he de ver a Dios», «mis ojos lo verán, y no otro»).

La resurrección es completamente relevante para la historia de la humanidad. Como dijera el historiador Jaroslav Pelikan: «Si Cristo resucitó, nada más importa; y si Cristo no resucitó, nada más importa». Sobre lo segundo, en ausencia de la resurrección, la necesidad y el anhelo de Job —y de todos nosotros— quedarían insatisfechos. Y esto no solo en cuanto a lo individual, sino a lo social. De hecho, John Gray y Tom Holland, reconocidos intelectuales ateos británicos, han defendido que sin el legado del cristianismo nuestra sociedad perdería el sentido y el norte (aquí y aquí). Al fin y al cabo, ¿sobre qué principios edificaríamos una nueva sociedad poscristiana? Y en caso de encontrarlos, ¿en qué los sustentaríamos? Si no existe un Dios más allá de este mundo natural, la idea de bondad se vuelve subjetiva, maleable a nuestro antojo (fueron ateos, como el mismo Nietzsche, como el mismo Huxley, quienes plantearon que si Dios no existía, la moral objetiva tampoco existía). Pero si ese Dios que existe más allá no entra en contacto con nosotros acá, así exista no nos sirve de nada. Por lo tanto Cristo.

La Trinidad en el cristianismo hace posibles las dos cosas, cerrando el círculo de manera perfecta. La trascendencia (necesaria para que Dios sea Dios y nuestros principios morales sean objetivos, entre otras cosas), y la inmanencia (necesaria, entre otras cosas, para nosotros, para que nuestra vida tenga sentido y podamos tocar lo divino) están patentes en ella. El cristianismo genera un marco conceptual tan increíblemente consistente que los demás sistemas palidecen en congruencia y sustento. Por eso también dijera Lewis en la que es quizás su frase más célebre:

Creo en el cristianismo como creo que el sol se ha levantado: no solo porque lo veo, sino porque por él veo todo lo demás.

Gray y Holland consideran al cristianismo un mito necesario, pero uno que no se ha hecho realidad. Entienden su importancia histórica y social y, como Nietzche, no ven con qué más se pueda remplazar. Igualmente Richard Rorty, famoso filósofo ateo del siglo pasado, aunque mucho defendió la democracia, reconoció que no había nada sobre lo cual sustentarla; porque, como reconociera en otro lado, solo la creencia en un Dios trascendente produce verdades objetivas. Pero los Grays, Hollands, Rortys y Nietzches de este mundo fallan en llevar sus ideas hasta sus últimas consecuencias. Se tienen que engañar para seguir viviendo. Son más coherentes los Robin Williams, los Anthony Bourdains y los Aviciis. Pues de nuevo, si Cristo no resucitó, nada importa. Nuestra sociedad occidental se derrumba como un castillo de naipes y nuestra existencia queda sumida en la crisis existencialista que produce náuseas y un constante y válido cuestionamiento de por qué no el suicidio. ¡Cuánto desasosiego en mantener una mentira útil! Si Cristo no resucitó, nada más importa. Pablo lo reconoció también así desde el principio cuando dijo que si Cristo no había resucitado, lo que creíamos los cristianos no nos serviría de nada y solo seríamos dignos de conmiseración. Si Cristo no resucitó, la angustia del corazón de Job no halla reposo y no tiene justificación. Si Cristo no resucitó, su deseo de redención y trascendencia queda eternamente insatisfecho.

Pero si Cristo resucitó, nada más importa. En particular, los sufrimientos de este mundo se vuelven tan solo pasajeros en comparación con la gloriosa eternidad que viene más adelante. Porque «mi corazón [que] desfallece dentro de mí» sabe que hay algo más allá de la muerte física, que la realidad no termina en este sufrimiento terrenal. El amor queda sellado para siempre por un Dios que lo dio todo, hasta su vida, sin importarle que por ello lo despreciaran, para acercarme a Él. La justicia se mantiene viva, porque Él es nuestra justicia ante Dios. Y la poética esperanza de verlo a Él, de entrar en contacto con lo divino, de por fin satisfacer ante una eternidad de plenitud de gozo y delicias junto a Él aquellos anhelos que nada en este mundo podía satisfacer, hace que todo, hasta el peor sufrimiento terrenal, tenga sentido. Entonces puedo amar (es decir, hacer el bien) abnegadamente y lleno de auténtica felicidad, ¡aunque duela!, porque la recompensa que por Cristo viviré allá hace este sufrimiento de acá infinitesimalmente irrelevante.

La resurrección de Cristo, vemos en Job, responde a un anhelo tan antiguo como el hombre mismo. Cristo muerto y resucitado es la respuesta para toda la humanidad. La resurrección de Cristo es la prueba de que este sí fue el mito que se hizo realidad.

Particularismo cristiano

El cristianismo es bien diferente a todas las demás religiones. Esa es quizás la mayor motivación detrás del comentario usual según el cual «el cristianismo no es una religión, sino un estilo de vida». La explicación con que suele continuar la anterior afirmación es que en la religión el hombre busca acercarse a Dios, pero en el cristianismo es Dios mismo quien se acerca al hombre. Y es cierto, así es.

El cristianismo es la religión más patas arriba que existe porque me dice que no tengo que hacer nada, excepto creerle que ya todo lo hizo Él por mí. Todo. Lo único que yo tengo que hacer es creerle y entonces disfrutar lo que Él ya me regaló.

Es mi opinión que, en cuanto a planteamiento, el cristianismo es el único sistema coherente en el mercado de las ideas: si el Sumo Bien existe, ningún ser humano va a ser capaz de alcanzarlo por sí mismo. A pesar de que muchos se engañen, la verdad es que el Sumo Bien está fuera de nuestro alcance humano porque no somos tan buenos; mejor dicho, sin tanno somos buenos.

La gente suele decir que es buena porque no le hace mal a nadie. Aparte de que me resulta muy difícil tragarme ese sapo (no creo que exista alguien que no le haya hecho mal a nadie), la verdad es que, en estricta rigurosidad, la proposición «no le hago mal a nadie, luego soy bueno» no se sigue. De no hacer el mal lo único que podría deducirse —¡y eso asumiendo cierto pragmatismo moral!— es que uno no es malo; no que es bueno. Así que no solo es una afirmación de dudosa rigurosidad conceptual, sino imposible de creer en la práctica.

La realidad es que no somos buenos y, como no lo somos, pues no podemos alcanzar el Sumo Bien por nuestra propia cuenta. ¡Estamos tan separados del Sumo Bien como cualquier número lo está del infinito! (El infinito, por cierto, no es un número). Esto nos deja en un dilema terrible, porque si el sumo bien existe, por supuesto que querríamos y deberíamos estar allí, pero no tenemos cómo alcanzarlo. C. S. Lewis lo pone en estos términos en Mero cristianismo:

Este es el terrible dilema en el que nos hallamos. Si el universo no está gobernado por una bondad absoluta todos nuestros esfuerzos, a la larga, son inútiles. Pero si lo está, entonces nos estamos enemistando todos los días con esa bondad, y no es nada probable que mañana lo hagamos mejor, de modo que, nuevamente, nuestro caso es desesperado. No podemos estar sin ella ni podemos estar con ella.

He ahí la falla de todas las religiones: no se trata de hacer y hacer cosas para ver si al final en promedio soy mejor que peor, porque el promedio es por definición mediocre. Y mediocre en términos de moral es realmente malo (piense qué pasaría si en su próxima entrevista de trabajo usted tuviera la franqueza de decir: «Me considero moralmente mediocre»). En términos de moral, todo lo que caiga por debajo del perfecto estándar de bondad, por definición, no es bueno. La calificación definitiva en moral viene dada en dos posibilidades: o todo lo hago perfecto y mi calificación definitiva es 100, u obtengo un redondo y regordete 0 si en alguna cosa, por pequeña que fuera, me equivoqué. Porque si falto a un punto de la ley moral, ya falté a toda la ley. Seamos honestos, nuestra conciencia lo sabe, nuestra almohada y nuestro pasado atestiguan contra nosotros. Así las cosas, no importa qué hagamos, nunca vamos a dar la talla. Infinito menos cualquier número es infinito. La religión es un fracaso desde su concepción.

Sobre la particularidad del cristianismo

Cristo, por el contrario, plantea que solo por medio de Él es posible alcanzar el cielo, que Él es la verdad y la fuente de vida. Por eso nos tachan a los cristianos de discriminadores. ¡Cómo así que solo hay un camino! ¡Cómo así que solo hay una verdad! ¡Cómo así que solo Él es vida! ¡Es el colmo!

Pero esta objeción es problemática al menos en un par niveles: Primero, toda afirmación de verdad es, por definición excluyente:  2 + 2 = 4 excluye todas las demás posibilidades, que son infinitas no contables; ese solo hecho produce que todo el que diga cualquier otra cosa diferente a 2 + 2 = 4 está equivocado. Yo no discrimino; más bien, el error excluye de la verdad. Segundo, bajo el mismo criterio, quien afirme que todas las opciones son verdaderas, termina discriminando a quien piense que no todas lo son, con lo cual la crítica se cae por reducción al absurdo.

Las religiones, los sistemas filosóficos y las cosmovisiones suelen afirmar proposiciones enfrentadas, de manera que terminan excluyendo casi todas las demás posibilidades. Por ejemplo, el budismo surge en completa oposición al hinduísmo, luego las dos se contradicen (motivo de cruentas guerras por muchos siglos); el judaísmo dice que solo la práctica de sus incumplibles e insufribles leyes da vida (Lv. 18:5; como también lo reconoce Pablo en Ro. 10:4-5 y Gá. 3:12, y el mismísimo profeta Ezequiel en el Antiguo Testamento: Ez. 20:25) y basa su justicia en la herencia de sangre, con lo cual excluye a todo el que no es judío; el islamismo llama a la muerte de todos los infieles que no practiquen el islam; el politeísmo excluye al monoteísmo y viceversa; el neoateísmo es soberbio, grotesco y discrimina a todo el que sea teísta, en particular al cristianismo, al cual ataca con saña; las religiones politeístas, con sus dioses inmanentes, excluyen las monoteístas, cuyas divinidades son trascendentes; el hedonismo y el estoicismo se oponen entre sí. Y para terminar, la posición que afirma que todas las opciones existentes están erradas es en sí misma una cosmovisión que se presenta en franca contención con… todas las demás opciones existentes.   

Está en la naturaleza de toda afirmación —religiosa o no— excluir cosas, si es que con ella realmente se está informando algo. De hecho, en la construcción matemática de la teoría de información un evento informa más que otro en tanto excluya más posibilidades (entre más improbable un evento, mucho más informa, y viceversa). De otra parte, la palabra intelecto proviene de las dos raíces latinas inter y legos; es decir, escoger entre [opciones]. Es apenas natural que uno espere que una persona inteligente informe, que cuando diga algo deseche opciones. Más aún, aquella raíz latina legos proviene a su vez de una raíz indoeuropea de la cual también se deriva la palabra griega logos, que significa conocimiento o saber. Al final de cuentas, es imposible construir conocimiento, saber e instruir, sin excluir opciones.

Resulta entonces insostenible que una proposición cualquiera sea falsa solo porque excluya otras proposiciones. Las ideas se sostienen o se caen por el peso de sus ideas; por lo que excluyan, no porque excluyan. En particular, es insostenible que el cristianismo sea falso porque afirme que solo hay un camino al Sumo Bien: que Dios se acerque a nosotros, porque nosotros no podemos acercarnos a Él. Más bien, parece bastante obvia la carencia de las demás religiones cuando afirman que estamos en capacidad de alcanzar la excelencia moral por nuestra propia cuenta, porque un análisis de muy pocos segundos de nuestro pasado nos revelará a cada uno que hace tiempos nos quedamos cortos de ese estándar.

La verdad del cristianismo

Ahora, la falsedad de las otras religiones no hace verdadero al cristianismo porque se oponga a ellas, pero sí hace su mensaje internamente consistente. Necesitamos la ayuda de Dios para alcanzar a Dios. Necesitamos que quien satisfaga el estándar sirva de puente entre la tierra y el cielo, entre los humanos y Dios. Pero por definición quien satisfaga el estándar de perfección moral, quien alcance el Sumo Bien, tiene que ser Dios mismo. ¡Esa exactamente era la afirmación de Cristo sobre sí mismo!

La realidad es que el único castigo justo por mi incompetencia moral (es decir, mi pecado) es la muerte: si Dios es por definición Vida y Sumo Bien, pues no alcanzar el Sumo Bien significa no alcanzar la Vida. O sea, mi incompetencia moral significa la muerte; la paga del pecado es muerte. Sin muerte, no se sirve la justicia. Si no se sirve la justicia, Dios sería injusto, luego no sería Dios. Por eso no se equivocaban las religiones antiguas al ofrecer sacrificios (o algo o alguien pagaba por ellos o pagaban ellos). Se equivocaban en lo que sacrificaban —por naturaleza imperfecto—, mas no en sacrificar. Sin derramamiento de sangre no hay remisión de pecados. Si no he de pagar yo, alguien como yo pero sin mis errores tiene que pagar. Por lo tanto, el único sacrificio válido por mi pecado debe ser humano como yo, pero perfecto y por ende también divino.

Ese es Cristo. ¿Cómo lo probó? Con su resurrección. Su resurrección no es solo un milagro físico con amplia documentación histórica (tema sobre el cual se puede decir mucho, pero no es el objeto de este escrito), sino la demostración de que Dios Padre aceptó el sacrificio: fue perfecto y por lo tanto, en cuanto humano, no merecía quedarse muerto; y en cuanto divino, no podía quedarse muerto. por lo cual el Espíritu Santo lo resucitó. La Trinidad completa obra en toda su capacidad en el momento cumbre de la historia: la Segunda Persona encarnada se ofreció en sacrificio por los pecados de los humanos y la Primera Persona aceptó el sacrificio, por lo cual la Tercera Persona la resucitó.  

El cristianismo parece entonces una locura, debemos conceder eso. Pero que parezca locura no lo hace falso y menos inconsistente. La verdad es que la única opción de subir al cielo es es que el cielo baje primero a la tierra y nos suba con él. Por lo tanto, si el cristianismo no es cierto, solo queda desesperanza. Al fin y al cabo, ya sabemos que las otras religiones son falsas. De modo que si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe.

Pero si Cristo resucitó, significa que Él es quien dijo ser y que sus palabras son verdaderas. La esperanza de la humanidad pende de una cruz y una tumba vacía (una introducción a la evidencia histórica de la resurrección de Cristo puede encontrarse acá). Él pagó por mis pecados para que yo tenga acceso al Sumo Bien, a la Vida, a la presencia de Dios. Lo único que tengo que hacer para estar en comunión con Él es aceptar el regalo que me hizo. Mi parte es pasiva: aceptar su regalo. Tengo comunión con Dios por lo que Cristo hizo por mí, no por nada que yo haya hecho o llegue a hacer. 

 

 

Sensatez y sentimientos

Los discursos en contravía del hombre moderno no dejan de llamar la atención. Por un lado, de la revolución copernicana termina extrapolándose el llamado Principio de mediocridad, según el cual no somos importantes pues habitamos un planeta promedio de una estrella promedio en una galaxia promedio de la que ni siquiera conocemos con exactitud su ubicación. Tal es el discurso de Carl Sagan en su libro Un punto azul pálido. Y tal es el discurso de Richard Dawkins cuando afirma que «el universo que observamos tiene exactamente las características que esperaríamos si no hay de base diseño, propósito, bien o mal, sino indiferencia despiadada y ciega».

Dicha perspectiva de la realidad no puede ser definitiva pues en tal caso tendríamos que callar ante los horrores del Holocausto nazi o la Gulag soviética. El principio de mediocridad lleva a una perspectiva falsa del hombre, produciendo un vacío que explica bien el surgimiento de pensadores como Sartre y Camus. El existencialismo ateo no es más que una búsqueda desesperanzada en medio de la pérdida total de significado. Al perseguir la ciencia por la ciencia y la razón por la razón, el hombre moderno terminó perdiendo todo su valor por culpa del mismo conocimiento que había prometido emanciparlo, liberarlo de todas sus cadenas, convirtiéndolo en su esclavo. La contradicción del existencialista ateo es que se anhela trascendente pero no sabe cómo liberarse del peso de sus (malas) conclusiones racionales que lo minimizan a materia y nada más. Si partimos de que la Revolución francesa ejemplifica como pocas cosas los valores de razón, libertad e igualdad del hombre moderno (pobremente, dada la despiadada carnicería que en realidad fue), no deja de ser una paradoja reveladora que fueran dos franceses los que hablaran de cuán atados al sinsentido terminaron por la razón.

Por otro lado, uno de los peores defectos que nos dejó la Modernidad fue hacer creer al hombre que era el centro de la existencia. El hombre no puede ser la medida de todas las cosas porque las medidas han de ser objetivas, y el hombre, sujeto por definición, no puede serlo. Incluso nuestras pretendidas versiones idealizadas de nosotros mismos nos desdibujan; el súper hombre es en realidad una alienación del hombre porque nos plantea convertirnos en algo que no somos. El hombre, a despecho de Nietzsche y gusto de Perogrullo, es hombre, no súper hombre. En el intento de emancipar al ser humano de todos sus yugos, el hombre termina volviéndose esclavo de sí mismo. El ser humano fue creado para servir, no para señorear, de manera que aun cuando busque liberarse de cuanto yugo tenga impuesto, su propia naturaleza lo impulsa a servir y, habiéndose liberado de todo lo demás, termina siendo esclavo de sí mismo; un platonismo aterrador.

No es de extrañar que tanto ideal de emancipación haya tenido su sima en Hume, quien dijera en su Tratado sobre la naturaleza humana que «la razón es, y solamente debe ser, esclava de las pasiones, y nunca puede pretender bajo ninguna circunstancia otra cosa que servirles y obedecerles». De manera semejante, Hobbes afirmó en su Leviatán que «los pensamientos son a los deseos lo que los exploradores y espías a las tierras ignotas, que van de un lado a otro hasta encontrar el camino hacia las cosas deseadas».

Tampoco extraña entonces que nos hayamos vuelto un mundo en el que la sensualidad impera. «Ver para creer», el supuesto fundamento sobre el cual se edifica el positivismo científico, del cual, bajo el mismo argumento anterior, Hume es también predecesor, es una afirmación en la que los sentidos (la visión, ver) determinan lo que va a considerarse realidad. Es innegable que ante una epistemología tan pobre, tan escasa, nuestra propia concepción de la realidad metafísica termina distorsionada y el hombre pasa entonces a considerarse a sí mismo y a los demás tan solo como aglutinaciones de materia en un lugar perdido del universo sujeto a lo que sus genes, pequeñas entidades de la química orgánica, determinen para él. Por supuesto, un análisis cercano de la ciencia mostrará que tal aproximación es completamente mentirosa: los paradigmas, que son la esencia misma de la ciencia, como bien lo explicara Thomas Kuhn en su Estructura de las revoluciones científicas, son indemostrables y son lo que realmente importa; lo que sigue es mera «ciencia normal» que se edifica bajo el fundamento incuestionable e indemostrable del paradigma.

Las matemáticas sobre las cuales ha de basarse toda ciencia que se precie de serlo tratan de abstracciones que no podemos observar, tocar, palpar, oír o saborear. Lo abstracto por definición no tiene efectos causales en la realidad física. La mecánica de Newton se fundamenta al menos en dos principios indemostrables: (1) que existe una ley de la gravedad que determina la forma en que interactúa la materia, superior por ende a la naturaleza misma, cuya única pista de existencia viene dada por la ecuación matemática que la representa y que asumimos cierta porque sus efectos son los descritos; y (2) la ley de la inercia: que los cuerpos en reposo permanecen en reposo y los cuerpos en movimiento permanecen en movimiento sin desacelerar… contra toda intuición termodinámica.

Lo que es realmente curioso, por decir lo menos, es que el mismo principio que predomina en la ciencia predomina también en nuestras relaciones con los demás. En un grotesco efecto dominó, lo sensorial, lo sensual, terminó modificando la definición del amor verdadero y llevándola de regreso a la concepción pagana grecorromana en la que el amor está determinado por los sentidos. A despecho de los romanticones, terminaron siendo lo que el friísimo Hume hizo de ellos.

La reducción a lo sensorial terminó entonces haciendo la ciencia de hoy inservible y las relaciones de hoy superfluas. Para ponerlo en términos de Julio Cortázar, famas y cronopios, seres científicos y seres emocionales respectivamente, tan diferentes en apariencia, son en el fondo la misma cosa: seres incompletos determinados por lo sensual. A cuál de los dos ofenderá más la similitud con el otro es difícil de determinar.

DEL ARTE, LA CIENCIA Y EL COMPROMISO CON LA EXCELENCIA

Es la superficial cultura pop (que tiene de arte lo mismo que la biología de ciencia) la que enseña «escucha a tu corazón» y «hagamos lo que diga el corazón». Si el verdadero arte se originara en el sentimiento, los sentidos, lo sensual, entonces la Novena Sinfonía de Beethoven, que se volvió sordo mucho antes de componerla, no habría podido estar nunca entre las grandes de la historia.

El pastor Darío Silva-Silva suele repetir la frase «Es un pensar que es un sentir que es un decir que es un hacer» para ilustrar cómo han de tomarse las decisiones sabias. Silva-Silva parece estar parafraseando a Octavio Paz en su poema Decir, hacer:

Oír

los pensamientos,

ver

lo que decimos

tocar

el cuerpo

de la idea.

Lo que se oye [sentir] es lo que antes se piensa; y luego se ve [sentir] lo que se dice tocar el cuerpo de la idea [hacer lo que se pensó]. El poeta reconoce aquí que la correcta expresión de su arte necesita pasar primero por el tamiz de su pensamiento. Por eso García Márquez, el segundo escritor más importante de la lengua española, después del inalcanzable Cervantes, dijo lo siguiente:

En mi caso el ser escritor es un mérito descomunal porque soy muy bruto para escribir. He tenido que someterme a una disciplina atroz para terminar media página en ocho horas de trabajo. Peleo a trompadas con cada palabra, y casi siempre es ella la que sale ganando.

Nadie hubiera leído a ‘Gabo’ sin que él se hubiera sentado horas a pelearse con las palabras para llenar su texto de belleza. En sus escritos se nota el esmero consciente de ubicar siempre la palabra correcta en la posición correcta.

Cuatro años y medio pasó Miguel Ángel pintando la bóveda de la Capilla Sixtina, una de las expresiones artísticas más impresionantes del Mundo Occidental y de toda la historia de la humanidad. De esos 4.5 años, casi uno dedicó el artista a la preparación de los bocetos de lo que terminaría plasmando en el techo de la iglesia.

La Pasión según San Mateo de Juan Sebastián Bach, que dura 3 horas (compárese con los tres o cuatro minutos en promedio que dura la típica canción pop), se estrenó en 1727 pero Bach pasó haciéndole revisiones, mejorándola, hasta 1736. Es decir, tardó casi 10 años en completarla. La extrema dedicación consciente de Bach a su trabajo, entendiendo que ofrecía a Dios lo mejor que tenía, motivo por el cual cerraba cada obra religiosa completada con las iniciales S.D.G. (Soli Deo Gloria), no le iban a permitir la chabacana posibilidad de ofrecer lo que no le hubiera exigido dejar todo de sí en cada composición, lo cual lo convirtió en el más grande compositor de la historia.

La burda confusión entre la fascinante dedicación del artista con el caudal de sensaciones que dicha excelencia puede producir en los espectadores demerita al artista y lo despoja de su genialidad. Es la decisión consciente del artista de dedicarse por completo a su obra lo que lo hace grande.

No es esto diferente a lo que requiere también la ciencia, es decir, la verdadera, no el malogrado espectáculo de mediocridad que hoy impera en las universidades del Primer Mundo: Thomas Alba Edison solía decir que la genialidad consiste en 90 por ciento transpiración y 10 por ciento inspiración. Por ello nuestros mejores resultados en las ciencias, o nuestros más sofisticados teoremas y más elegantes demostraciones en la matemática, pueden erizar la piel y llenar los ojos de lágrimas al conocedor ante la grandeza del descubrimiento. Es esta la razón por la cual nos sentimos plenos, brillantes, cuando logramos entender, así sea en parte, las teorías que desarrollaron los grandes genios, porque sentimos que compartimos su grandeza y proyectamos como una luna parte de su luz.

En el fondo no hay tanta diferencia entre la obra de un Bach, un Miguel Ángel y un Leibniz. Las tres son capaces de abrumar el pensamiento y arrollar las emociones. Todas están cargadas de sublimidad. Pero no es algo que ni el uno ni el otro hayan logrado sin la dedicación consciente de entregarse a sus proyectos. Las emociones son para quienes se sientan a entender y degustar sus creaciones. Lo demás son bagatelas: llamar arte al reguetón y científico a Richard Dawkins.

LA REDEFINICIÓN DEL MATRIMONIO

Tal reducción a lo sensual no ha pasado sin menoscabo de la definición misma del matrimonio. Hoy las relaciones comienzan y se acaban determinadas por un cosquilleo en la barriga que bien pudieran quitarse de encima con un simple Omeprazol. Ante tamaño desvío, no es ninguna sorpresa que el matrimonio termine siendo lo que el amor romántico determine, aun si el impulso romántico es homosexual o incluye más de dos personas. Porque sin ningún asomo de duda, la redefinición del matrimonio está dada por el sentir romántico de la pareja: si se siente rico, se pueden casar. Como los sentimientos fluctúan, vienen y van, se prenden y se apagan, con la misma consistencia con que las partículas cuánticas deciden si atraviesan la lámina o se estrellan contra ella; o con la misma consistencia del sentimiento de enamoramiento de Amnón, el hijo del rey David, hacia Tamar, su media hermana, que cambió después del orgasmo; las relaciones, sobre todo las que más importan, terminan fundamentadas en la inestable arena de las emociones.  No es de extrañar entonces que, excepto los filósofos posmodernos, educados a los pies de Walt Disney y Hugh Hefner, nadie sensato haya fundamentado nunca en el pasado la relación matrimonial en las emociones.

Robert P. George, filósofo del derecho de Oxford y profesor de Princeton, junto con sus estudiantes, presenta de esta manera la definición clásica de matrimonio (en artículo aquí y en libro aquí), que llama conyugal o comprehensiva, y que «por mucho tiempo ha informado al derecho, así como la literatura, el arte, la filosofía, la religión y la práctica social, de nuestra civilización». Llama la atención que la definición conyugal del matrimonio esté fundamentada en una concepción cognitivista del derecho natural según la cual, contra Hume, las normas morales y otros principios prácticos básicos son principios racionales cuyos caracteres directivo y prescriptivo son independientes de los deseos o sentimientos de las personas. No así la definición revisionista, basada completamente en una perspectiva positivista del derecho, en Hume, en las emociones:

Definición conyugal del matrimonio: La unión de hombre y mujer en cuerpo y mente, que comienza con el mutuo consentimiento y se sella por el coito. Al completarse por los actos de unión corporal por medio de los cuales se crea nueva vida, esta unión es especialmente apta para la reproducción e intensificada por ella, y requiere compartir en sentido amplio la vida doméstica apropiada de manera única para la vida en familia. La unión de los esposos en todos estos sentidos también requiere objetivamente un compromiso total que es permanente y exclusivo.

Definición revisionista del matrimonio: La unión de dos personas que se comprometen a la unión romántica y la vida doméstica: una unión esencialmente emocional, promovida únicamente por la actividad sexual de cualquier tipo en que estén de acuerdo quienes la conforman. Tal compromiso de unión romántica se considera valioso en tanto dure la emoción.

Kant criticó duramente en sus Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime la idea de sustentar el matrimonio en las emociones, en lugar de los principios:

El alegre y afectuoso Alcestes dice: «Amo y estimo a mi mujer porque es bella, cariñosa y discreta». ¡Cómo! ¿Y si, desfigurada por la enfermedad, agriada por la vejez y pasado el encanto, dejase de parecerte más discreta que cualquier otra? Cuando el fundamento ha desaparecido, ¿qué puede resultar de la inclinación? Tomad, en cambio, el benévolo y sesudo Adrasto, que pensaba para sí: «Tengo que tratar a esta persona con respeto porque es mi mujer». Tal manera de pensar es noble y magnánima. Ya pueden los encantos fortuitos alterarse; siempre continúa siendo su mujer. El noble motivo permanece y no está tan sujeto a la inconstancia de las cosas exteriores. De tal calidad son los principios, en comparación con impulsos originados solo de ocasiones particulares, y así es el hombre de principios, al lado de aquel al cual sobreviene una inspiración buena y afectuosa.

Adoptar la concepción de Alcestes para definir el matrimonio es lo que ha promovido también tantos divorcios no-fault, en los que las irreconciliables razones para permanecer son, por ejemplo, no hinchar por el mismo equipo de fútbol o que la pareja dejó de parecer físicamente atractiva. La definición revisionista no requiere ni siquiera limitarse a dos personas, menos de sexos opuestos. Como lo han promovido sus defensores últimamente, cualquier relación puede volverse un matrimonio si las emociones convergen. Y si cualquier relación puede ser un matrimonio, ninguna lo es, pues las definiciones por su misma naturaleza están dadas por lo que excluyen.

No puedo evitar pensar en la famosa paradoja de Russell, donde tocó limitar lo que íbamos a llamar «conjunto» en matemáticas, introduciendo un esquema axiomático de especificación para evitar contradicciones.

EL CRISTIANISMO Y EL PLACER

Søren Kierkegaard, hablando de la pasión entre Abraham y Sara, dice en Temor y temblor lo siguiente:

El sentido profundo del prodigio de la fe lo encontramos en el hecho de que Abraham y Sara pudiesen sentirse tan jóvenes como para poder desear, y que la fe les hubiese conservado en su deseo y, en consecuencia, en su juventud [énfasis mío].

La fe es una decisión, por supuesto; la decisión de creer (y no hablo aquí de la llamada «fe de carbonero», eso es credulidad y es otra cosa). La fe, si es tal, ha de ejercerse acá en el mundo de los vivos. Fe es actuar en este mundo de acuerdo a la confianza que tenemos en el objeto de nuestra confianza. Contra toda esperanza terrena, si es el caso, como ocurrió con Abraham. Fe es saberse viviendo en el sistema de los números naturales entendiendo que existe la recta real. Por eso la fe no le tiene miedo a las restas (para obtener enteros), las divisiones (para obtener racionales) y a Pitágoras (para obtener irracionales). Esos son temores para quienes solo existen la seguridad de la suma y la multiplicación, que siguen siendo siempre naturales; temores de los seguidores de Hume: los que se juran científicos y los que se juran emocionales pero indistinguibles al fin y al cabo entre ellos mismos.

La belleza de Abraham y Sara es que al siglo mantenían viva la llama (¿cómo más hicieron a Isaac?) porque tomaron una decisión: la decisión de creer. La pasión y el romanticismo dependían de su decisión de creer. No al revés. Por eso no puede decirse que el cristianismo anula la pasión y el romanticismo, como si fuera estoicismo. No. El cristianismo les da rienda suelta para que puedan disfrutarse como en ningún otro sistema de pensamiento o creencia. La tranquilidad moral y racional de saberse haciendo lo correcto proporciona una libertad para la expresión del deseo que no puede compararse a la cohibición experimentada cuando transgredimos lo que conocemos cierto. Porque somos seres morales. Y porque, recuerde, fuimos hechos para servir. De modo que servir al dios de nuestros deseos limita el placer a nuestra nauseabunda finitud existencial; pero servir al Dios que es por definición infinito en sus buenas cualidades, nos proporciona infinito espacio para disfrutar. «En su presencia hay plenitud de gozo, delicias a su diestra para siempre».

«Si el hombre no hubiera caído, el placer sexual, en vez de ser menor de lo que es ahora, sería en realidad mayor» dice C. S. Lewis en Mero cristianismo. En sus Cartas del diablo a su sobrino llega al punto de aseverar, en la voz del diablo, que Dios es hedonista de corazón; y afirma también que incluso en el pecado al que él nos induce la única parte buena —y que Satanás removería si en su ausencia aún pudiera convencernos de pecar— es el sentimiento de placer. Porque en el pecado lo único que hay bueno es el sentimiento de placer. Y si el sentimiento de placer es bueno, entonces viene de Dios, de acuerdo con Santiago. Por eso Satanás tiene que tergiversar las cosas que acompañan el placer antes de poder usarlo contra nosotros. El pecado no es el placer, contrario al también satánico engaño; el pecado es la rebeldía del hombre que, decide obrar en contra de lo que sabe correcto para satisfacer sus poco confiables emociones.

En realidad, el peor momento de Abraham y Sara fue cuando pusieron las emociones por encima de su decisión de creer, para que Abraham tuviera un hijo con su criada. Las consecuencias de su mutuo acuerdo en aquella ocasión han sido tan nefastas que han marcado el fratricidio más grande de la historia y que completa ya cuatro milenios. El problema no son las emociones, sino hacerlas el principio rector de nuestro actuar.

EL MATRIMONIO EN EL CRISTIANISMO

El amor es paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor. El amor no se deleita en la maldad, sino que se regocija con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor jamás se extingue.

Aunque esta definición de amor del apóstol Pablo es uno de los pasajes más famosos de la Escritura, pocas personas se dan cuenta de que no hay nada de emocional en ella; la definición de amor en el cristianismo no depende nunca, ni siquiera en el matrimonio, de una reacción visceral, un cosquilleo, un sentimiento romanticón o el deseo sexual. Muy al contrario, la Biblia, en sus dos Testamentos, advierte sobre los peligros que tal situación implicaría. El primer mandamiento, en el cual se nos ordena amar a Dios sobre todas las cosas, especifica que es con todo el corazón (entendido como el eje de la vida misma), con toda la mente, con toda el alma y con todas las fuerzas. Pero no con todas las emociones porque desde tiempos inmemoriales se sabía que estas variaban y no eran confiables. Por eso, sin excepción, los grandes pensadores antiguos y contemporáneos del cristianismo han enfatizado la importancia de fundamentar el amor en la decisión y no en las emociones.

G. K. Chesterton hablaba sobre cuán reveladores resultaban los deseos de los enamorados a hacerse promesas que, por su propia naturaleza, van más allá de los sentimientos. Y tenía razón: en un sentido las promesas les traicionan la calentura del enamoramiento. La necesidad de hacerse promesas revela la fatuidad del sentimiento. El sentimiento no es confiable y por ello debe recurrir a algo que vaya más allá.

Ravi Zacharias, de ascendencia india, en uno de sus mensajes más populares cuenta que su hermano decidió en algún momento casarse con una mujer de la India cuando la familia Zacharias ya vivía en Toronto, Canadá. Le presentaron por carta y fotos ciertos prospectos y así decidió cuál era la mujer que escogía (también con el consentimiento de ella) sin haberla visto jamás en persona. Cuando Ravi, atónito, le preguntó cómo iba a hacer semejante locura, el hermano le contestó: «Nunca lo olvides: el amor es más cuestión de voluntad que una emoción, y si te propones amar a alguien, puedes hacerlo». Hoy son un matrimonio cristocéntrico de más de 40 años. Más adelante añade Zacharias: «El amor es más fuerte que el aleteo del corazón».

Uno de los peores engaños creídos por los cristianos, se colige, es dar por hecho que el sentimiento romántico debe existir para poder iniciar un matrimonio. Y a la larga, esperar que aparezca primero el sentimiento antes de determinar la relación no es otra cosa que fundamentar la relación en los sentimientos. ¡Cuánta infelicidad de cristianos adultos solteros, solos, esperando a la doncella o el Príncipe encantado, nos habríamos evitado (y sí, el pronombre corresponde a la primera persona del plural) de haber comprendido que no era necesario el sentimiento romántico! Por eso el diablo de C. S. Lewis dice lo siguiente en sus Cartas:

A partir de la declaración verdadera según la cual la relación trascendente [generada por la intimidad sexual] tenía la intención de producir familia —y dado que se entre en ella en obediencia, con mucha frecuencia también producirá el afecto—, los humanos pueden ser llevados a inferir que la mezcla de afecto, miedo y deseo que llaman «estar enamorado» es la única cosa que hace al matrimonio feliz o santo. El error es fácil de producir porque en Europa Occidental «estar enamorado» precede con mucha frecuencia a matrimonios hechos en obediencia a los designios del Enemigo; esto es, aquellos con que se proponen fidelidad, fertilidad y buena voluntad; tal como la emoción religiosa, también con mucha frecuencia, pero no siempre, precede la conversión. En otras palabras, hemos de alentar a los humanos a considerar que la base del matrimonio es una versión ampliamente maquillada y distorsionada de algo que en realidad el Enemigo promete como resultado [segundo énfasis mío].

Desde los tiempos de Lewis para acá, el mal se ha generalizado a toda la sociedad Occidental, no solo Europa. Nótese que entrar en la relación en obediencia producirá el afecto. El inglés estaba tan interesado en resaltar la idea que el primer énfasis en el texto es suyo. Lewis ni siquiera afirma que el sentimiento fuera necesario al principio de la relación, sino que iba a surgir de la decisión y las acciones correctas. En uno de los ejemplos más famosos de literatura contemporánea, me es imposible no mencionar a Daenerys Targaryen, el personaje de la famosa y descarnada saga Game of Thrones. Daenerys, una delicada princesa, es forzada a un matrimonio por conveniencia con el salvaje Khal Drogo (Y antes de avanzar se me hace necesario afirmar que no puede haber matrimonio si no hay «mutuo consentimiento», como lo establece la definición conyugal dada anteriormente. ¡Es ese precisamente el eje! Debe haber una decisión de los dos lados. De modo que en principio el matrimonio de Daenerys y Khal Drogo no lo era). Sin embargo, la princesa lejos de resignarse al sino que le tocaba en suerte, decide aprender a ser la esposa que Drogo necesitaba. Cambia toda su mentalidad para adaptarse a la nueva situación Es allí, con la decisión de Daenerys, cuando puede decirse que el matrimonio comienza de verdad… … Quizás ha de ser esa la única perla de verdadera sabiduría en toda la saga.

Volviendo a la cita de Lewis, el inglés considera que poner la relación a depender del impulso emocional primario es un engaño diabólico, puesto que quien habla es el diablo mismo. ¡Es increíble el engaño satánico con respecto a las emociones y las relaciones, y el daño que ha hecho! Satanás reconoce una verdad obvia: la forma más eficiente de propagar el cristianismo es a través del matrimonio cristiano. Los hijos han de ser los discípulos de [las creencias de] los padres. Por lo tanto, una de las formas más efectivas de evitar la propagación del cristianismo no es solo destruir los matrimonios, sino evitar que los creyentes se casen. ¿Cómo hacerlo en la cultura de hoy? ¡Haciendo que la relación matrimonial dependa del sentimiento! En efecto, partiendo de lo ya citado, continua así el texto:

Se siguen dos ventajas. En primer lugar, podemos disuadir a los humanos que no tienen el don de continencia de buscar el matrimonio como solución, pues no consideran que estén «enamorados», y gracias a nosotros, la idea de casarse por otro motivo les parece baja y cínica. Sí, piensan así. Consideran que la intención de lealtad a la relación para ayuda mutua, para la preservación de la castidad y para la preservación de la vida, es algo más bajo que el torrente de emociones… En segundo lugar, los deseos sexuales de cualquier tipo se considerarán «amor» en tanto que con ellos se pretenda el matrimonio, y el «amor» servirá para excusar a un hombre de toda la culpa y protegerlo de todas las consecuencias de casarse con una mujer pagana, necia o de vida disoluta.

Es decir, un engaño con el que se garantizan el éxito de los falsos positivos (los que se casan mal creyendo que hacen bien) y los falsos negativos (los que no se casan creyendo que harían mal).

En conclusión, no podemos dejar a las emociones azarosas la virtud más noble que tenemos los seres humanos, que es la capacidad de amar, y la relación más importante en la sociedad, que es el matrimonio. No es el sentimiento romántico el determinante del origen y edificación del verdadero matrimonio cristiano. Es la decisión romántica. No es por tanto tampoco la anulación del romanticismo. Es que en aras de hacer el romanticismo perenne, ha de fundamentarse y edificarse sobre la roca estable de la decisión, no sobre la arena movediza de las emociones.

Sobre democracia, cristianismo y voto

Debido a que ya parece ser un hecho que los candidatos a la presidencia de Estados Unidos serán Donald Trump y Hillary Clinton, reencauché una entrada no tan vieja en la cual explicaba por qué el voto utilitarista es una muy mala idea desde la perspectiva ética, tomando el caso de las últimas elecciones presidenciales en Colombia en las cuales las únicas dos opciones disponibles eran pésimas. Esta entrada continúa la idea y defiende la idea del voto en blanco o el no voto en ciertos casos.

Hay una razón por la cual el voto no es obligatorio en la mayoría de países del mundo (excepto doce, Corea del Norte inclusive): la obligación política a la libertad política es una obvia contradicción. Más bien, como con todos los otros derechos, el voto ha de ejercerse responsablemente. Ello implica que cualquier decisión que se tome al respecto debe ponderarse cuidadosamente pues, paradójicamente, son los derechos los que necesitan responsabilidad en su ejercicio, no los deberes.

Supongamos que existe un país llamado Rusimania donde las únicas dos opciones de voto son Hitler y Stalin y ninguno de los dos oculta en época electoral sus intenciones de ser como fueron en la historia. Me parece que elegir a cualquiera de los dos porque el ciudadano tiene el supuesto deber social de hacerlo es validar sus ideas y sus actos. Entendiendo que en un caso como este la persona responsable no debería votar por ninguno, la pregunta interesante es ¿dónde pone cada quien el límite?

Ahora, si en las opciones de voto hubiese al menos un candidato que de verdad valiera la pena, sería totalmente irresponsable no votar dado que se esté en capacidad de hacerlo. Pero no fue tal el caso de las últimas elecciones en Colombia y no lo es en las actuales de Estados Unidos.

Creo que nuestra sociedad tiene idealizada la democracia como el sistema de gobierno óptimo de una sociedad. No obstante, como dijera Churchill, la democracia es solo «el peor sistema de gobierno que conocemos, con la excepción de todos los demás» (los matemáticos dirían que a lo sumo es un máximo local, no global).

Desde una cosmovisión cristiana, el problema de entender la democracia como «la versión laica del protestantismo», en las palabras del ex-presidente colombiano Alfonso López Michelsen (que no era protestante), es que genera en el ciudadano cristiano un sentido de obligación religiosa al voto que no debe existir, independientemente de los candidatos. Nuestra obligación inobjetable es orar por las autoridades y respetarlas, no votar por ellas. El Estado Jireh es el dios de quienes no tienen Dios, dada la obvia ausencia de una entidad superior. Pero los cristianos, aunque entendemos que Dios puede usar a los gobernantes, como en efecto ocurre, tenemos estándares más altos.

Para ver el voto como un deber del creyente, los candidatos también deben comportarse conforme a la ética cristiana. Roto ese eslabón, el ciudadano cristiano se libera de la obligación moral al voto. John Adams dijo lo siguiente durante la fundación de Estados Unidos: «Nuestra Constitución se hizo para un pueblo religioso y moral, pero es totalmente inadecuada para el gobierno de cualquier otro pueblo». La democracia posee la misma característica de la Constitución de Estados Unidos a la cual aludió Adams que, considero, es la principal razón por la cual poco funciona en Oriente Medio y tiende a funcionar mejor en países de tradición judeo-cristiana, principalmente protestantes: la democracia se hizo para un pueblo religioso y moral. Removidas tales características, la democracia pierde  fuerza y en muy poco se diferencia de cualquier otro sistema de gobierno.