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Legado

C. R. Rao es un estadístico muy famoso, tiene más de cien años, es perfectamente lúcido y, como no es ningún tonto, sabe que su paso por este mundo está a punto de terminar.

Tiene muchísimos logros muy impresionantes. Fue un estudiante aventajado y tuvo la buena suerte de estar en el lugar y el momento correctos cuando la estadística estaba naciendo. En sus años de estudiante, fue discípulo de Ronald Fisher, el padre de la estadística moderna; más adelante, él mismo se convertiría en mentor de varios matemáticos excelentes. Desarrolló y probó resultados importantes, muchos de los cuales llevan su nombre y son usados por millones de personas en casi todas las demás ramas del conocimiento. Pocos entre nosotros podríamos decir que hemos logrado tanto. Sin embargo, ahora que está cerca del final, le preocupa que, una vez abandone esta vida, sus logros y su obra queden en el olvido.

No lo puedo culpar. Yo lo entiendo.

En efecto, a la mayoría de nosotros nadie nos recordará unas tres generaciones después de que vivamos. Pocos, como nuestro estadístico famoso, escaparán al anonimato más allá de este punto. Y entre esos pocos, solo un puñado serán recordados por todas las generaciones futuras. Más aún, nuestro planeta, nuestro sistema solar y nuestra galaxia van todos a colapsar en algún momento; incluso nuestro universo morirá de frío en un estado de máxima entropía, según la segunda ley de la termodinámica, si es que vivimos en un sistema cerrado. Por lo tanto, si no hay nada más en la vida que esta vida, todos caeremos en el olvido. Sin importar cuánto bien (¡o mal!) hayamos hecho, todo quedará en el olvido. Y, peor todavía, nada de lo que hayamos hecho va a importar. Nada. Absolutamente nada.

Eclesiastés, el libro del Antiguo Testamento, descubrió esta realidad hace miles de años; hace menos de cien, el existencialismo ateo la redescubrió también. Los humanos, finitos como somos, pero con anhelos de eternidad, necesitamos algo que sobrepase a la muerte o la muerte se apoderará de nosotros. Si no hay nada más en la vida que este mundo, no tenemos esperanza.

Ahora, podemos creer en la filosofía de que no hay nada más allá, y si somos lo suficientemente coherentes, abrazar el sinsentido que viene con ello. O podemos aceptar nuestros instintos de trascendencia, de eternidad, y creer que hay algo más, que no vivimos en un universo cerrado y que hay una realidad mayor más allá de este mundo. Hay que admitirlo, cualquiera de las dos opciones ha de aceptarse por fe. Pero como dijo C. S. Lewis, dado que todos nuestros anhelos humanos pueden satisfacerse, si descubrimos que tenemos deseos que nada en este mundo puede satisfacer, la explicación más probable es que fuimos hechos para otro mundo. Así que el anhelo de eternidad traiciona a quienes niegan que exista una realidad mayor y que esta dé sentido a nuestras vidas.

Entonces, si este mundo ha de importar, es condición necesaria que exista un Dios que nos hiciera a su imagen, lo cual a su vez explicaría nuestro anhelo de eternidad. No obstante, si hay un Dios más allá de nuestro universo, no podemos alcanzarlo (por la misma razón que no podemos probar la existencia de un multiverso) a menos que Él se acerque y nos lleve con Él. Aquello que es finito nunca puede alcanzar lo infinito, pero es sencillo para lo infinito alcanzar lo finito sin perder su infinitud.

¡La buena noticia es que es esto exactamente lo que hizo Jesucristo! Él, teniendo forma de Dios, se hizo como uno de nosotros y pagó por nuestras vidas con la suya, para que pudiéramos vivir con Dios en la eternidad. Aquel que es Infinito se hizo finito para llevarnos a quienes somos finitos a lo infinito con Él.

La vida no tiene sentido si no hay Dios. Y, si hay un Dios, perfecto como es, nosotros, que somos imperfectos, no podemos alcanzarlo a menos que Él se acerque primero. Por esta razón el cristianismo tiene tanto sentido. Por esta razón Cristo es el único camino hacia Dios. Si Dios, nuestra existencia importa. Y si Jesucristo, importamos infinitamente en un sentido personal, existencial, como sugieren nuestros instintos.

Como nada podemos hacer para alcanzarlo, nuestra única opción es recibir por fe lo que Él hizo por nosotros. Eso es todo. Tan solo creer. Creer en nuestro corazón que Él es el Hijo de Dios, que vino a dar su vida por nosotros, pero fue levantado de entre los muertos para llevarnos al Padre. Nada más se requiere; sin embargo, se ofrece todo.

Yo sé que mi Redentor vive

Yo sé que mi Redentor vive,
y al fin se levantará sobre el polvo;
y después de desecha esta mi piel,
en mi carne he de ver a Dios;
al cual veré por mí mismo,
y mis ojos lo verán, y no otro,
aunque mi corazón desfallece dentro de mí.
Job 19:25-27

Pocos textos bíblicos me arroban el alma con tanta fuerza como esta declaración del patriarca uzita Job. Aunque los eruditos datan el libro de Job del siglo 6 a.C., al parecer la historia como tal se remonta a una tradición oral al menos tan antigua como el mismo Moisés; cosa que la situaría como una de las más antiguas historias bíblicas, si no la más antigua. Job está tan bien escrito, es tan virtuoso su verso, que el gran poeta británico Alfred Lord Tennyson lo llamó «el más grande poema de los tiempos antiguos y modernos».

Y este preludio le da fuerza a dos cosas que quiero decir. Primero, el mensaje de Job es universal. ¿Por qué? Porque Job era de la lejana y extraña tierra de Uz y al parecer la historia es anterior a la formación del pueblo de Israel. Por lo tanto, su mensaje trasciende el judaísmo; la antigüedad y lejanía geográfica conllevan el contexto de sabiduría ancestral que apela más allá de un grupo nacional o cultural particular. Es decir, la metanarrativa de Job sitúa la historia en un contexto que abarca a toda la humanidad.

Segundo, hay un clamor existencial profundo en las palabras de Job. La estructura poética, sobre todo esta tan bien lograda, trasmite un mensaje para el que la sola literalidad es inadecuada. Cierto, necesitamos como Job un Redentor que muera y resucite por nosotros, eso es claro de la literalidad. Pero el poema marca con increíble fuerza que, además de necesitarlo en medio de nuestros sufrimientos, lo anhelamos; y si ese anhelo no se hace realidad, la vida termina truncada, incompleta y sin sentido, como en un escrito de Jean Paul Sartre.

Por eso decía C. S. Lewis que si tenemos deseos y nada en este mundo puede satisfacerlos, es porque fuimos hechos para otro mundo. Y por eso Lewis y Tolkien concluyeron que el cristianismo es «el mito que se hizo realidad». Cristo resucitó, no le quepa la menor duda (para una introducción histórica a los argumentos vea aquí y aquí). Y al resucitar hizo la creencia de Job y de todos los cristianos no solo una historia que necesitábamos y anhelábamos cierta, sino una que es cierta.

La historia de Job, hace al menos 4500 años, tiene todo el mensaje del evangelio: necesitábamos un Redentor como nosotros —luego humano— para que muriera en lugar de nosotros, pero perfecto —luego divino— para que expiara nuestros pecados y Dios lo resucitara («Yo sé que mi Redentor vive // y al fin se levantará sobre el polvo»); y así después resucitarnos a nosotros en el cuerpo («en mi carne he de ver a Dios», «mis ojos lo verán, y no otro»).

La resurrección es completamente relevante para la historia de la humanidad. Como dijera el historiador Jaroslav Pelikan: «Si Cristo resucitó, nada más importa; y si Cristo no resucitó, nada más importa». Sobre lo segundo, en ausencia de la resurrección, la necesidad y el anhelo de Job —y de todos nosotros— quedarían insatisfechos. Y esto no solo en cuanto a lo individual, sino a lo social. De hecho, John Gray y Tom Holland, reconocidos intelectuales ateos británicos, han defendido que sin el legado del cristianismo nuestra sociedad perdería el sentido y el norte (aquí y aquí). Al fin y al cabo, ¿sobre qué principios edificaríamos una nueva sociedad poscristiana? Y en caso de encontrarlos, ¿en qué los sustentaríamos? Si no existe un Dios más allá de este mundo natural, la idea de bondad se vuelve subjetiva, maleable a nuestro antojo (fueron ateos, como el mismo Nietzsche, como el mismo Huxley, quienes plantearon que si Dios no existía, la moral objetiva tampoco existía). Pero si ese Dios que existe más allá no entra en contacto con nosotros acá, así exista no nos sirve de nada. Por lo tanto Cristo.

La Trinidad en el cristianismo hace posibles las dos cosas, cerrando el círculo de manera perfecta. La trascendencia (necesaria para que Dios sea Dios y nuestros principios morales sean objetivos, entre otras cosas), y la inmanencia (necesaria, entre otras cosas, para nosotros, para que nuestra vida tenga sentido y podamos tocar lo divino) están patentes en ella. El cristianismo genera un marco conceptual tan increíblemente consistente que los demás sistemas palidecen en congruencia y sustento. Por eso también dijera Lewis en la que es quizás su frase más célebre:

Creo en el cristianismo como creo que el sol se ha levantado: no solo porque lo veo, sino porque por él veo todo lo demás.

Gray y Holland consideran al cristianismo un mito necesario, pero uno que no se ha hecho realidad. Entienden su importancia histórica y social y, como Nietzche, no ven con qué más se pueda remplazar. Igualmente Richard Rorty, famoso filósofo ateo del siglo pasado, aunque mucho defendió la democracia, reconoció que no había nada sobre lo cual sustentarla; porque, como reconociera en otro lado, solo la creencia en un Dios trascendente produce verdades objetivas. Pero los Grays, Hollands, Rortys y Nietzches de este mundo fallan en llevar sus ideas hasta sus últimas consecuencias. Se tienen que engañar para seguir viviendo. Son más coherentes los Robin Williams, los Anthony Bourdains y los Aviciis. Pues de nuevo, si Cristo no resucitó, nada importa. Nuestra sociedad occidental se derrumba como un castillo de naipes y nuestra existencia queda sumida en la crisis existencialista que produce náuseas y un constante y válido cuestionamiento de por qué no el suicidio. ¡Cuánto desasosiego en mantener una mentira útil! Si Cristo no resucitó, nada más importa. Pablo lo reconoció también así desde el principio cuando dijo que si Cristo no había resucitado, lo que creíamos los cristianos no nos serviría de nada y solo seríamos dignos de conmiseración. Si Cristo no resucitó, la angustia del corazón de Job no halla reposo y no tiene justificación. Si Cristo no resucitó, su deseo de redención y trascendencia queda eternamente insatisfecho.

Pero si Cristo resucitó, nada más importa. En particular, los sufrimientos de este mundo se vuelven tan solo pasajeros en comparación con la gloriosa eternidad que viene más adelante. Porque «mi corazón [que] desfallece dentro de mí» sabe que hay algo más allá de la muerte física, que la realidad no termina en este sufrimiento terrenal. El amor queda sellado para siempre por un Dios que lo dio todo, hasta su vida, sin importarle que por ello lo despreciaran, para acercarme a Él. La justicia se mantiene viva, porque Él es nuestra justicia ante Dios. Y la poética esperanza de verlo a Él, de entrar en contacto con lo divino, de por fin satisfacer ante una eternidad de plenitud de gozo y delicias junto a Él aquellos anhelos que nada en este mundo podía satisfacer, hace que todo, hasta el peor sufrimiento terrenal, tenga sentido. Entonces puedo amar (es decir, hacer el bien) abnegadamente y lleno de auténtica felicidad, ¡aunque duela!, porque la recompensa que por Cristo viviré allá hace este sufrimiento de acá infinitesimalmente irrelevante.

La resurrección de Cristo, vemos en Job, responde a un anhelo tan antiguo como el hombre mismo. Cristo muerto y resucitado es la respuesta para toda la humanidad. La resurrección de Cristo es la prueba de que este sí fue el mito que se hizo realidad.

¿Por qué la Tierra es redonda?

¿Sabes por qué la Tierra es redonda?

Los astrofísicos te dirán que así no era cuando nació. Tenía cualquier forma, pero la fuerza de gravedad, que presiona para el centro desde todos los lados le fue dando a este planeta —y a todos los demás— su esfericidad.

Y sí, es cierto. Esa es la causa formal. Pero hay algo más de fondo. La causa final.

Dios nos regaló el esplendor de sus amaneceres para que no olvidemos que sus misericordias hacia nosotros se renuevan junto con ellos; así como el sol sale cada mañana, su fiel amor está disponible a cada instante para nosotros. Y como nuestro planeta es redondo, siempre está amaneciendo en alguna parte; continuamente hay un lugar de este mundo en el que el sol está saliendo, sin interrupciones. Siempre. Si la Tierra tuviera otra forma —por ejemplo, si fuera cuadrada — esto no ocurriría.

Pero tal como el sol despunta siempre en algún lugar y sale para todos, así también la luz y el calor de su misericordia alcanzan nuestra vida recordándonos que no importa cuánta haya sido la oscuridad de la noche —de nuestro dolor, de la angustia de nuestro corazón, ¡de nuestro propio pecado!—, el fiel amor de nuestro Dios nunca se acaba y sus misericordias no tienen fin.

Por eso la Tierra es redonda.

¡El fiel amor del Señor nunca se acaba!
Sus misericordias jamás terminan.
Grande es su fidelidad;
sus misericordias son nuevas cada mañana.
Lamentaciones 3:22-23

Yahvé

Él es.

Él era en el principio y antes del principio, Él sigue siendo en el presente y Él será en el futuro. Todo lo demás ha llegado a ser, mas Él es; cuando todas las cosas dejen de ser, Él seguirá siendo. Antes de que existieran el cielo, el mar y las estrellas, Él ya era. Él es quien llama a cada estrella por su nombre porque fue Él quien les dio nombre, a todas las conoce. No obstante, cuando el cielo, el mar y las estrellas dejen de ser, Él seguirá siendo.

Él es quien tiene poder para suspender la luna y el sol en el firmamento; Él es quien habla al viento y al mar y le obedecen. Él calma los mares, Él separa los mares. Los días y las noches se sujetan a Él. La naturaleza se hinca sometida, dócil, domesticada, a Él. Porque Él es quien hizo la naturaleza.

El universo explotó a su nacimiento y Él ya era. Él es la causa de todo, Él es el sustento de todo; en Él vivimos, somos y nos movemos. Nosotros llegamos a ser por Él, somos en Él, pero Él es en Él. Él es la causa suficiente y necesaria de mi existencia, mas Él es la causa suficiente y necesaria de su propia existencia, porque no necesita nada externo para ser. Él es su propio sustento.

Él es.

Él es Dios porque es. Todos los demás dioses son creados por la imaginación, pero Él es el Dios que crea la imaginación. Los demás dioses salieron de la creación, pedazos de madera labrada, metal fundido, carne que se pudre y hiede; pero Él es el Creador.

Él es el Dios de Abraham, Isaac y Jacob. Porque cuando Abraham, Isaac y Jacob fueron, Él ya era. Él es quien sujeta el tiempo en su mano y lo arquea como alfarero, porque Él es Señor del tiempo, Él es más allá del tiempo, Él creó el tiempo. Él creó la materia. Él creó la energía. Él es la información, porque Él es el Logos, Él es el Verbo, Él es la Palabra.

Él es el Logos, Él es quien da sentido a todas las cosas, pues todas existen para darle gloria porque Él es. Él es quien da sentido a la existencia. Por eso negar que Él es hace de la vida una náusea: sin Él nada tiene sentido; con Él, todo lo tiene. Todo razonamiento hubiera sido imposible sin Él, porque Él es la Razón, Él es el Logos.

Él es la Palabra, lo que Él habla es verdad. Él no es hombre para que mienta ni hijo de hombre para que se arrepienta. Todo lo que sea verdadero proviene de Él. Él es la verdad.

Él es el Verbo porque sus palabras siempre se convierten en acciones; lo que Él dice, así es. Su sí es sí y su no es no. Sus palabras son y son amén. Él habló y todo fue creado. Él le dice al cojo que camine y el cojo camina, Él le dice al ciego que vea y el ciego ve, Él le dice al sordo que oiga y el sordo oye.

Él dice que me perdona los pecados y quedo limpio, sin mancha; no me imagino que quedó limpio y sin mancha, sino que quedo limpio y sin mancha porque Él es la Palabra, Él lo dice, y lo que Él dice así es. Solo Él es quien tiene poder para perdonar pecados. Yo no puedo perdonar pecados, tan solo puedo no usarlos en contra de quienes me han ofendido. Pero Él es quien tiene poder para perdonarlos, Él los desaparece arrojándolos al fondo del mar, alejándolos tanto de sí como lejos está el oriente del occidente porque Él es.

Él es.

Él es el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Es la causa de todo. Todas las cosas por Él fueron hechas, y sin Él nada de lo que existe llegó a existir. Él es el final de todas las cosas, el telos al cual caminamos todos. La causa primera y el fin último. Todo es de Él, todo existe por Él y todo existe para Él.

Él es el Camino por el que transitamos; si nos desviamos a izquierda o a derecha, percibiremos su voz diciendo: «este es el camino, síguelo». Él es el pan que bajó del cielo, el pan que como y no se agota, y sacia mi hambre. Él es el agua de la cual bebo y nunca vuelvo a tener sed, el agua que no me hace desear otras aguas, el agua que salta en mi interior como una fuente para vida eterna.

Él es la resurrección. Él es quien resucitó, Él es las primicias de la resurrección. Él es quien levanta a los muertos. Él es quien dice «Lázaro, sal fuera» y Lázaro sale fuera cubierto en vendas. Él es quien dice talita cumi y la niña otrora muerta se yergue sobre su cama. Él es quien da vida a todo lo que estaba muerto. Él es quien resucita sueños, quien renueva sueños, regalando cosas que ojos no han visto, que oídos no han oído, cosas tan buenas que a nuestro corazón ni siquiera se le había ocurrido pedirlas.

Él es la luz, Él desaparece las tinieblas, En Él vemos. Él es quien desapareció mi miedo a la noche, porque Él es quien todo lo ilumina. Él es el buen pastor que da su vida por sus ovejas, para que ellas tengan vida abundante y nadie, ¡nadie!, ¡nadie!, las arrebate nunca de la palma de su mano, nadie nos arrebate nunca de la palma de su mano. ¡Él es quien tiene tatuado mi nombre en su mano! Él es la puerta de entrada al cielo, la puerta que me da vida eterna, la puerta que no se cierra y me permite entrar y salir con libertad. Él es la vid, yo soy la rama; en Él doy fruto, separado de Él nada puedo hacer.

Él es quien todo lo puede, nada hay imposible para Él; Él es Aquel en quien todo lo puedo. Él es quien nunca me desampara porque siempre está presente, Él siempre está. Él es quien todo lo sabe, nada le es oculto. Ni la más densa oscuridad de un hoyo negro escapa a su mirada; tampoco se esconden de Él mis más profundos pensamientos, angustias, emociones o pecados. Él es quien me examina y conoce mis pensamientos; la palabra no ha llegado a mi boca y Él ya la conoce. Nada le puedo esconder porque todo de mí Él ya lo sabía desde antes de la creación.

Él es Santo, Santo, Santo. Trascendente por naturaleza e inmanente por amor, porque Él es amor. Él es quien por amor murió y resucitó. Él es quien por ello no se acuerda más de mis pecados. Él es Aquel que la muerte no pudo detener porque es Dios incluso sobre la muerte. La muerte se inclina sometida ante Él y lo llama Señor. Él es el Dios ante el cual toda rodilla se doblará y toda lengua confesará que es Señor de señores, Rey de reyes. Toda rodilla, toda lengua; todas en la tierra, todas sobre la tierra y todas debajo de la tierra. Porque Él es el único digno, Él es el único y sabio Dios, Él es Fiel y Él es Verdadero.

Él es único, no hay otro como Él. Él es la vida, Él es mi vida. Él es Dios, Él es mi Dios.

יהוה

La oración mejor respondida

El problema del sufrimiento ha sido considerado uno de los más difíciles de encuadrar con el cristianismo. Si Dios es bueno, ¿por qué existe el sufrimiento? La mayoría cree que hay una contradicción lógica entre las siguientes dos proposiciones:

(1) Dios es bueno y todopoderoso.
(2) Existe el sufrimiento en la creación.

Pero no existe tal contradicción, no hay una reducción al absurdo. No hay una sola razón lógica por la cual de la proposición (1) deba concluirse unívocamente que la proposición (2) no pueda ocurrir. ¡Ni siquiera que sea preferible que (2) no ocurra! Al punto que J. L. Mackie, gran filósofo ateo, reconociera alguna vez lo siguiente: «Podemos conceder, después de todo, que el problema del mal no muestra que las doctrinas del teísmo sean lógicamente inconsistentes entre sí». Otros filósofos han hecho aseveraciones semejantes.

Interesante como es, elaborar con más claridad lógica sobre por qué el sufrimiento no contradice los fundamentos básicos del teísmo será objeto de una futura entrada (mientras tanto, dirijo al lector a la explicación sencilla que da aquí el filósofo William Lane Craig, o al libro de Ravi Zacharias y Vince Vitale ¿Por qué existe el sufrimiento?). En este escrito quiero enfocarme más en el problema existencial, no el intelectual, en el que nos sumerge el sufrimiento.

Porque cuando nos vemos enfrentados al dolor, en lo último que estamos pensando es en el argumento lógico. Una cosa es el C. S. Lewis que en 1940 escribiera El problema del dolor desde una perspectiva filosófica e intelectual; otra bien diferente el C. S. Lewis que veintiún años después —y unos pocos antes de su muerte— escribiera Una pena en observación a partir de su agonía existencial, tras la muerte de su esposa por un cáncer largo y complicado.

Es fundamental entender que cuando estamos en medio del sufrimiento profundo y nos preguntamos ¿Por qué a mí, Dios mío?, lo que menos necesitamos es la respuesta lógica. Unos cuantos ejemplos ilustrarán la situación:

  • Una adolescente resulta embarazada después de tener relaciones con su novio. En medio de su angustia clama a Dios cuestionando ¡Por qué a mí, Dios! Y Dios le responde: «Sí, mira, nena, lo que pasa es que cuando un hombre y una mujer tienen una relación sexual, el hombre deposita espermatozoides en el cuerpo de la mujer; si uno de estos espermatozoides fertiliza el óvulo de la mujer, comienza una etapa que llamamos embarazo. Eso fue lo que te pasó».
  • La amada de cierto hombre muere tras muchos años luchando contra la leucemia y el viudo reclama al Cielo diciendo ¡Por qué te la llevaste, Dios mío! Y Dios le responde: «Mira, viejo, el cáncer surge cuando en la médula ósea comienza a producirse una cantidad irregular de glóbulos blancos; estos glóbulos blancos anormales presentan dos problemas: primero, no son capaces de enfrentar las infecciones como los glóbulos blancos normales; y segundo, destruyen la capacidad de la médula ósea para producir glóbulos rojos y plaquetas. Así fue que ocurrió… Ah, pero si esta respuesta no te satisface, te lo puedo detallar a nivel bioquímico».
  • David, ungido rey pero perseguido por el rey regente, preguntaba: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?». Si alguien le hubiera respondido: «David, tu teología está errada, no estás solo porque Dios es omnipresente y está contigo». ¿Satisfaría la respuesta exclusivamente racional la angustia de su alma?

La respuesta racional existe pero, contrario a lo que creemos, ¡no son respuestas racionales lo que necesitamos en nuestros momentos de angustia y dolor! Una respuesta que excluya todo lo demás a expensas de la razón nos heriría más, nos ofendería más o las dos al tiempo. Lo que anhelamos son respuestas existenciales, algo que calme nuestro dolor, algo que se lleve nuestro dolor.

Job, el libro más antiguo de la Biblia, trata precisamente sobre el problema del sufrimiento en menudo detalle. Los amigos del patriarca le dieron respuestas racionales a la profunda crisis existencial que siguió a su desgracia, respuestas que en efecto podrían decirse correctas, pero que nada pudieron hacer para alivianar su pena. En cambio, cuando Dios mismo habló al final con Job, no intentó responder ninguna de sus inquietudes. Dios incluso cuestionó el interés de Job en creer que lo que necesitaba era una respuesta intelectual. Dios hubiera podido darle la respuesta racional a sus preguntas pero dos cosas habrían pasado:

Primero, Job no iba a entender la mente de Dios, y quienes en la posteridad leyéramos su historia tampoco íbamos a hacerlo. A todos los seres humanos la más fina explicación científica divina nos hubiera dejado perdidísimos. Este punto es claro por las preguntas retóricas que Dios le hace al patriarca durante cuatro capítulos del libro (Job 38—41); preguntas sobre realidades cotidianas del mundo creado; preguntas, sin embargo, cuya única respuesta honesta humana sería: «No sé, Dios, no tengo ni la más remota idea».

Segundo, la respuesta racional habría oscurecido el punto más importante. ¿Cómo es que Dios regaña a Job cuando le habla y el patriarca queda restaurado? A nadie se le habría ocurrido que Job necesitara una reprensión. ¡Máxime cuando sus amigos lo habían amonestado todo el tiempo y su angustia no mermaba! Ciertamente un punto puede hacerse en cuanto a que no somos nadie para cuestionar a Dios y sus motivos. Pero, me parece, hay una realidad más profunda: no era tanto el contenido de las palabras, porque Dios hubiera podido cantar Los pollitos dicen y, estoy convencido, Job habría quedado sano. Tampoco era el cambio de las circunstancias —pasar de la desgracia a la bendición— lo que calmaría las tribulaciones de su alma. A un corazón dolido el cambio de circunstancias no lo sana; a lo sumo disfraza, oculta, la necesidad que en el fondo tenemos. Porque el sufrimiento no genera el vacío, tan solo lo revela (es posible sufrir y tener paz en medio del sufrimiento).

Si no son las palabras ni las circunstancias, ¿qué es? Es su presencia lo que restaura; y su voz, que nos hace manifiesta su presencia. «Nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en ti», dijo Agustín de Hipona en profundísima declaración cuando abría sus Confesiones. Porque, de nuevo, la verdad no es un concepto, sino una Persona —Cristo—, y si nosotros estamos hechos a su imagen y semejanza, la respuesta meramente conceptual no tiene cómo saciar nuestras más grandes añoranzas, menos aún sosegarnos en nuestros dolores. Nuestro ser requiere una respuesta a la persona íntegra, no solamente al intelecto, pues el intelecto no es la totalidad de nuestro ser, sino tan solo una parte.

Así, en cuanto personas, somos seres relacionales: fuimos creados para estar en relación, y en relación con Dios, sobre todas las cosas. La gran tragedia de la caída no es el sufrimiento, sino la pérdida de la relación con Dios que completa el ser; el sufrimiento es consecuencia de haber perdido la intimidad con Dios. Por ello la restauración de Job se dio cuando oyó la voz del Dios infinito aproximándose a su finitud. La infinitesimalidad en la que sume la inmanencia del dolor humano es entonces absorta en la eternidad de la trascendencia divina.

En tal inmanencia de dolor estaba inmerso el rey David cuando suplicó a Dios con estas palabras:

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?
¿Por qué estás tan lejos de mi salvación, y de las palabras de mi clamor?
Dios mío, clamo de día, y no respondes;
y de noche, y no hay para mí reposo.

Una vez más lo vemos aquí: el profundo dolor del hombre azuza una sensación de inmanencia que pareciera contradecir la eternidad que lleva en el corazón; se siente finito, vulnerable. Pero la contradicción es solo aparente, porque el clamor mismo traiciona la ilusión de total inmanencia humana. El clamor tiene sentido porque no somos meramente inmanentes. Si estuviéramos hechos solo de materia, como afirma el ateo, el clamor de David —y de toda persona en medio de su dolor— y el cuestionamiento mismo sobre el problema del mal no tendrían sustento. El clamor en sí mismo supone propósito, trascendencia y sentido de la existencia; sentido no del todo comprendido, pero sentido.

David hace una oración creyendo que Dios lo había abandonado, que no respondería sus oraciones. La realidad no podría haber sido más opuesta. Pocos pasajes del Antiguo Testamento describen el sufrimiento de Cristo con tanta claridad como este salmo de David. Cuando Cristo estaba en la cruz, citó estas mismas palabras, diciéndole con ello a su ancestro: «Estoy respondiendo de una vez por todas tu clamor, David. Aquí estoy cargando tu dolor contigo. Tu angustia es mi angustia, tu dolor es mi dolor, tu sufrimiento es mi sufrimiento. Toda tu agonía tiene sentido hoy, en el punto que divide en dos la historia de la humanidad; aquí, en el Gólgota».

Así, Dios no solo oyó la oración de David, sino que se apropió de ella en el momento cumbre de la historia. En aquel instante Dios tomó la agonía de David y, lleno de compasión, decidió llevar la carga por él. Jesús tomó el lenguaje figurado que usó David para ilustrar su dolor y lo hizo literal en Él. Lo que en el poema de David era hipérbole en Cristo se volvió realidad.

La gente se burla de mí,
el pueblo me desprecia.
Cuantos me ven, se ríen de mí;
lanzan insultos, meneando la cabeza:
«Este confía en el Señor,
¡pues que el Señor lo ponga a salvo!
Ya que en él se deleita,
¡que sea él quien lo libre!»…
Como agua he sido derramado;
dislocados están todos mis huesos.
Mi corazón se ha vuelto como cera,
y se derrite en mis entrañas.
Se ha secado mi vigor como una teja;
la lengua se me pega al paladar.
¡Me has hundido en el polvo de la muerte!
Como perros de presa, me han rodeado;
me ha cercado una banda de malvados;
me han traspasado las manos y los pies.
Puedo contar todos mis huesos;
con satisfacción perversa
la gente se detiene a mirarme.

¡Fue Cristo el rechazado! ¡Fue Cristo el burlado! Más aún, ¡fue Cristo el crucificado! ¡Fueron sus huesos los dislocados, los que podían contarse! ¡Fueron sus manos y sus pies los traspasados! ¡Fue Él quien tuvo la lengua pegada al paladar implorando que le dieran agua!

No quiero resaltar tanto la profecía cumplida —en sí misma muy impresionante—, sino la poesía convertida en realidad. Lo que para David fue una hipérbole para Cristo fue literalidad. Cristo cargó con el dolor del alma de David. Cristo llevó en la cruz del Calvario el peso literal del sufrimiento que David solo pudo expresar en sentido figurado. Si el salmo de David es poesía —que lo es— y la poesía sirve para ilustrar lo que la literalidad no permite, la cruz es poesía hecha realidad. La cruz es el poema más hermoso, como dijera Juan Luis Guerra:

Toda la poesía
la encuentro sobre un madero
y mi verso
en tus rodillas que riman.

De este modo, la oración de David implorando misericordia en medio de su sufrimiento se convirtió en la oración mejor respondida de la historia. Mas no fue solo la oración de David que Dios respondió. Cristo, al haberse apropiado de las palabras de David, estaba hablándole a la humanidad entera. En la cruz Cristo se compadecía de toda la humanidad. Todas nuestras oraciones en medio del sufrimiento, sinceras como son, fueron respondidas con Cristo en la cruz. Por eso dice el profeta Isaías:

Ciertamente llevó él nuestras enfermedades,
y sufrió nuestros dolores;
y nosotros le tuvimos por azotado,
por herido de Dios y abatido.
Mas él herido fue por nuestras rebeliones,
molido por nuestros pecados;
el castigo de nuestra paz fue sobre él,
y por su llaga fuimos nosotros curados.

La cruz es la reconciliación del hombre con Dios, la cruz devuelve al hombre el sentido para el cual fue creado. Logos, la palabra griega que Juan usó para denominar a la Segunda Persona de la Trinidad, es sentido, razón de ser. Cristo —mi gran Logos—, es el sentido de nuestra existencia porque su obra redentora en la cruz reconcilia al hombre con Dios, restituyéndole así el propósito de su existencia: estar en relación íntima y directa con Dios. Por cuanto somos seres personales y hay eternidad en nuestro corazón, nuestro corazón está inquieto hasta que, por el poder de la cruz, descansa en Él, está en relación con Él, está en intimidad con Él.

No conozco un solo pensador cristiano que afirme que esto responde todas nuestras inquietudes sobre el sufrimiento aquí en la Tierra. Pero la explicación es, por muy lejos, más satisfactoria que la que pudiera brindar cualquier otro sistema filosófico o de creencias. Desde el ateísmo la pregunta del dolor no tiene ningún sentido. Desde el judaísmo la pregunta de David queda formulada y sin respuesta (finalmente David escribe desde el Antiguo Testamento, la Biblia judía, pero los judíos no reconocen a Cristo). Desde el islamismo incluso la salvación eterna depende del capricho de Alá, haciendo el sufrimiento aún más patético. Desde el budismo el objetivo es volvernos nada, alcanzar la nada, como si negando la realidad fuera ella a desaparecer.

No obstante, argumenta Alvin Plantinga, dado que el cristianismo sea verdad —y la evidencia histórica de la resurrección de Cristo apunta muy sólidamente en esta dirección—, el mejor mundo posible es aquel en el cual hay encarnación divina con su correspondiente expiación por nuestros pecados. Porque la encarnación y la expiación, expresadas en la cruz, muestran como ninguna otra cosa el increíble alcance del amor de Dios por la humanidad. Y un mundo en el que tal demostración de amor se hace evidente es superior a todos los demás mundos en los que este amor no es palpable. Pero tal despliegue de amor requería la existencia del sufrimiento. Si no, no habría encarnación ni nada por expiar.

Es que el amor se revela mejor siempre en medio del sufrimiento. Amar sin estar dispuesto a sufrir por el objeto de nuestro amor no es amor. El amor es negarnos a nosotros mismos para dar a los demás lo que tenemos y valoramos, no de lo que nos sobra y no nos importa. El sufrimiento es la medida del amor. Por eso lo que más amamos es aquello a lo cual entregamos lo que más valoramos. Y entre más valía damos a aquello a lo cual renunciamos, más mostramos el tamaño de nuestro amor en la renuncia. No hay amor sin renuncia, no hay amor sin sufrimiento. Parafraseando a C. S. Lewis, si no estamos dando hasta que nos duela, es porque estamos amando poquito.

Sin el mal no habría nada por expiar, y sin el sufrimiento que produce el mal no entenderíamos la expiación. Y sin nada por expiar no habríamos experimentado el extravagante amor sin coto de Dios, en el cual la relación perfecta y eterna de amor de la Trinidad se vio interrumpida para poder reconciliar al ser humano con Dios. Él no tenía que sufrir. La única razón por la cual lo hizo fue por amor a nosotros. El Padre sufrió entregando a su Hijo, el Hijo sufrió cargando Él mismo el peso de nuestros pecados.

[Cristo Jesús], siendo por naturaleza Dios,
no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse.
Por el contrario, se rebajó voluntariamente,
tomando la naturaleza de siervo
y haciéndose semejante a los seres humanos.
Y, al manifestarse como hombre,
se humilló a sí mismo
y se hizo obediente hasta la muerte,
¡y muerte de cruz!

Un mundo sin sufrimiento es un mundo sin demostraciones significativas del amor. Un mundo sin sufrimiento es un mundo sin encarnación y expiación. Un mundo sin encarnación y expiación habría sido un mundo en el que no hubiéramos experimentado el derroche extravagante del amor de Dios por nosotros.

Fe

¿Por qué no le creemos a Dios?

Hay dos razones por las cuales no confiamos en algo o alguien.

  1. Porque el objeto de nuestra confianza no es digno de ella.
  2. Porque, así sea digno de confianza, no lo conocemos lo suficiente para saber que podemos confiar en él.

Dios nunca nos pidió que confiáramos en Él a ciegas. Dios no es tonto y no nos creó tontos. Si vamos a confiar en lo que sea, en quien sea, ese algo o alguien tiene que ganarse nuestra confianza, y eso lo incluye a Él.

Contrario a lo que la mayoría de las personas considera, fe no es creer en contra de la razón o la evidencia, sino creer porque tenemos razones para hacerlo. Fe es confianza, y no podemos creer, confiar, en aquello que no conocemos. Creer sin motivos para hacerlo no es fe, es necedad.

A Dios no le complace la necedad, por eso no nos llama a confiar en Él sin conocerlo, sino a conocerlo para que podamos confiar en Él. Dios quiere dos cosas:

  1. Que veamos que es digno de confianza;
  2. Que, una vez nos demos cuenta de lo anterior, confiemos, le creamos.

Dios es un ser personal. El Padre es una Persona, el Hijo es una Persona, el Espíritu Santo es una Persona. Puede que Dios sea omnipotente, omnipresente, omnisciente y todos los omnis, pero sigue siendo un ser personal. Como tal, anhela y desea lo que desean las personas. Cuando nos gusta alguien y queremos que se enamore de nosotros, buscamos mostrarle lo mejor que tenemos para evidenciar que somos dignos de su amor. Con Dios no es diferente. David dijo:

Prueben y vean que el Señor es bueno;
dichosos los que en él se refugian.

Este prueben no es el de demostrar, como si fuese un teorema matemático, sino el de degustar, como cuando llegamos a una tienda de helados y nos dan cucharaditas de cada sabor. Dios quiere que degustemos del sabor de su bondad, nos demos cuenta de que nos gusta (el punto 1 de arriba) y pidamos el helado (punto 2). Él no está diciendo: «¡Pida todo este plato y le tiene que gustar!», sino: «Toma esta pruebita y te vas a dar cuenta cuán bien sabe».

A medida que el conocimiento va creciendo, la confianza también se va incrementando, hasta el punto que podamos decir con el salmista:

Tus promesas han superado muchas pruebas,
por eso tu siervo las ama.

Esperaríamos, pues, que la fe aumentara con el tiempo y, precisamente por ello, no podríamos pretender que una persona se encuentre en el mismo estadio de fe que las demás. Pablo también lo entendió así, razón por la cual escribió que a cada uno Dios le ha dado una medida de fe.

Esto, por cierto, anula las acusaciones de injusticia en el cristianismo cuando los detractores sostienen que Dios juzga a todas las personas con el mismo rasero. No. Dios va a pedirle cuentas a cada quien de acuerdo con lo que cada persona conoció de Él. Pablo en Romanos 1 dice que muchos se condenarán porque lo que pueden conocer de Dios por medio de la naturaleza les da cantidades de información sobre Él y lo rechazan. En el siguiente capítulo, Romanos 2, pasa a decir que el testimonio del propio corazón será el juez de quienes no fueron evangelizados. Romanos 1 y Romanos 2 defienden entonces que la naturaleza y el corazón del hombre atestiguan a favor de Dios y por estas cosas serán juzgados quienes nunca oyeron de Cristo. Es decir, de acuerdo a la medida de fe que les fue dada: a la cantidad de confianza que podían desarrollar con el conocimiento que tenían.

EL CONOCIMIENTO DE DIOS

Quiero pasar aquí a otro punto importante: el conocimiento de Dios. Finalmente, nuestra fe en Él va a incrementarse en la medida que lo conozcamos.

Uno de los detalles más cálidos de toda la Biblia es que conocer no es una palabra que se utilice solamente en el sentido intelectual. Aunque claramente conocer siempre involucra la parte intelectual (por lo cual, el cristiano no tiene excusa para permanecer en la ignorancia), la Biblia lleva la connotación de la palabra a un lugar mucho más elevado.

Esto tiene todo que ver con que la verdad en la Biblia no es solo un concepto, sino una persona: Cristo (Jn. 1:1; 14:6). Si la verdad es solo un concepto, entonces el conocimiento no puede ser sino meramente intelectual. Pero si la verdad es una persona, el conocimiento intelectual es increíblemente reducido con respecto al conocimiento total que podemos tener de la persona.

Por ello, no es suficiente que leamos en un libro cómo se siente besar a la persona amada. Puede ser la descripción más pura, apasionada o vivencial del beso. Pero la descripción de un beso no se aviene con besar a quien amamos. Por esto inventamos el arte, la poesía: hay cosas que la literalidad de las palabras no alcanza a trasmitir; no obstante, ¡ni el poema más bello sobre un beso se compararía con besar a la amada!

¡Oh, si él me besara con los besos de su boca!
Porque mejores son tus amores que el vino.

Ni siquiera Cantares puede eliminar aquella sensación. Más bien, cuando leo el poema de Salomón lo que en mí se despierta es un deseo inmenso de amar así, de ser amado así. La sola lectura no colma mis expectativas. El conocimiento intelectual de todo ese amor no me es suficiente. Yo quiero, anhelo, sueño, vivir todo ese amor.

Así es con Dios. Conocerlo es amarlo. Tal es la razón por la cual Cantares está en la Biblia, tal es la razón por la cual el Salmo 45 está en la Biblia. Son poemas de amor, pero ilustran una realidad más profunda: cómo quiere Dios que sea nuestra relación con Él.

Llegamos de este modo a uno de los detalles más interesantes de la palabra conocer en la Biblia. La Biblia utiliza conocer para referirse a la unión en intimidad sexual de la pareja bendecida por Dios (p. ej., Mt. 1:24-25). Esta comprensión de conocer me abruma, me trasciende. Embebe el simple conocimiento intelectual dentro del mucho más abarcador placer sexual en una relación de amor, que es el máximo placer que pudiéramos experimentar en nuestros cuerpos mortales. Nadie que haya amado así se atrevería a decir que prefiere el amor contado en un libro. El conocimiento de la persona amada trasciende por lejos el conocimiento intelectual.

¿Qué tiene que ver todo esto con la fe? ¡Todo! Es imposible amar sin confiar, sin tener fe en la persona amada. Y no tiene sentido amar lo que no conocemos (por eso el mandamiento es amar al prójimo, es decir al próximo; no al lejano que no conocemos). Una de las características que Pablo menciona del amor es que todo lo cree. Es imposible amar a otro sin tener(le) fe.

Así las cosas, conocer a Dios debería implicar amarlo, y si lo amamos es porque le creemos.

Cuando Dios nos está diciendo que lo conozcamos, no nos está pidiendo reducirlo a un teorema. Nos está diciendo: «Vengan y experimenten la intimidad conmigo como nunca la han experimentado; vengan y prueben que Dios es bueno; vengan y gusten el placer de estar conmigo, que mi mayor placer es amar; vengan y se dan cuenta de que conmigo hay delicias y plenitud de gozo; conózcanme, conózcanme hasta la intimidad, y vean que pueden confiar en mí; yo no soy como los otros amores, yo no los abandonaré».

Así quiere Dios que lo conozcamos. Por eso, repito, está Cantares en la Biblia. La enseñanza cristiana es clara: la plenitud que se vive por la confianza en Dios, la fe en Él, tiene una única analogía terrena: el placer sexual con la mujer amada… pareciera que vale la pena intentarlo.

EL TEMOR DE DIOS

En un ensayo bellísimo de Immanuel Kant, diferenciaba el filósofo lo bello y lo sublime. «La emoción en ambos es agradable, pero de muy diferente modo». Las dos atraen, pero lo sublime es más grande: «la emoción de lo sublime es más poderosa que la de lo bello». Mozart es bello, mucho; Bach, sublime. La ciencia es bella; la matemática, sublime. El placer es bello; el amor, sublime. Los alisios son bellos; los huracanes, sublimes. Lo inmanente es bello; lo trascendente, sublime. Lo bello es pequeño; lo sublime, grande. Lo bello atrae; lo sublime aterra y atrae. Lo bello es bello; lo sublime es también bello.

Cuando Job habló sobre las cosas demasiado maravillosas, aludía a la sublimidad de la mente de Dios. Cuando David expresó en sus salmos que al contemplar el cielo y las estrellas se sabía minúsculo, se refería a la sublimidad de la creación divina.

Ahora, Dios sí es bello, como tanto se enfatiza en nuestras iglesias hoy día. Pero Dios es mucho más que bello. Es sublime. Su grandeza atrae y al tiempo repele. Su perfección me hace querer acercarme y al mismo tiempo me espanta al revelar toda la impureza de mi corazón. Su brillo es tal que sería imposible mirarlo de frente y no quedar ciego. Su santidad es tal que es imposible verlo cara a cara y quedar vivo. Nuestra finitud no tiene cómo asir la infinitud de su belleza, de su pureza, de su amor. Sus atributos nos trascienden. Él es Santo, Santo, Santo; nosotros, finitos, profanos.

Cuando Isaías vio a Dios, su primera reacción fue temer por su vida y por ello exclamó:

¡Ay de mí, estoy perdido!
Soy un hombre de labios impuros,
yo, que habito entre gente de labios impuros,
y he visto con mis propios ojos
al Rey, Señor del universo.

Cuando Daniel vio al Hijo del Hombre cayó de bruces y le dijo:

Señor mío, con la visión me han sobrevenido dolores, y no me queda fuerza.
¿Cómo, pues, podrá el siervo de mi Señor hablar con mi Señor?
Porque al instante me faltó la fuerza, y no me quedó aliento.

En caso de que alguien crea que son cosas del Antiguo Testamento, el asunto no es muy diferente en el Nuevo. Cuando el orgulloso Saulo, lleno de sí mismo, de su abolengo y credenciales, se encontró con Jesús, era alrededor del mediodía, pero una luz más refulgente que el sol lo envuelve, lo tumba y lo ciega, según él mismo lo relata al rey Agripa. A lo cual, desde el piso, solo puede preguntar humillado: ¿Quién eres, Señor?

Y cuando Juan, el mismísimo discípulo amado, que se debía sentir muy cómodo en la presencia de su Señor, contempló al Jesús glorificado —cuya descripción es tan bella como aterradora—, cayó como muerto.

Por esta razón es incomprensible la tendencia a considerar el temor de Dios como simple respeto o reverencia. No, no. El temor de Dios es exactamente eso: temor. La Biblia nos llama a temerle y tal cual debemos hacer: debemos temerle. Necesitamos entender que nada más por su misericordia no hemos sido consumidos. Si Dios es Dios, no hay otra posibilidad que morir si estamos frente a Él. Por eso necesitamos quien le dé la cara al Padre por nosotros; por nuestra propia cuenta no tenemos cómo sobrevivir a su encuentro.

La Biblia repite vez tras vez que temer a Dios es el principio de la sabiduría. Es de necios no asustarse ante su presencia. Es imposible intentar asir en nuestra mente la grandeza de Dios y no sentir terror. Nada hay más grande que Él, nadie es más poderoso que Él. Solo al Señor hemos de temer. Temor por otra cosa que no sea Él tiene solo un nombre: idolatría.

Temer a otra cosa, cualquiera que sea, implica que no hemos entendido del todo quién es Dios, por lo tanto, no confiamos en Él, no tenemos fe en Él. Porque también es imposible acercarse y no sentir su amor. Y su amor nos hace entender que esa Fiera Salvaje, con todo su inconmensurable poder, nos quiere proteger.

Una vez más me parece apropiado cerrar con la asombrosa descripción que hace C. S. Lewis de Aslan en El león, la bruja y el armario de sus geniales Crónicas de Narnia:

—¿Es… es un hombre? —preguntó Lucy.
—¡Aslan un hombre! —exclama el Sr. Castor con seriedad—. ¡Claro que no! Te digo que él es el rey del bosque y el hijo del gran emperador allende los mares. ¿No sabes quién es el rey de las bestias? Aslan es un león… el león, el gran león.
—¡Ahh! —exclamó Susana—, yo creía que era un hombre. ¿Es él… lo suficientemente seguro? Yo me sentiría nerviosa de encontrarme con un león.
—Seguro que te sentirás así, querida mía, sin lugar a dudas —dijo la Sra. Castor—, si existe alguien que pueda aparecerse ante Aslan sin que le tiemblen las piernas, ese alguien es más valiente que la mayoría, o sencillamente un tonto.
—¿Entonces él no es seguro? —dijo Lucy.
—¿Seguro? —repitió el Sr. Castor—. ¿No estás escuchando lo que dice la Sra. Castor? ¿Quién mencionó la palabra seguridad? Por supuesto que no es seguro. Pero él es bueno. Él es el rey, te lo aseguro.

Por supuesto que Cristo no es seguro. Pero Él es bueno. Él, solo Él, es el Rey. Se lo aseguro.

Perdón

«Pero en ti se halla perdón,
y por eso debes ser temido».
Salmo 130:4.

He ahí una razón contundente por la cual temer a Dios: Porque en Él se halla perdón. Nosotros los humanos no podemos perdonar los pecados de quienes nos ofenden. Cuando decimos que perdonamos, lo que hacemos es no usar el pecado de la otra persona en su contra. Y eso es todo lo que hacemos.

PEDIR PERDÓN

Para comenzar a entender la idea, hablemos primero de pedir perdón. Cuando la persona A peca contra la persona B, A queda en deuda con B, sujeta a B, esclavizada a B. Pedir perdón es tres cosas: (1) reconocer que adquirimos una deuda con la otra persona por lo que hicimos, (2) aceptar que nuestra falta merece una restauración y (3) afirmar que vamos a dar todo de nosotros para restituir en la medida de lo posible a quien ofendimos. Si este no es el espíritu con el cual pedimos perdón, no es que haya mucho arrepentimiento de nuestra parte.

El Señor de los anillos tiene una ilustración poderosísima al respecto: Cuando lo que queda de la Comunidad del anillo llega a Gondor para hablar con Denethor, senescal regente, ya se había enterado él de la muerte de Boromir, su hijo. Pippin, uno de los hobbits, le cuenta que Boromir murió salvando su vida y la de los otros hobbits que lo acompañaban. Así, Pippin, inducido por la culpa, se ofrece para servir a Denethor en pago por la deuda (aunque vale la pena aclarar que en El señor de los anillos ni Pippin ni los otros hobbits ni ningún otro miembro de la comunidad del anillo fueron culpables de la muerte de Boromir; Boromit buscó su propia muerte). Como la solicitud de perdón debe formalizarse, hay una ceremonia oficial en la cual Pippin jura lealtad a Denethor hasta que el hobbit muera o el senescal lo libere de su carga. Para mostrar la fortaleza del juramento, Pippin queda atado en obediencia al demente Denethor y canta para él una elegía que revela el peso de su sacrificio.

La actitud de Pippin, aunque impulsiva, muestra que la solicitud de perdón debe ir acompañada de la voluntad de restitución. Si no, pedir perdón es mera verbosidad, un saludo a la bandera, un acto típico de nuestra sociedad actual en la cual no hay compromiso con la palabra.

PERDONAR

El episodio de El señor de los anillos también revela la incapacidad que tenemos de restitución real, porque sin importar qué hiciera Pippin, jamás podría traer de vuelta a Boromir. En la realidad cuando pecamos contra alguien tampoco tenemos la posibilidad de restituir por completo el mal causado (piénselo con cuidado y se dará cuenta de ello). En nuestra humana condición la restitución jamás va a ser total.

He ahí la grandeza del perdón. Perdonar no es un acto de minimizar el daño, sino de reconocer toda su magnitud y a pesar de esto no usarlo en contra del ofensor.

La etimología de perdón ayudará un poco: perdón se deriva del verbo perdonar, no al revés. Y perdonar viene del latín perdonāre, compuesto por el verbo donāre (donar, dar, regalar) y el prefijo aumentativo per-. El papel de per- aquí es clave; aún hoy usamos per- para magnificar la acción a la que nos referimos (perjurar es más que jurar, perturbar es más que turbar, etc.). De modo que perdonar es «regalar por completo un acreedor al deudor aquello que le debía». El per-dón es un regalo completo.

Así, quien pide perdón quizás solo equivaldría en magnanimidad a quien condona la deuda, pero perdonar va más allá de condonar. Hay mayor hidalguía en perdonar que en pedir perdón: quien perdona lo hace por el total de los daños, los que el ofensor puede restituir y los que no; quien pide perdón solo tiene poder de restituir una parte.

En El señor de los anillosDenethor libera a Pippin de su deuda y el hobbit recupera su libertad. La acción del senescal, más allá de su demencia, equivale al perdón otorgado. Pippin solo vuelve a ser libre cuando Denethor lo perdona. El perdón libera. Cuando perdonamos, liberamos. En cambio, quien no perdona es semejante a un esclavo porque el esclavo no tiene poder para liberar; el señor, el amo, sí puede. Paradójicamente, la humillación es un reconocimiento de mi alta posición; si no, ¿de dónde me estoy rebajando? Para bajarme, necesito estar arriba. Es el esclavo quien no puede perdonar.

PERDONAR DE VERDAD

No obstante, a pesar la grandeza que exhibe quien perdona, el perdón humano no es eliminación del pecado, sino el acto consciente de no usarlo contra quien nos ofendió, de liberar al ofensor de la deuda que adquirió con nosotros cuando actuó contra nosotros. En el mejor de los escenarios, aunque otro humano nos perdone, su perdón no va a hacer desaparecer ni nuestra falta ni la consecuencia de nuestra falta.

En el más literal de los sentidos, solo Dios puede perdonar pecados. Cuando Dios perdona, no solo no usa nuestros pecados en contra nuestra, sino que los elimina por completo. La profundidad del perdón trasciende nuestra comprensión racional,  por eso las citas bíblicas que mejor ilustran su alcance son todas poéticas o parabólicas (p. ej., Sal. 103:12,  Is. 1:18, Is. 43:25 y Mt. 18:21-35), mas no literales, porque el lenguaje literal es limitado. Cuando las palabras se acaban, hay realidades que solo podemos vislumbrar por medio de figuras literarias, como en «te amo hasta el cielo» o «dos por dos es infinito».

Cuando Jesús le dijo al paralítico que le perdonaba sus pecados, los fariseos se indignaron, puesto que para ellos Él no era Dios. Jesús estaba implicando con ello que era Dios. Si Jesús fuera solo hombre, como los fariseos creían, entonces no podría haber perdonado los pecados del lisiado. No tenía cómo. Dado el supuesto farisaico, la indignación resultaba obvia.

Dios al perdonar nuestros pecados va más allá de liberarnos de la deuda; Él los elimina por completo, restaura lo que pasó, restituye y transforma el mal que cometimos en bendición. Él es Santo, Santo, Santo —separado de nosotros— hasta en su capacidad de perdonar. Nuestro perdón nunca va a tener tanto alcance.

Entonces se entiende lo que dice el salmo: ¡cómo no temerle, si Él y solo Él tiene potestad para perdonar pecados! Sublimidad.

 

De nada

A diferencia de gracias, la expresión de nada puede estar entre las más desagradables del español (y del portugués). De nada prácticamente anula todo lo dicho anteriormente sobre el agradecimiento. Si digo de nada, estoy implicando que no he hecho nada; por ende, no hay nada por lo cual agradecer.

No es orgullo reconocer que hicimos algo por otra persona. Pero sí lo es decir que no fue nada, menospreciando lo hecho como si fuese una limosna, como si no hubiese requerido alguna forma de sacrificio o como si se hubiera hecho de mala gana. El orgullo existiría si nos valiéramos del favor para asirnos a alguna forma de superioridad (que puede darse en múltiples formas); una superioridad inexistente, porque un favor de verdad siempre es una forma de humillación: es poner mi vida en pausa para hacer algo por otro y, por lo tanto, un reconocimiento de la importancia del prójimo a expensas de la mía.

Lo especial de hacer algo por alguien, de mostrarle favor, es que hay un sacrificio personal voluntario. Negar ese sacrificio es robarle toda la esencia a la gracia mostrada. Hacer un favor es una forma de mostrar amor, porque el amor es dar y dar siempre implica despojo.

Por eso, reconociendo que el favor es voluntario, aun si requirió un gran sacrificio, es mejor decir «con gusto», «con amor» o no decir nada y tan solo abrazar, besar o sonreír disfrutando la plenitud que en la vida solo se siente tras haber mostrado gracia.

Si Dios no existiera, no habría nada que agradecer: a Él nada porque no existiría y a los demás tampoco porque no tendría sentido. De la misma manera, tampoco habría nada que hacer por Él ni por los demás. Si existiéramos por un proceso meramente natural en el cual lo único que importara fuera la supervivencia del más apto, los actos de bondad serían a lo sumo apariencias para alcanzar la propagación de los genes, pues todo lo que habría sería «indiferencia ciega y despiadada», en palabras de Richard Dawkins, el ateo y darwinista más famoso del mundo. La cosmovisión importa.

No quiero decir con esto que el ateo no sea capaz de ejercer actos de bondad. Digo que cada vez que muestra gracia o da gracias, su subconsciente creyente traiciona su ilusión de ateísmo. Porque si Dios no existe, la moral objetiva no existe, de modo que los actos de bondad no existen. Y si los actos de bondad no existen, nadie hace un favor real —nadie muestra gracia— y el que lo agradece lo hace… de nada.

Gracias

Hay cierto consenso en cuanto a que la palabra más bonita del portugués es saudade, del que la tomamos tal cual para el español; y la más bonita del inglés es serendipity, cuya adaptación al español es la poco elegante serendipia. Desde que supe de estas dos cosas hace ya varios años me he estado preguntando cuál sería mi palabra favorita en español y hasta ahora no había encontrado una, entre otras porque no hay un consenso tan claro como en inglés y portugués con las dos ya mencionadas.

Pues hoy me di cuenta de que mi palabra favorita en español es gracias. Sí, señores, esa que uno responde cuando alguien le hace un favor.

Hay una diferencia fundamental entre gracias en español y los correspondientes thanks del inglés y obrigado (obligado) del portugués. Thanks guarda una gran semejanza con el danke alemán hasta en la pronunciación y comparten la misma raíz protogermánica, cuyo significado se acerca más a recompensar. Por su parte, en portugués la palabra obrigado tiene el contexto más fuerte de quedar en deuda con quien hizo el favor; por lo tanto, la expresión verbal tiene que ver más conmigo que con el otro.

La gran belleza de gracias en español (como también ocurre con el italiano grazie y el francés merci) radica en reconocer que recibimos algo inmerecido de quien nos mostró su favor, recibimos gracia. Estamos agradecidos con alguien porque esa persona hizo algo por nosotros que no tenía por qué haber hecho.

Por lo tanto, gracias no asume merecimiento ni se centra en el yo, como ocurre en el inglés y el portugués. Gracias reconoce a quien mostró su favor y el inmerecimiento del beneficiario. De lo contrario, si lo recibido fuera merecido, quien lo recibe sería acreedor y quien lo otorga sería el obligado, en cuyo caso no habría nada que agradecer. No. Gracias reconoce que quien dispensó su favor lo hizo a partir de su libre albedrío, porque podría haber hecho cualquier otra cosa, pero mostró gracia.