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Particularismo cristiano

El cristianismo es bien diferente a todas las demás religiones. Esa es quizás la mayor motivación detrás del comentario usual según el cual «el cristianismo no es una religión, sino un estilo de vida». La explicación con que suele continuar la anterior afirmación es que en la religión el hombre busca acercarse a Dios, pero en el cristianismo es Dios mismo quien se acerca al hombre. Y es cierto, así es.

El cristianismo es la religión más patas arriba que existe porque me dice que no tengo que hacer nada, excepto creerle que ya todo lo hizo Él por mí. Todo. Lo único que yo tengo que hacer es creerle y entonces disfrutar lo que Él ya me regaló.

Es mi opinión que, en cuanto a planteamiento, el cristianismo es el único sistema coherente en el mercado de las ideas: si el Sumo Bien existe, ningún ser humano va a ser capaz de alcanzarlo por sí mismo. A pesar de que muchos se engañen, la verdad es que el Sumo Bien está fuera de nuestro alcance humano porque no somos tan buenos; mejor dicho, sin tanno somos buenos.

La gente suele decir que es buena porque no le hace mal a nadie. Aparte de que me resulta muy difícil tragarme ese sapo (no creo que exista alguien que no le haya hecho mal a nadie), la verdad es que, en estricta rigurosidad, la proposición «no le hago mal a nadie, luego soy bueno» no se sigue. De no hacer el mal lo único que podría deducirse —¡y eso asumiendo cierto pragmatismo moral!— es que uno no es malo; no que es bueno. Así que no solo es una afirmación de dudosa rigurosidad conceptual, sino imposible de creer en la práctica.

La realidad es que no somos buenos y, como no lo somos, pues no podemos alcanzar el Sumo Bien por nuestra propia cuenta. ¡Estamos tan separados del Sumo Bien como cualquier número lo está del infinito! (El infinito, por cierto, no es un número). Esto nos deja en un dilema terrible, porque si el sumo bien existe, por supuesto que querríamos y deberíamos estar allí, pero no tenemos cómo alcanzarlo. C. S. Lewis lo pone en estos términos en Mero cristianismo:

Este es el terrible dilema en el que nos hallamos. Si el universo no está gobernado por una bondad absoluta todos nuestros esfuerzos, a la larga, son inútiles. Pero si lo está, entonces nos estamos enemistando todos los días con esa bondad, y no es nada probable que mañana lo hagamos mejor, de modo que, nuevamente, nuestro caso es desesperado. No podemos estar sin ella ni podemos estar con ella.

He ahí la falla de todas las religiones: no se trata de hacer y hacer cosas para ver si al final en promedio soy mejor que peor, porque el promedio es por definición mediocre. Y mediocre en términos de moral es realmente malo (piense qué pasaría si en su próxima entrevista de trabajo usted tuviera la franqueza de decir: «Me considero moralmente mediocre»). En términos de moral, todo lo que caiga por debajo del perfecto estándar de bondad, por definición, no es bueno. La calificación definitiva en moral viene dada en dos posibilidades: o todo lo hago perfecto y mi calificación definitiva es 100, u obtengo un redondo y regordete 0 si en alguna cosa, por pequeña que fuera, me equivoqué. Porque si falto a un punto de la ley moral, ya falté a toda la ley. Seamos honestos, nuestra conciencia lo sabe, nuestra almohada y nuestro pasado atestiguan contra nosotros. Así las cosas, no importa qué hagamos, nunca vamos a dar la talla. Infinito menos cualquier número es infinito. La religión es un fracaso desde su concepción.

Sobre la particularidad del cristianismo

Cristo, por el contrario, plantea que solo por medio de Él es posible alcanzar el cielo, que Él es la verdad y la fuente de vida. Por eso nos tachan a los cristianos de discriminadores. ¡Cómo así que solo hay un camino! ¡Cómo así que solo hay una verdad! ¡Cómo así que solo Él es vida! ¡Es el colmo!

Pero esta objeción es problemática al menos en un par niveles: Primero, toda afirmación de verdad es, por definición excluyente:  2 + 2 = 4 excluye todas las demás posibilidades, que son infinitas no contables; ese solo hecho produce que todo el que diga cualquier otra cosa diferente a 2 + 2 = 4 está equivocado. Yo no discrimino; más bien, el error excluye de la verdad. Segundo, bajo el mismo criterio, quien afirme que todas las opciones son verdaderas, termina discriminando a quien piense que no todas lo son, con lo cual la crítica se cae por reducción al absurdo.

Las religiones, los sistemas filosóficos y las cosmovisiones suelen afirmar proposiciones enfrentadas, de manera que terminan excluyendo casi todas las demás posibilidades. Por ejemplo, el budismo surge en completa oposición al hinduísmo, luego las dos se contradicen (motivo de cruentas guerras por muchos siglos); el judaísmo dice que solo la práctica de sus incumplibles e insufribles leyes da vida (Lv. 18:5; como también lo reconoce Pablo en Ro. 10:4-5 y Gá. 3:12, y el mismísimo profeta Ezequiel en el Antiguo Testamento: Ez. 20:25) y basa su justicia en la herencia de sangre, con lo cual excluye a todo el que no es judío; el islamismo llama a la muerte de todos los infieles que no practiquen el islam; el politeísmo excluye al monoteísmo y viceversa; el neoateísmo es soberbio, grotesco y discrimina a todo el que sea teísta, en particular al cristianismo, al cual ataca con saña; las religiones politeístas, con sus dioses inmanentes, excluyen las monoteístas, cuyas divinidades son trascendentes; el hedonismo y el estoicismo se oponen entre sí. Y para terminar, la posición que afirma que todas las opciones existentes están erradas es en sí misma una cosmovisión que se presenta en franca contención con… todas las demás opciones existentes.   

Está en la naturaleza de toda afirmación —religiosa o no— excluir cosas, si es que con ella realmente se está informando algo. De hecho, en la construcción matemática de la teoría de información un evento informa más que otro en tanto excluya más posibilidades (entre más improbable un evento, mucho más informa, y viceversa). De otra parte, la palabra intelecto proviene de las dos raíces latinas inter y legos; es decir, escoger entre [opciones]. Es apenas natural que uno espere que una persona inteligente informe, que cuando diga algo deseche opciones. Más aún, aquella raíz latina legos proviene a su vez de una raíz indoeuropea de la cual también se deriva la palabra griega logos, que significa conocimiento o saber. Al final de cuentas, es imposible construir conocimiento, saber e instruir, sin excluir opciones.

Resulta entonces insostenible que una proposición cualquiera sea falsa solo porque excluya otras proposiciones. Las ideas se sostienen o se caen por el peso de sus ideas; por lo que excluyan, no porque excluyan. En particular, es insostenible que el cristianismo sea falso porque afirme que solo hay un camino al Sumo Bien: que Dios se acerque a nosotros, porque nosotros no podemos acercarnos a Él. Más bien, parece bastante obvia la carencia de las demás religiones cuando afirman que estamos en capacidad de alcanzar la excelencia moral por nuestra propia cuenta, porque un análisis de muy pocos segundos de nuestro pasado nos revelará a cada uno que hace tiempos nos quedamos cortos de ese estándar.

La verdad del cristianismo

Ahora, la falsedad de las otras religiones no hace verdadero al cristianismo porque se oponga a ellas, pero sí hace su mensaje internamente consistente. Necesitamos la ayuda de Dios para alcanzar a Dios. Necesitamos que quien satisfaga el estándar sirva de puente entre la tierra y el cielo, entre los humanos y Dios. Pero por definición quien satisfaga el estándar de perfección moral, quien alcance el Sumo Bien, tiene que ser Dios mismo. ¡Esa exactamente era la afirmación de Cristo sobre sí mismo!

La realidad es que el único castigo justo por mi incompetencia moral (es decir, mi pecado) es la muerte: si Dios es por definición Vida y Sumo Bien, pues no alcanzar el Sumo Bien significa no alcanzar la Vida. O sea, mi incompetencia moral significa la muerte; la paga del pecado es muerte. Sin muerte, no se sirve la justicia. Si no se sirve la justicia, Dios sería injusto, luego no sería Dios. Por eso no se equivocaban las religiones antiguas al ofrecer sacrificios (o algo o alguien pagaba por ellos o pagaban ellos). Se equivocaban en lo que sacrificaban —por naturaleza imperfecto—, mas no en sacrificar. Sin derramamiento de sangre no hay remisión de pecados. Si no he de pagar yo, alguien como yo pero sin mis errores tiene que pagar. Por lo tanto, el único sacrificio válido por mi pecado debe ser humano como yo, pero perfecto y por ende también divino.

Ese es Cristo. ¿Cómo lo probó? Con su resurrección. Su resurrección no es solo un milagro físico con amplia documentación histórica (tema sobre el cual se puede decir mucho, pero no es el objeto de este escrito), sino la demostración de que Dios Padre aceptó el sacrificio: fue perfecto y por lo tanto, en cuanto humano, no merecía quedarse muerto; y en cuanto divino, no podía quedarse muerto. por lo cual el Espíritu Santo lo resucitó. La Trinidad completa obra en toda su capacidad en el momento cumbre de la historia: la Segunda Persona encarnada se ofreció en sacrificio por los pecados de los humanos y la Primera Persona aceptó el sacrificio, por lo cual la Tercera Persona la resucitó.  

El cristianismo parece entonces una locura, debemos conceder eso. Pero que parezca locura no lo hace falso y menos inconsistente. La verdad es que la única opción de subir al cielo es es que el cielo baje primero a la tierra y nos suba con él. Por lo tanto, si el cristianismo no es cierto, solo queda desesperanza. Al fin y al cabo, ya sabemos que las otras religiones son falsas. De modo que si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe.

Pero si Cristo resucitó, significa que Él es quien dijo ser y que sus palabras son verdaderas. La esperanza de la humanidad pende de una cruz y una tumba vacía (una introducción a la evidencia histórica de la resurrección de Cristo puede encontrarse acá). Él pagó por mis pecados para que yo tenga acceso al Sumo Bien, a la Vida, a la presencia de Dios. Lo único que tengo que hacer para estar en comunión con Él es aceptar el regalo que me hizo. Mi parte es pasiva: aceptar su regalo. Tengo comunión con Dios por lo que Cristo hizo por mí, no por nada que yo haya hecho o llegue a hacer. 

 

 

Smerdiakov y el pecado

En Los hermanos Karamazov, Feodor Dostoievsky narra que un soldado ruso cayó capturado en algún país asiático; allí mediante torturas buscaron hacerle cambiar su fe cristiana y convertirlo al islamismo, pero él no renunció y resistió hasta la muerte. El acontecimiento fue real, pues Dostoievsky comentó la noticia en su diario y de allí la incorporó a la novela. Aparte de la encomiable valentía del soldado, me llama la atención el giro teológico que le da el ruso al asunto.

Smerdiakov es un sirviente de Fiodor Pavlovitch —el inescrupuloso patriarca de la familia Karamazov— y posiblemente un hijo no reconocido suyo. Es en boca de Smerdiakov que Dostoievsky plantea su argumento:

Si caigo en poder de unos hombres que torturan a los cristianos y se me exige que maldiga el nombre de Dios y reniegue de mi bautismo, mi razón me autoriza plenamente a hacerlo, pues no puede haber en ello ningún pecado.

Y más adelante explica su postura:

Cuando contesto a la pregunta de los verdugos diciendo que ya no soy cristiano, yo no miento, pues ya estoy «descristianizado» por el mismo Dios, que me ha excomulgado apenas he pensado decir que no soy cristiano. Por lo tanto, ¿con qué derecho se me pedirán cuentas en el otro mundo como cristiano, por haber abjurado de Cristo, si en el momento de abjurar ya no era cristiano? Si no soy cristiano, no puedo abjurar de Cristo, puesto que ya lo he hecho anteriormente. ¿Quién, incluso desde el cielo, puede reprochar a un pagano no haber nacido cristiano a intentar castigarlo? ¿No dice el proverbio que no se puede desollar dos veces el mismo toro? Si el Todopoderoso pide cuentas a un pagano a su muerte, supongo que, ya que no lo puede absolver del todo, lo castigará ligeramente, pues no sé cómo puede acusarle de ser pagano habiendo nacido de padres paganos. ¿Puede el Señor coger a un pagano y obligarle a ser cristiano aunque no lo sienta? Esto sería contrario a la verdad que el que reina sobre los cielos y la tierra diga la mentira más insignificante [énfasis añadido].

¿Tiene razón Smerdiakov? No lo creo. Uno de los errores más comunes es pensar que las malas acciones son en sí mismas pecados. No es así. Las acciones no son el pecado, sino la consumación del pecado. El apóstol Santiago, hermano de Jesús, lo explica con toda claridad en su carta:

Cada uno es tentado cuando sus propios malos deseos lo arrastran y seducen. Luego, cuando el deseo ha concebido, engendra el pecado; y el pecado, una vez que ha sido consumado, da a luz la muerte (Stg. 1:14-15).

Es decir, el pecado se consuma, se completa, una vez se ejecuta la acción pecaminosa. Pero en realidad, el pecado ya había nacido, y esto antes de ejecutar la acción que lo revela. El deseo nos tienta y el corazón, dejándose llevar por el deseo, toma la decisión de actuar conforme a este. Es ahí cuando nace el pecado, es decir, cuando comienza a existir. El pecado no comienza a existir con la acción, sino con la intención del corazón.

Esto hace entendibles las palabras de Cristo en cuanto a que es posible no haber adulterado físicamente con nadie y haber cometido adulterio toda la vida al codiciar en el corazón a quien no es la esposa. El acto físico no es el pecado en sí mismo, sino la consumación del pecado que ya había comenzado a existir en el corazón. Y, por supuesto, las palabras de Jesús son extensivas a todo pecado, no solo al adulterio.

El estándar del Nuevo Testamento hace explícito lo que en el Antiguo era implícito en medio de tanta ley: antes que en las acciones (posibles de disimular con apariencia de piedad), el pecado está en el corazón que determina el curso de ellas. El mismo Moisés lo entendió así cuando, después de haber dado toda la ley, dijo a los israelitas que se circuncidaran el prepucio pero del corazón  (Dt. 10:16). La circuncisión era la señal del pacto mosaico, y como tal debía apuntar a algo más profundo. La circuncisión simboliza la forma en que debemos llegar a Dios, destapando lo más íntimo de nuestro ser, nuestro corazón. El punto, hecho evidente por Cristo y aún negado hoy por los judíos, es que lo importante es el corazón que determina las acciones y no las solas acciones.

Así las cosas, podemos evaluar las palabras de Smerdiakov a la luz de la real enseñanza cristiana: si él en los zapatos del soldado que murió por su fe hubiera apostatado de la suya, no hubiera quedado exento de pecado porque su acción fuera coherente con la actitud de su corazón, sino condenado porque sus mismos actos revelaban la intención real que había en lo íntimo de su ser. El corazón de Smerdiakov era liviano en su creencia y cobarde. Son estas dos cosas las que subyacen su acción apóstata. Smerdiakov se amaba a sí mismo más que a Dios.

Cuando juzgamos las acciones como buenas o malas, en el fondo queremos decir que la motivación que nos llevó a ejecutarlas era buena o mala, según sea el caso. No es lo mismo dejar caer inocentemente una piedra desde un lugar alto que dejarla caer sobre la cabeza de alguien porque queremos matar a esa persona. La acción puede ser problemática, mas no es el problema fundamental; el problema fundamental es la intención detrás de la acción, la actitud del corazón. Por eso los abogados penalistas hablan de dolo, definido por la RAE como la «voluntad deliberada de cometer un delito a sabiendas de su ilicitud». Y aunque hay diferencias entre la ley civil y la ley moral, el dolo también existe para la ley moral. De hecho, es imposible romper una ley moral en ausencia de dolo. Pecado solo existe cuando hay dolo.

Es por ello que, una vez nos hemos examinado sinceramente a fondo, ninguno de nosotros puede concluir que es bueno o inocente. Conocemos la impureza de nuestro propio corazón. Y Dios, siendo omnisciente, también la conoce. En ausencia de acciones, podemos disimular ante los demás nuestras faltas. No obstante, a Dios no podemos engañarlo, no podemos alegar ante Él inocencia pues, si obramos mal, nuestra propia conciencia nos acusa y Él lo sabe.

Se cuenta que en cierta ocasión el Times de Londres preguntó qué estaba mal con el mundo. G. K. Chesterton, como era usual en él, fue tan breve como certero:

Apreciado señor,

Con respecto a su artículo ¿Qué es lo que está mal en el mundo? Lo que está mal soy yo.

¡El problema soy yo! Es que me miro adentro y no encuentro con qué pararme frente al Dios del cielo. Mis propias obras me condenan porque revelan la suciedad de mi corazón. Lo realmente serio de mis malas acciones es lo que revelan: ¡que el problema soy yo! Lo que está mal soy yo. Lo que hago revela lo que soy, y lo que soy no se diferencia en nada del asqueroso y asustador retrato de Dorian Gray al final de sus días. El profeta Isaías lo dijo de la forma más escueta:

Desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en él cosa sana,
sino herida, hinchazón y podrida llaga (Is. 1:6).

Y

Todos somos como gente impura;
todos nuestros actos de justicia
son como trapos de inmundicia.
Todos nos marchitamos como hojas;
nuestras iniquidades nos arrastran como el viento (Is. 64:6).

Y Cristo fue aún más tajante:

Del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, la inmoralidad sexual, los robos, los falsos testimonios y las calumnias. Estas son las cosas que contaminan a la persona (Mt. 15:19-20).

De manera que cuando David Hume escribió en su Tratado sobre la naturaleza humana que éramos esclavos de nuestras pasiones (de las inclinaciones del corazón), contrario a lo que pretendía, no se estaba justificando, sino condenándose con sus propias palabras. No existe la más mínima diferencia entre Smerdiakov y Hume.

Aunque mientras escribo oigo una vocecita interna que me dice: Suaviza eso, que está muy fuerte, honestamente no sé cómo hacerlo. Estoy plenamente convencido de que si alguien no piensa así de sí mismo es porque no se ha examinado con detenimiento o no está siendo sincero.

Aquí radica el fracaso de todas las religiones: como Smerdiakov creen que son las acciones, enajenadas del corazón, las que determinan mi eternidad. La religión, por definición, busca que por medio de mis buenas acciones alcance yo el cielo, llegue a Dios, me salve (las tres expresiones siendo sinónimas). Empero mis propias acciones no me hacen mejor porque el problema no son ellas, sino el corazón con que las ejecuto. Más bien, lejos de justificarme, ellas terminan atestiguando contra mí. Mis mejores actos de justicia son «como trapos de inmundicia». Luego las religiones se quedan cortas porque no hay nada que yo pueda hacer para ganar el cielo.

De este modo, los intentos religiosos por alcanzar a Dios terminan siendo tan solo grotescas manifestaciones de orgullo, pues se necesita mucha arrogancia para creer que uno va a hacer algo que lo ponga a la misma altura de Dios. Todo sistema que busque hacernos salvos por medio de nuestras acciones está condenado al fracaso por reducción al absurdo. No importa si tal sistema es una religión pagana o si, con apariencia de piedad, se disfraza de enseñanza bíblica. No podemos alcanzar el cielo por nuestra propia cuenta.

C. S. Lewis, como es usual, atinó en su diagnóstico de la situación:

Este es el terrible dilema en el que nos hallamos. Si el universo no está gobernado por una bondad absoluta todos nuestros esfuerzos, a la larga, son inútiles. Pero si lo está, entonces nos estamos enemistando todos los días con esa bondad, y no es nada probable que mañana lo hagamos mejor, de modo que, nuevamente, nuestro caso es desesperado.

Anselmo definió a Dios como el ser más grande concebible. Tal definición intuitiva es la forma filosófica en que se expresa el atributo divino más importante: la santidad. Los filósofos lo llaman el ser más grande concebible, los teólogos lo llaman Santo.  Santidad no quiere decir aburrimiento y cara de imbecilidad. Santidad significa literalmente separación, estar más allá de todo. Ser santo es estar separado. Dios por definición es diferente de todo lo que existe, está más allá. Él es Creador, el resto es creación. Él es eterno, el resto es temporal. Él es, todo lo demás llegó a ser. Él es limpio, yo estoy sucio. Él es puro, yo soy impuro. Él es perfecto, yo soy imperfecto.

De modo que alcanzar el cielo, alcanzar a Dios, tiene de coherente lo que la finitud al intentar alcanzar el infinito. Por lo tanto, si yo no me puedo acercar a Él, no queda sino una posibilidad lógica que pueda darme salvación: que Él se acerque a mí. Si Dios mismo no se acerca, no tengo forma de llegar a Él.

Es este el punto que diferencia al cristianismo de las demás religiones y sistemas filosóficos. Y para ser sincero, el mismo punto, aunque muy lógico, es el que lo hace tan difícil de digerir. Porque como se trata de que todo lo hace Él, no nosotros, parece increíble. Nuestra parte consiste en aceptar, recibir el regalo que Él ofrece de estar en relación íntima con Él (esto es la salvación, porque Él es un ser personal, y la cercanía con las personas se mide en nivel de intimidad, no en metros). Pero si de eso tan bueno no dan tanto, entonces no hay nada más en el mapa que dé sentido a la vida y la existencia cae en la angustia que tan bien expresaron pensadores como Sartre o Camus.

Ahora, el hecho de que solo el cristianismo tenga la fuerza existencial para dar sentido a la vida no lo hace necesariamente verdadero, solo deseable. El cristianismo se sostiene o se cae con la resurrección de Cristo, pero eso será material de otro escrito.

Nosotros los malos

Uno de los ataques más efectivos al cristianismo en nuestra cultura es mostrar la imperfección de los cristianos. El imaginario colectivo es que los cristianos deberíamos ser perfectos o el cristianismo es falso. Nada más opuesto a la verdad.

La esperanza del cristiano no está en su perfección, sino en la de Cristo. Si yo pudiera ser perfecto por mi propia cuenta, lo cual me capacitaría para llegar a Dios por mí mismo (porque solo lo perfecto puede tocar lo perfecto), mi religión sería el danielismo, no el cristianismo.

Ante tal crítica puede uno decir a la cultura de hoy día lo mismo que Cristo dijo a los fariseos de su tiempo: «¡Yerran ignorando las Escrituras!». El cristianismo es diáfano en este punto:

Cristo dijo: «No he venido a llamar a justos, sino a pecadores»; y también dijo: «los sanos no necesitan médico, sino los enfermos». La primera de sus bienaventuranzas va dirigida a los «pobres de espíritu».

Pablo dijo que Dios escogió «lo insensato del mundo para avergonzar a los sabios, y escogió lo débil del mundo para avergonzar a los poderosos. También escogió Dios lo más bajo y despreciado, y lo que no es nada, para anular lo que es». Todo un ejercicio en la humildad la forma en la que nos describe Pablo: lo insensato, lo débil, lo más bajo y despreciado, y lo que no es nada.

Juan, hablando a los creyentes, dijo: «Si afirmamos que no tenemos pecado, lo hacemos pasar por mentiroso y su palabra no habita en nosotros».

Si usted estaba esperando que el cristianismo dijera que los cristianos eran mejores personas, está caricaturizando el cristianismo. No. Los cristianos estamos sacados de lo peorcito que ha visto el mundo. ¡Y todo esto redunda en mayor gloria a Dios! Porque al ser nosotros las vasijas de barro del mundo, no las hechas con metales preciosos, podemos estar seguros de que la excelencia del poder que nos transforma es de Dios y no nuestra.

¡Razón tienen quienes critican la baja estatura moral de los cristianos! Pero el cristianismo no dice que seamos perfectos, sino que éramos peores y estamos en proceso de perfeccionamiento (los teólogos llaman este proceso santificación). De modo que nuestra imperfección no contradice al cristianismo. Así, si alguien dice que los cristianos son malos y por eso el cristianismo es falso, en realidad poco sabe de qué está hablando. Hasta los peores creyentes, en tanto sean auténticos, son mejores cuando se comparan con lo que eran antes de conocer a Cristo.

Hay otra cara en esta realidad. Quienes hemos sido malos entendemos muy bien nuestra maldad. Conocemos las profundidades de nuestros errores, nuestros pecados, y nos cuesta disimulárnoslos en el alma. ¡Con razón dijo Cristo a los fariseos que las prostitutas y los recaudadores de impuestos iban al cielo antes que ellos! Los hombres somos seres morales, sabemos en el fondo la distinción entre lo bueno y lo malo. Quienes hemos hecho las cosas mal sabemos que las estamos haciendo mal. No hay forma de disfrazárselo al corazón. Por tanto, no extraña que los grandes cristianos sean exhomicidas, como Pablo de Tarso; exparranderos, como William Wilberforce; exprostitutas, como María Magdalena; extraficantes de esclavos, como John Newton; expolíticos corruptos, como Charles Colson; y tantos otros ejemplos grandísimos a lo largo de la historia.

De modo que tampoco extraña cuando guerrilleros, narcotraficantes, adúlteros, homosexuales, degenerados sexuales, pederastas, viciosos, etcétera, terminan rendidos a los pies de Cristo. La propia iniquidad de sus vidas se convierte en el mejor testimonio para el corazón de que la moral existe; y el pecado que les corroe el corazón, en el mejor testigo de que necesitan un Redentor perfecto que les permita estar a la altura del Dador de la moral, porque ellos no pueden hacerlo solos.

No extraña, a la larga, que los pecadores fueran al cielo delante de los fariseos; ni extraña que vayan hoy delante de los hombres (aunque ya no sepamos a ciencia cierta si lo son…) modernos, sofisticados y soberbios que, como Dorian Gray, enmascaran con su estatus social y éxito profesional la oscuridad de su alma, considerando que no se necesitan sino a sí mismos para suplir todas sus necesidades.

Piense si «cambiar» a un bueno produce el mismo efecto que cambiar a un malo y entenderá entonces el asombroso éxito del cristianismo. Porque cambiar el corazón del malo, quitarle el corazón de piedra y ponerle corazón de carne, produce un cambio exponencial no solo en la persona, sino en el mundo en que se mueve; y muestra de paso la excelencia del poder de Dios, porque hacer bueno al malo es más difícil que hacer bueno al bueno, trivialmente. Solo el amor de Dios puede cambiar el corazón del hombre.

¿Quiere esto decir que de veras haya buenas personas?, ¿que quienes no son cristianos sean realmente buenos? Salomón lo respondió bien en su existencial Eclesiastés: «No hay nadie tan honrado en la tierra que haga el bien sin pecar nunca». Si usted quiere caer en cuenta de su propia situación moral, haga el esfuerzo por una semana de ser bueno (¡pero bueno de verdad, sin bagatelas!) y me cuenta al final cómo fracasó con todo éxito. No hay nadie bueno. Nadie. No hay justo ni aun uno. Nadie es bueno, sino Dios. Lo que sucede es que el orgullo de la persona disimula las faltas a su propio corazón. El sofisticado posmoderno o el fariseo antiguo se comparan en su orgullo contra las prostitutas y los políticos corruptos. ¡Cuánta mediocridad! ¿Por qué no se comparan contra la pureza y perfección del Dios Santo? ¡Ese es el verdadero estándar! Pero como saben que terminan mal parados, se anestesian el corazón comparándose a otros mortales a quienes consideran peores. El orgullo es mediocre, por definición. Ese es el problema de quienes dicen contentarse con «ser cabeza de ratón y no cola de león». Mediocridad rampante donde menos podemos darnos el lujo de serlo: en la moral.

¡Ahí radica la diferencia con el cristiano verdadero! El cristiano verdadero, como lo enseñó Juan, es consciente de su propio pecado. Sabe que necesita a Cristo con urgencia. No es hipócrita el cristiano auténtico que lucha con sus pecados a pesar de que muchas veces caiga. Es hipócrita el que los oculta o disimula porque quiere convencerse a sí mismo de su mentira —convenciéndose de que hay gente peor que él— y engañar a los demás.

Los cristianos luchamos contra nuestras debilidades (que no siempre son sexuales, aunque muchas veces sí lo sean). Pero nuestras debilidades son el reconocimiento de la santidad de Dios y nuestra necesidad de Él. No es que nos hayamos hecho cristianos y después dejemos de necesitar a Cristo. Lo necesitamos en el pasado para nacer de nuevo y en el presente para sustentar la nueva vida que nos dio. Separados de Él no podemos hacer nada. Ser cristianos no es dejar de equivocarnos. Ser cristianos es aceptar su sacrificio en la cruz por nuestros pecados pasados, presentes y futuros en esta vida. El cristiano sabe que, a pesar de sus debilidades, el que comenzó la buena obra en nosotros la va a completar. Y por ello, por esa identidad, porque es aceptado y amado tal cual es, porque puede llamar al Dios eterno Padre —un privilegio exclusivo del cristianismo—, puede comportarse de manera digna, buscando agradar a Dios en todo, esforzándose por agradar al Padre porque también lo ama en reciprocidad por el amor que ha recibido de Él; sabiendo que cuando peca, el amor del Padre es más grande y lo restaura.

Amamos. Amamos en reciprocidad a Dios con un amor que busca darle más de lo que somos, porque a quien mucho se le perdona mucho ama. Amamos al prójimo como a nosotros mismos e incluso en ocasiones con un amor superior al que tenemos por nosotros mismos. Nuestra motivación para ser mejores es el amor, hacer felices a Dios y a quienes nos rodean, no la fría perfección ni la hipócrita superioridad moral en sí mismas. Lo segundo es fariseísmo y solo conduce a frustración. Por eso, en nombre de tal amor, el Espíritu de Dios nos capacita para cambiar lo peor de nosotros. Porque queremos agradar a Dios y a nuestros allegados. Mejoramos por amor.

El cristiano auténtico sabe que es pecador y necesita a Cristo, es honesto. El cristiano auténtico sabe que lo que tiene de bueno está en Cristo. El incrédulo se considera bueno y cree que no necesita a Dios, su peor pecado es el orgullo porque lo mantiene hundido en todos los demás.

Porque siete veces caerá el justo, pero otras tantas se levantará; los malvados en cambio, se hundirán en la desgracia.

Sensatez y sentimientos

Los discursos en contravía del hombre moderno no dejan de llamar la atención. Por un lado, de la revolución copernicana termina extrapolándose el llamado Principio de mediocridad, según el cual no somos importantes pues habitamos un planeta promedio de una estrella promedio en una galaxia promedio de la que ni siquiera conocemos con exactitud su ubicación. Tal es el discurso de Carl Sagan en su libro Un punto azul pálido. Y tal es el discurso de Richard Dawkins cuando afirma que «el universo que observamos tiene exactamente las características que esperaríamos si no hay de base diseño, propósito, bien o mal, sino indiferencia despiadada y ciega».

Dicha perspectiva de la realidad no puede ser definitiva pues en tal caso tendríamos que callar ante los horrores del Holocausto nazi o la Gulag soviética. El principio de mediocridad lleva a una perspectiva falsa del hombre, produciendo un vacío que explica bien el surgimiento de pensadores como Sartre y Camus. El existencialismo ateo no es más que una búsqueda desesperanzada en medio de la pérdida total de significado. Al perseguir la ciencia por la ciencia y la razón por la razón, el hombre moderno terminó perdiendo todo su valor por culpa del mismo conocimiento que había prometido emanciparlo, liberarlo de todas sus cadenas, convirtiéndolo en su esclavo. La contradicción del existencialista ateo es que se anhela trascendente pero no sabe cómo liberarse del peso de sus (malas) conclusiones racionales que lo minimizan a materia y nada más. Si partimos de que la Revolución francesa ejemplifica como pocas cosas los valores de razón, libertad e igualdad del hombre moderno (pobremente, dada la despiadada carnicería que en realidad fue), no deja de ser una paradoja reveladora que fueran dos franceses los que hablaran de cuán atados al sinsentido terminaron por la razón.

Por otro lado, uno de los peores defectos que nos dejó la Modernidad fue hacer creer al hombre que era el centro de la existencia. El hombre no puede ser la medida de todas las cosas porque las medidas han de ser objetivas, y el hombre, sujeto por definición, no puede serlo. Incluso nuestras pretendidas versiones idealizadas de nosotros mismos nos desdibujan; el súper hombre es en realidad una alienación del hombre porque nos plantea convertirnos en algo que no somos. El hombre, a despecho de Nietzsche y gusto de Perogrullo, es hombre, no súper hombre. En el intento de emancipar al ser humano de todos sus yugos, el hombre termina volviéndose esclavo de sí mismo. El ser humano fue creado para servir, no para señorear, de manera que aun cuando busque liberarse de cuanto yugo tenga impuesto, su propia naturaleza lo impulsa a servir y, habiéndose liberado de todo lo demás, termina siendo esclavo de sí mismo; un platonismo aterrador.

No es de extrañar que tanto ideal de emancipación haya tenido su sima en Hume, quien dijera en su Tratado sobre la naturaleza humana que «la razón es, y solamente debe ser, esclava de las pasiones, y nunca puede pretender bajo ninguna circunstancia otra cosa que servirles y obedecerles». De manera semejante, Hobbes afirmó en su Leviatán que «los pensamientos son a los deseos lo que los exploradores y espías a las tierras ignotas, que van de un lado a otro hasta encontrar el camino hacia las cosas deseadas».

Tampoco extraña entonces que nos hayamos vuelto un mundo en el que la sensualidad impera. «Ver para creer», el supuesto fundamento sobre el cual se edifica el positivismo científico, del cual, bajo el mismo argumento anterior, Hume es también predecesor, es una afirmación en la que los sentidos (la visión, ver) determinan lo que va a considerarse realidad. Es innegable que ante una epistemología tan pobre, tan escasa, nuestra propia concepción de la realidad metafísica termina distorsionada y el hombre pasa entonces a considerarse a sí mismo y a los demás tan solo como aglutinaciones de materia en un lugar perdido del universo sujeto a lo que sus genes, pequeñas entidades de la química orgánica, determinen para él. Por supuesto, un análisis cercano de la ciencia mostrará que tal aproximación es completamente mentirosa: los paradigmas, que son la esencia misma de la ciencia, como bien lo explicara Thomas Kuhn en su Estructura de las revoluciones científicas, son indemostrables y son lo que realmente importa; lo que sigue es mera «ciencia normal» que se edifica bajo el fundamento incuestionable e indemostrable del paradigma.

Las matemáticas sobre las cuales ha de basarse toda ciencia que se precie de serlo tratan de abstracciones que no podemos observar, tocar, palpar, oír o saborear. Lo abstracto por definición no tiene efectos causales en la realidad física. La mecánica de Newton se fundamenta al menos en dos principios indemostrables: (1) que existe una ley de la gravedad que determina la forma en que interactúa la materia, superior por ende a la naturaleza misma, cuya única pista de existencia viene dada por la ecuación matemática que la representa y que asumimos cierta porque sus efectos son los descritos; y (2) la ley de la inercia: que los cuerpos en reposo permanecen en reposo y los cuerpos en movimiento permanecen en movimiento sin desacelerar… contra toda intuición termodinámica.

Lo que es realmente curioso, por decir lo menos, es que el mismo principio que predomina en la ciencia predomina también en nuestras relaciones con los demás. En un grotesco efecto dominó, lo sensorial, lo sensual, terminó modificando la definición del amor verdadero y llevándola de regreso a la concepción pagana grecorromana en la que el amor está determinado por los sentidos. A despecho de los romanticones, terminaron siendo lo que el friísimo Hume hizo de ellos.

La reducción a lo sensorial terminó entonces haciendo la ciencia de hoy inservible y las relaciones de hoy superfluas. Para ponerlo en términos de Julio Cortázar, famas y cronopios, seres científicos y seres emocionales respectivamente, tan diferentes en apariencia, son en el fondo la misma cosa: seres incompletos determinados por lo sensual. A cuál de los dos ofenderá más la similitud con el otro es difícil de determinar.

DEL ARTE, LA CIENCIA Y EL COMPROMISO CON LA EXCELENCIA

Es la superficial cultura pop (que tiene de arte lo mismo que la biología de ciencia) la que enseña «escucha a tu corazón» y «hagamos lo que diga el corazón». Si el verdadero arte se originara en el sentimiento, los sentidos, lo sensual, entonces la Novena Sinfonía de Beethoven, que se volvió sordo mucho antes de componerla, no habría podido estar nunca entre las grandes de la historia.

El pastor Darío Silva-Silva suele repetir la frase «Es un pensar que es un sentir que es un decir que es un hacer» para ilustrar cómo han de tomarse las decisiones sabias. Silva-Silva parece estar parafraseando a Octavio Paz en su poema Decir, hacer:

Oír

los pensamientos,

ver

lo que decimos

tocar

el cuerpo

de la idea.

Lo que se oye [sentir] es lo que antes se piensa; y luego se ve [sentir] lo que se dice tocar el cuerpo de la idea [hacer lo que se pensó]. El poeta reconoce aquí que la correcta expresión de su arte necesita pasar primero por el tamiz de su pensamiento. Por eso García Márquez, el segundo escritor más importante de la lengua española, después del inalcanzable Cervantes, dijo lo siguiente:

En mi caso el ser escritor es un mérito descomunal porque soy muy bruto para escribir. He tenido que someterme a una disciplina atroz para terminar media página en ocho horas de trabajo. Peleo a trompadas con cada palabra, y casi siempre es ella la que sale ganando.

Nadie hubiera leído a ‘Gabo’ sin que él se hubiera sentado horas a pelearse con las palabras para llenar su texto de belleza. En sus escritos se nota el esmero consciente de ubicar siempre la palabra correcta en la posición correcta.

Cuatro años y medio pasó Miguel Ángel pintando la bóveda de la Capilla Sixtina, una de las expresiones artísticas más impresionantes del Mundo Occidental y de toda la historia de la humanidad. De esos 4.5 años, casi uno dedicó el artista a la preparación de los bocetos de lo que terminaría plasmando en el techo de la iglesia.

La Pasión según San Mateo de Juan Sebastián Bach, que dura 3 horas (compárese con los tres o cuatro minutos en promedio que dura la típica canción pop), se estrenó en 1727 pero Bach pasó haciéndole revisiones, mejorándola, hasta 1736. Es decir, tardó casi 10 años en completarla. La extrema dedicación consciente de Bach a su trabajo, entendiendo que ofrecía a Dios lo mejor que tenía, motivo por el cual cerraba cada obra religiosa completada con las iniciales S.D.G. (Soli Deo Gloria), no le iban a permitir la chabacana posibilidad de ofrecer lo que no le hubiera exigido dejar todo de sí en cada composición, lo cual lo convirtió en el más grande compositor de la historia.

La burda confusión entre la fascinante dedicación del artista con el caudal de sensaciones que dicha excelencia puede producir en los espectadores demerita al artista y lo despoja de su genialidad. Es la decisión consciente del artista de dedicarse por completo a su obra lo que lo hace grande.

No es esto diferente a lo que requiere también la ciencia, es decir, la verdadera, no el malogrado espectáculo de mediocridad que hoy impera en las universidades del Primer Mundo: Thomas Alba Edison solía decir que la genialidad consiste en 90 por ciento transpiración y 10 por ciento inspiración. Por ello nuestros mejores resultados en las ciencias, o nuestros más sofisticados teoremas y más elegantes demostraciones en la matemática, pueden erizar la piel y llenar los ojos de lágrimas al conocedor ante la grandeza del descubrimiento. Es esta la razón por la cual nos sentimos plenos, brillantes, cuando logramos entender, así sea en parte, las teorías que desarrollaron los grandes genios, porque sentimos que compartimos su grandeza y proyectamos como una luna parte de su luz.

En el fondo no hay tanta diferencia entre la obra de un Bach, un Miguel Ángel y un Leibniz. Las tres son capaces de abrumar el pensamiento y arrollar las emociones. Todas están cargadas de sublimidad. Pero no es algo que ni el uno ni el otro hayan logrado sin la dedicación consciente de entregarse a sus proyectos. Las emociones son para quienes se sientan a entender y degustar sus creaciones. Lo demás son bagatelas: llamar arte al reguetón y científico a Richard Dawkins.

LA REDEFINICIÓN DEL MATRIMONIO

Tal reducción a lo sensual no ha pasado sin menoscabo de la definición misma del matrimonio. Hoy las relaciones comienzan y se acaban determinadas por un cosquilleo en la barriga que bien pudieran quitarse de encima con un simple Omeprazol. Ante tamaño desvío, no es ninguna sorpresa que el matrimonio termine siendo lo que el amor romántico determine, aun si el impulso romántico es homosexual o incluye más de dos personas. Porque sin ningún asomo de duda, la redefinición del matrimonio está dada por el sentir romántico de la pareja: si se siente rico, se pueden casar. Como los sentimientos fluctúan, vienen y van, se prenden y se apagan, con la misma consistencia con que las partículas cuánticas deciden si atraviesan la lámina o se estrellan contra ella; o con la misma consistencia del sentimiento de enamoramiento de Amnón, el hijo del rey David, hacia Tamar, su media hermana, que cambió después del orgasmo; las relaciones, sobre todo las que más importan, terminan fundamentadas en la inestable arena de las emociones.  No es de extrañar entonces que, excepto los filósofos posmodernos, educados a los pies de Walt Disney y Hugh Hefner, nadie sensato haya fundamentado nunca en el pasado la relación matrimonial en las emociones.

Robert P. George, filósofo del derecho de Oxford y profesor de Princeton, junto con sus estudiantes, presenta de esta manera la definición clásica de matrimonio (en artículo aquí y en libro aquí), que llama conyugal o comprehensiva, y que «por mucho tiempo ha informado al derecho, así como la literatura, el arte, la filosofía, la religión y la práctica social, de nuestra civilización». Llama la atención que la definición conyugal del matrimonio esté fundamentada en una concepción cognitivista del derecho natural según la cual, contra Hume, las normas morales y otros principios prácticos básicos son principios racionales cuyos caracteres directivo y prescriptivo son independientes de los deseos o sentimientos de las personas. No así la definición revisionista, basada completamente en una perspectiva positivista del derecho, en Hume, en las emociones:

Definición conyugal del matrimonio: La unión de hombre y mujer en cuerpo y mente, que comienza con el mutuo consentimiento y se sella por el coito. Al completarse por los actos de unión corporal por medio de los cuales se crea nueva vida, esta unión es especialmente apta para la reproducción e intensificada por ella, y requiere compartir en sentido amplio la vida doméstica apropiada de manera única para la vida en familia. La unión de los esposos en todos estos sentidos también requiere objetivamente un compromiso total que es permanente y exclusivo.

Definición revisionista del matrimonio: La unión de dos personas que se comprometen a la unión romántica y la vida doméstica: una unión esencialmente emocional, promovida únicamente por la actividad sexual de cualquier tipo en que estén de acuerdo quienes la conforman. Tal compromiso de unión romántica se considera valioso en tanto dure la emoción.

Kant criticó duramente en sus Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime la idea de sustentar el matrimonio en las emociones, en lugar de los principios:

El alegre y afectuoso Alcestes dice: «Amo y estimo a mi mujer porque es bella, cariñosa y discreta». ¡Cómo! ¿Y si, desfigurada por la enfermedad, agriada por la vejez y pasado el encanto, dejase de parecerte más discreta que cualquier otra? Cuando el fundamento ha desaparecido, ¿qué puede resultar de la inclinación? Tomad, en cambio, el benévolo y sesudo Adrasto, que pensaba para sí: «Tengo que tratar a esta persona con respeto porque es mi mujer». Tal manera de pensar es noble y magnánima. Ya pueden los encantos fortuitos alterarse; siempre continúa siendo su mujer. El noble motivo permanece y no está tan sujeto a la inconstancia de las cosas exteriores. De tal calidad son los principios, en comparación con impulsos originados solo de ocasiones particulares, y así es el hombre de principios, al lado de aquel al cual sobreviene una inspiración buena y afectuosa.

Adoptar la concepción de Alcestes para definir el matrimonio es lo que ha promovido también tantos divorcios no-fault, en los que las irreconciliables razones para permanecer son, por ejemplo, no hinchar por el mismo equipo de fútbol o que la pareja dejó de parecer físicamente atractiva. La definición revisionista no requiere ni siquiera limitarse a dos personas, menos de sexos opuestos. Como lo han promovido sus defensores últimamente, cualquier relación puede volverse un matrimonio si las emociones convergen. Y si cualquier relación puede ser un matrimonio, ninguna lo es, pues las definiciones por su misma naturaleza están dadas por lo que excluyen.

No puedo evitar pensar en la famosa paradoja de Russell, donde tocó limitar lo que íbamos a llamar «conjunto» en matemáticas, introduciendo un esquema axiomático de especificación para evitar contradicciones.

EL CRISTIANISMO Y EL PLACER

Søren Kierkegaard, hablando de la pasión entre Abraham y Sara, dice en Temor y temblor lo siguiente:

El sentido profundo del prodigio de la fe lo encontramos en el hecho de que Abraham y Sara pudiesen sentirse tan jóvenes como para poder desear, y que la fe les hubiese conservado en su deseo y, en consecuencia, en su juventud [énfasis mío].

La fe es una decisión, por supuesto; la decisión de creer (y no hablo aquí de la llamada «fe de carbonero», eso es credulidad y es otra cosa). La fe, si es tal, ha de ejercerse acá en el mundo de los vivos. Fe es actuar en este mundo de acuerdo a la confianza que tenemos en el objeto de nuestra confianza. Contra toda esperanza terrena, si es el caso, como ocurrió con Abraham. Fe es saberse viviendo en el sistema de los números naturales entendiendo que existe la recta real. Por eso la fe no le tiene miedo a las restas (para obtener enteros), las divisiones (para obtener racionales) y a Pitágoras (para obtener irracionales). Esos son temores para quienes solo existen la seguridad de la suma y la multiplicación, que siguen siendo siempre naturales; temores de los seguidores de Hume: los que se juran científicos y los que se juran emocionales pero indistinguibles al fin y al cabo entre ellos mismos.

La belleza de Abraham y Sara es que al siglo mantenían viva la llama (¿cómo más hicieron a Isaac?) porque tomaron una decisión: la decisión de creer. La pasión y el romanticismo dependían de su decisión de creer. No al revés. Por eso no puede decirse que el cristianismo anula la pasión y el romanticismo, como si fuera estoicismo. No. El cristianismo les da rienda suelta para que puedan disfrutarse como en ningún otro sistema de pensamiento o creencia. La tranquilidad moral y racional de saberse haciendo lo correcto proporciona una libertad para la expresión del deseo que no puede compararse a la cohibición experimentada cuando transgredimos lo que conocemos cierto. Porque somos seres morales. Y porque, recuerde, fuimos hechos para servir. De modo que servir al dios de nuestros deseos limita el placer a nuestra nauseabunda finitud existencial; pero servir al Dios que es por definición infinito en sus buenas cualidades, nos proporciona infinito espacio para disfrutar. «En su presencia hay plenitud de gozo, delicias a su diestra para siempre».

«Si el hombre no hubiera caído, el placer sexual, en vez de ser menor de lo que es ahora, sería en realidad mayor» dice C. S. Lewis en Mero cristianismo. En sus Cartas del diablo a su sobrino llega al punto de aseverar, en la voz del diablo, que Dios es hedonista de corazón; y afirma también que incluso en el pecado al que él nos induce la única parte buena —y que Satanás removería si en su ausencia aún pudiera convencernos de pecar— es el sentimiento de placer. Porque en el pecado lo único que hay bueno es el sentimiento de placer. Y si el sentimiento de placer es bueno, entonces viene de Dios, de acuerdo con Santiago. Por eso Satanás tiene que tergiversar las cosas que acompañan el placer antes de poder usarlo contra nosotros. El pecado no es el placer, contrario al también satánico engaño; el pecado es la rebeldía del hombre que, decide obrar en contra de lo que sabe correcto para satisfacer sus poco confiables emociones.

En realidad, el peor momento de Abraham y Sara fue cuando pusieron las emociones por encima de su decisión de creer, para que Abraham tuviera un hijo con su criada. Las consecuencias de su mutuo acuerdo en aquella ocasión han sido tan nefastas que han marcado el fratricidio más grande de la historia y que completa ya cuatro milenios. El problema no son las emociones, sino hacerlas el principio rector de nuestro actuar.

EL MATRIMONIO EN EL CRISTIANISMO

El amor es paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor. El amor no se deleita en la maldad, sino que se regocija con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor jamás se extingue.

Aunque esta definición de amor del apóstol Pablo es uno de los pasajes más famosos de la Escritura, pocas personas se dan cuenta de que no hay nada de emocional en ella; la definición de amor en el cristianismo no depende nunca, ni siquiera en el matrimonio, de una reacción visceral, un cosquilleo, un sentimiento romanticón o el deseo sexual. Muy al contrario, la Biblia, en sus dos Testamentos, advierte sobre los peligros que tal situación implicaría. El primer mandamiento, en el cual se nos ordena amar a Dios sobre todas las cosas, especifica que es con todo el corazón (entendido como el eje de la vida misma), con toda la mente, con toda el alma y con todas las fuerzas. Pero no con todas las emociones porque desde tiempos inmemoriales se sabía que estas variaban y no eran confiables. Por eso, sin excepción, los grandes pensadores antiguos y contemporáneos del cristianismo han enfatizado la importancia de fundamentar el amor en la decisión y no en las emociones.

G. K. Chesterton hablaba sobre cuán reveladores resultaban los deseos de los enamorados a hacerse promesas que, por su propia naturaleza, van más allá de los sentimientos. Y tenía razón: en un sentido las promesas les traicionan la calentura del enamoramiento. La necesidad de hacerse promesas revela la fatuidad del sentimiento. El sentimiento no es confiable y por ello debe recurrir a algo que vaya más allá.

Ravi Zacharias, de ascendencia india, en uno de sus mensajes más populares cuenta que su hermano decidió en algún momento casarse con una mujer de la India cuando la familia Zacharias ya vivía en Toronto, Canadá. Le presentaron por carta y fotos ciertos prospectos y así decidió cuál era la mujer que escogía (también con el consentimiento de ella) sin haberla visto jamás en persona. Cuando Ravi, atónito, le preguntó cómo iba a hacer semejante locura, el hermano le contestó: «Nunca lo olvides: el amor es más cuestión de voluntad que una emoción, y si te propones amar a alguien, puedes hacerlo». Hoy son un matrimonio cristocéntrico de más de 40 años. Más adelante añade Zacharias: «El amor es más fuerte que el aleteo del corazón».

Uno de los peores engaños creídos por los cristianos, se colige, es dar por hecho que el sentimiento romántico debe existir para poder iniciar un matrimonio. Y a la larga, esperar que aparezca primero el sentimiento antes de determinar la relación no es otra cosa que fundamentar la relación en los sentimientos. ¡Cuánta infelicidad de cristianos adultos solteros, solos, esperando a la doncella o el Príncipe encantado, nos habríamos evitado (y sí, el pronombre corresponde a la primera persona del plural) de haber comprendido que no era necesario el sentimiento romántico! Por eso el diablo de C. S. Lewis dice lo siguiente en sus Cartas:

A partir de la declaración verdadera según la cual la relación trascendente [generada por la intimidad sexual] tenía la intención de producir familia —y dado que se entre en ella en obediencia, con mucha frecuencia también producirá el afecto—, los humanos pueden ser llevados a inferir que la mezcla de afecto, miedo y deseo que llaman «estar enamorado» es la única cosa que hace al matrimonio feliz o santo. El error es fácil de producir porque en Europa Occidental «estar enamorado» precede con mucha frecuencia a matrimonios hechos en obediencia a los designios del Enemigo; esto es, aquellos con que se proponen fidelidad, fertilidad y buena voluntad; tal como la emoción religiosa, también con mucha frecuencia, pero no siempre, precede la conversión. En otras palabras, hemos de alentar a los humanos a considerar que la base del matrimonio es una versión ampliamente maquillada y distorsionada de algo que en realidad el Enemigo promete como resultado [segundo énfasis mío].

Desde los tiempos de Lewis para acá, el mal se ha generalizado a toda la sociedad Occidental, no solo Europa. Nótese que entrar en la relación en obediencia producirá el afecto. El inglés estaba tan interesado en resaltar la idea que el primer énfasis en el texto es suyo. Lewis ni siquiera afirma que el sentimiento fuera necesario al principio de la relación, sino que iba a surgir de la decisión y las acciones correctas. En uno de los ejemplos más famosos de literatura contemporánea, me es imposible no mencionar a Daenerys Targaryen, el personaje de la famosa y descarnada saga Game of Thrones. Daenerys, una delicada princesa, es forzada a un matrimonio por conveniencia con el salvaje Khal Drogo (Y antes de avanzar se me hace necesario afirmar que no puede haber matrimonio si no hay «mutuo consentimiento», como lo establece la definición conyugal dada anteriormente. ¡Es ese precisamente el eje! Debe haber una decisión de los dos lados. De modo que en principio el matrimonio de Daenerys y Khal Drogo no lo era). Sin embargo, la princesa lejos de resignarse al sino que le tocaba en suerte, decide aprender a ser la esposa que Drogo necesitaba. Cambia toda su mentalidad para adaptarse a la nueva situación Es allí, con la decisión de Daenerys, cuando puede decirse que el matrimonio comienza de verdad… … Quizás ha de ser esa la única perla de verdadera sabiduría en toda la saga.

Volviendo a la cita de Lewis, el inglés considera que poner la relación a depender del impulso emocional primario es un engaño diabólico, puesto que quien habla es el diablo mismo. ¡Es increíble el engaño satánico con respecto a las emociones y las relaciones, y el daño que ha hecho! Satanás reconoce una verdad obvia: la forma más eficiente de propagar el cristianismo es a través del matrimonio cristiano. Los hijos han de ser los discípulos de [las creencias de] los padres. Por lo tanto, una de las formas más efectivas de evitar la propagación del cristianismo no es solo destruir los matrimonios, sino evitar que los creyentes se casen. ¿Cómo hacerlo en la cultura de hoy? ¡Haciendo que la relación matrimonial dependa del sentimiento! En efecto, partiendo de lo ya citado, continua así el texto:

Se siguen dos ventajas. En primer lugar, podemos disuadir a los humanos que no tienen el don de continencia de buscar el matrimonio como solución, pues no consideran que estén «enamorados», y gracias a nosotros, la idea de casarse por otro motivo les parece baja y cínica. Sí, piensan así. Consideran que la intención de lealtad a la relación para ayuda mutua, para la preservación de la castidad y para la preservación de la vida, es algo más bajo que el torrente de emociones… En segundo lugar, los deseos sexuales de cualquier tipo se considerarán «amor» en tanto que con ellos se pretenda el matrimonio, y el «amor» servirá para excusar a un hombre de toda la culpa y protegerlo de todas las consecuencias de casarse con una mujer pagana, necia o de vida disoluta.

Es decir, un engaño con el que se garantizan el éxito de los falsos positivos (los que se casan mal creyendo que hacen bien) y los falsos negativos (los que no se casan creyendo que harían mal).

En conclusión, no podemos dejar a las emociones azarosas la virtud más noble que tenemos los seres humanos, que es la capacidad de amar, y la relación más importante en la sociedad, que es el matrimonio. No es el sentimiento romántico el determinante del origen y edificación del verdadero matrimonio cristiano. Es la decisión romántica. No es por tanto tampoco la anulación del romanticismo. Es que en aras de hacer el romanticismo perenne, ha de fundamentarse y edificarse sobre la roca estable de la decisión, no sobre la arena movediza de las emociones.

Sobre las traducciones modernas de la Biblia

INTRODUCCIÓN

Apareció un anónimo que se volvió viral en redes sociales criticando duramente y con toda ignorancia las traducciones modernas de la Biblia, argumentando que son satánicas porque omitieron versículos que aparecían en la Reina-Valera. Omar Daldi, presidente de la editorial cristiana Peniel respondió de manera muy clara y cita el anónimo completo, pero yo también quiero añadir una respuesta desde otro ángulo.

Así que empecemos por el principio: La Biblia está escrita en 3 idiomas: hebreo, arameo y griego. Casi todo el Antiguo Testamento (AT) está en hebreo, con la excepción de ciertas partes en los libros de Esdras y Daniel que están escritos en arameo. Es mayoritariamente aceptado entre los entendidos que el Nuevo Testamento (NT) se escribió originalmente en griego.

De los manuscritos originales, que suelen llamarse autógrafos, no poseemos ninguno; seguramente se perdieron; si no se perdieron, no los hemos encontrado. Como sucede con todos los escritos de la Antigüedad ocurre también con la Biblia: los eruditos tienen que intentar reconstruir el texto original a partir de los textos posteriores que tienen a disposición. Solo poseemos copias de copias de copias de los autógrafos. La gran diferencia entre la Biblia y otros textos de la Antigüedad es que de la Biblia poseemos múltiples referencias y muy tempranas. Por ejemplo, en 1947 se descubrieron los rollos del Mar Muerto, que contienen manuscritos del AT datados hasta del s. II a.C. Por otro lado, del Nuevo Testamento, hoy poseemos una cantidad casi exagerada de textos que son copias cercanas a los originales. Volveremos sobre este punto más adelante.

REVELACIÓN E INSPIRACIÓN

Empecemos por la revelación. No busco referirme aquí los tipos de revelación (especial o general), sino a la definición como tal. Puede entenderse la revelación bíblica en dos sentidos: Primero, el literal: revelar es quitar el velo de algo que antes estaba oculto. Así se entienden partes de la revelación bíblica como Apocalipsis y las profecías veterotestamentarias. De hecho, la palabra griega apocalipsis significa exactamente eso: revelación. El libro del Apocalipsis es la revelación de los tiempos finales que obviamente nos estaban ocultos y no podríamos haber conocido si Dios no se los hubiera mostrado al apóstol Juan. Tal aspecto de la revelación es real pero no abarca la totalidad de la Escritura. Para ver esto considérese por ejemplo 2 Timoteo 4:9, donde Pablo, encarcelado en Roma, dice a Timoteo: «Haz todo lo posible por venir a verme cuanto antes». No hay aquí una enseñanza tipo Apocalipsis y sin embargo los cristianos también aceptamos que este pasaje es parte de la revelación de Dios. ¿Por qué?

Porque así como en el ejemplo citado de 2 Timoteo, las cartas de Pablo —y muchas otras porciones de la Biblia— están llenas de mensajes que no pueden catalogarse como quitar el velo a una enseñanza oculta, mas no quiere esto decir que en tales porciones no esté buscando Dios comunicarnos un mensaje. De modo que cuando nos referimos a la revelación queremos decir sobre todo comunicación de Dios.

Ahora pasemos a la inspiración. Cuando decimos que la Biblia es inspirada, queremos decir literalmente que es respirada por Dios. La inspiración tiene varias características pero me centraré solo en dos. Primero, es plenaria: Pablo le dijo a Timoteo que toda la Escritura es inspirada por Dios (2 Ti. 3:16); es decir, la inspiración abarca la totalidad de la Escritura. Segundo, es verbal: cada palabra del texto bíblico es inspirada por Dios. Para ver esto, considérese por ejemplo el argumento de Pablo en Gálatas 3:16:

Ahora bien, las promesas se le hicieron a Abraham y a su descendencia. La Escritura no dice «y a los descendientes», como refiriéndose a muchos, sino: «y a tu descendencia», dando a entender uno solo, que es Cristo.

Nótese que aquí el punto de Pablo no solo pende completamente de una palabra sino de una letra: la diferencia la hace que una palabra aparece en singular, no en plural. La razón por la cual hago referencia a estos dos puntos —la inspiración plenaria y verbal— es porque implican que todas y cada una de las palabras de la Biblia están inspiradas por Dios. Sin embargo, no quiere esto decir que el cristianismo acepte, como lo hacen los musulmanes con el Corán, una teoría de dictado: que Dios haya pasado por encima de las facultades de los autores humanos para hacerlos escribir lo que Él quería; aunque explicar este punto me haría desviarme y no es tal el interés de este escrito, la aclaración es importante.

La fuertísima implicación de la inspiración verbal y plenaria es que aunque toda traducción contenga la revelación, ¡ninguna traducción es inspirada por Dios! En particular, ninguna versión en ningún idioma traducido es inspirada por Dios. Más particularmente, en español tampoco lo es ninguna versión: ni la Reina-Valera ni la Nueva Versión Internacional ni la Biblia de las Américas ni la Nueva Traducción Viviente ni la Dios Habla Hoy… ¡ninguna!

DEL TEXTUS RECEPTUS

Erasmo de Rotterdam fue un reconocido teólogo católico y filósofo holandés del siglo 16 d.C., experto en latín y griego. Erasmo tuvo la ambiciosa idea de producir una versión de la Biblia en latín mejor que la famosísima Vulgata Latina, traducida por San Jerónimo en el siglo 4 d.C. Llegó a decir que «era apenas justo que la carta de Pablo a los romanos estuviera en mejor latín». No porque Pablo hubiese escrito Romanos en latín — pues todo el NT se escribió en griego—, sino porque siendo la lengua más importante del Medioevo y principios de la Modernidad, era apenas natural que Erasmo quisiera honrar a Pablo con una bella traducción de su carta a la iglesia de Roma, la tierra del latín. A la postre, en lo que parece haber sido un arranque de vanidad, el holandés también tradujo, medio a las carreras, una versión griega, para poder contrastar su latín con el de la Vulgata. En una de esas grandes curiosidades de la historia, a pesar de su esmerado trabajo en la traducción latina y de su apresurada versión griega, la segunda fue la que se convirtió en un arrasador éxito de librería (pocos, de hecho, saben que él hizo una traducción latina) pues nunca antes se había imprimido un NT en griego. Este NT griego es el que hoy conocemos como Textus Receptus (TR)… que en otra curiosidad, tiene nombre latino.

El TR a su vez estuvo basado en otros manuscritos (de nombres más bien esotéricos como 1, 1rK, 2e, 2ap, 4ap, 7 y 817) entre los cuales el más antiguo data del siglo 11 d.C. Esto implica que las referencias que Erasmo usó fueron tardías, considerando que el NT se terminó de escribir antes del final del s. 1 d.C.. Es decir, Erasmo, usando manuscritos del siglo 11, traduce a comienzos del siglo 16 un libro escrito en el siglo 1: su base de traducción es 1000 años posterior al momento en que se había terminado de escribir el NT. Esto no es en sí mismo un error de Erasmo, pues en aquella época había pocos manuscritos antiguos y eran de difícil acceso: en Basilea, donde llevó a cabo su proyecto, contó principalmente solo con 6 de estos.

Como ya se dijo, Erasmo produjo el TR de afán, y por ello la primera edición estuvo plagada de errores tipográficos; la segunda edición (1519) corrigió muchos de estos errores, aunque muchos quedaron; y en la tercera (1522), aunque todavía quedaban errores, cometió la barbaridad de añadir la llamada coma juanina en el texto a pesar de que sabía que no pertenecía a los originales (más adelante volveremos a este asunto). De todas maneras, el TR se convirtió en la base de traducción de los NT en los movimientos reformados de diferentes lenguas durante casi toda la Modernidad. Hasta el mismísimo Martín Lutero lo usó para traducir la Biblia al alemán. La versión King James, que podría considerarse análoga a la Reina-Valera en el idioma anglosajón; la versión de Tyndale, también en inglés; la Biblia rusa Sinodal; la traducción de Diodati al italiano y la Statenvertaling al holandés son algunos ejemplos, entre muchos más, de la versiones que se basaron en el TR.

DE LA REINA-VALERA

¿Por qué es importante hablar del TR? Porque el TR también es la base griega sobre la cual se fundamenta la traducción al español del NT en la Reina-Valera (RVR). La versión RVR recibe dicho nombre porque fue traducida por Casiodoro de Reina en el año 1569, y posteriormente revisada y publicada por Cipriano de Valera en 1602.

Ha llegado a ser de alta estima en el pueblo evangélico hispano pues fue casi la única traducción con la que, marginados por el catolicismo, los evangélicos contamos durante siglos. La única que hasta hace muy pocos años podríamos llamar propia. Una de las características más notorias de la RVR es la belleza majestuosa de su español, ejemplo sobresaliente del llamado Siglo de Oro de la literatura española, al punto que Marcelino Menéndez Pelayo, filólogo y erudito español del s. XIX, exaltó su calidad literaria y la consideró superior a varias versiones católicas.

CRÍTICA TEXTUAL

Con la llegada de la Modernidad y la Ilustración, surgieron nuevas ciencias o se dio formalidad a ciertas ramas del conocimiento ya existentes. Una de ellas fue la crítica textual. La tarea de la crítica textual es reconstruir los manuscritos antiguos de forma tal que los que hoy tenemos se asemejen cada vez más a los autógrafos. Como solo contamos con copias de copias de copias… de los manuscritos originales bíblicos, la crítica textual es una tarea importantísima: nos permite conocer con mayor exactitud el contenido de los textos originales. El problema es que dichas copias suelen tener errores —a veces inocentes y a veces no tanto— que oscurecen la labor.

Es importante mencionar aquí que la mayoría de obras de la Antigüedad plantean dificilísimas labores a los críticos textuales. Por ejemplo, los eruditos están fuertemente divididos hoy en cuanto a la existencia de Homero, el supuesto autor de la Iliada y la Odisea: una escuela grande, quizás mayoritaria, cree que tales historias son recopilaciones —y mejorías— llevadas a cabo durante varios siglos que decantaron en las bellísimas obras que hoy conocemos. Otro ejemplo digno de mencionar es el de Alejandro Magno (siglo 4 a.C.), de quien solo tenemos noticia por biografías entre 3 y 8 siglos posteriores a su muerte (la más antigua siendo de Diodoro Sículo en el siglo 1 a.C., y la más confiable, la de Arriano en el siglo 2 d.C.), biografías que citan a su vez a los biógrafos originales y contemporáneos de Alejandro, como su general Ptolomeo; pero de tales escritos contemporáneos al heleno no tenemos siquiera una copia.

Por circunstancias que solo pueden atribuirse a la Providencia, con la Biblia, en particular el Nuevo Testamento, la situación es diferentísima: aunque los autógrafos están perdidos, en la actualidad poseemos más de 5800 manuscritos griegos, 10 000 manuscritos latinos y 9300 manuscritos de otras lenguas antiguas que son copias completas o fragmentarias de los originales, algunos tan cercanos a los autógrafos como el papiro en griego P52, datado del 125 d.C., y que contiene un fragmento del Evangelio de Juan. Sorprendente si se tiene en cuenta que los académicos datan el cuarto Evangelio entre 80-90 d.C. ¡El papiro dista entre 35-45 años del original! La cantidad y calidad de textos que hoy poseemos solo puede calificarse de desbordante y abrumadora. Aunque todavía hay preguntas abiertas en cuanto al contenido de ciertos pasajes, tales preguntas tienen que ver más con el orden de las palabras o la interpretación que les dio el traductor o escriba antiguo y no comprometen ninguna doctrina fundamental del cristianismo.

Con base en los mejores y más antiguos manuscritos a disposición hoy, se ha compilado un gran texto que algunos llaman Textus Criticus (texto crítico, TC). El TC sirve de base para todas las traducciones modernas de la Escritura en todos los idiomas. En particular, en español es la base para versiones como la Nueva Versión Internacional (NVI), la Nueva Traducción Viviente (NTV), la Biblia de las Américas (BLA), la Biblia La Palabra Hispanoamericana (BLPH) y la Biblia Textual (BTX), entre otras.

COMPARACIÓN DE LAS TRADUCCIONES MODERNAS Y ANTIGUAS

Con todo el conocimiento que hoy tenemos, sería una necedad rayana en el absurdo no considerar los mejores manuscritos para hacer nuevas traducciones. El problema de las traducciones más antiguas es que los copistas de antaño a veces cometían errores tipográficos; otras veces añadían sus propias opiniones o comentarios al texto. Al tener tan poco material a disposición, los amanuenses o traductores de futuras versiones simplemente perpetuaban los errores de aquellos copistas. Hoy, gracias a Dios, sabemos mejor. Tenemos una crítica textual boyante y los hallazgos arqueológicos y filológicos nos permiten acercarnos con altísima precisión al contenido de los autógrafos. En general esto explica por qué las versiones modernas no contienen ciertos versículos que las antiguas versiones como la RVR sí tenían. ¡Tales versículos no figuran en los textos más antiguos y confiables, sino que fueron añadidos por algún traductor, copista o comentarista en algún momento posterior de la historia! Estos versículos no figuraban en los autógrafos… autógrafos que eran la Palabra inspirada de Dios.

Las fallas que tienen todas estas versiones basadas en el TR no se pueden atribuir a los traductores modernos (Lutero, Tyndale, Reina, Valera, etc). Los traductores hicieron lo mejor que pudieron con la versión griega que tenían disponible en su momento (el TR) y grande corona les espera en el cielo por su labor. No obstante, como ya se explicó, el texto base de Erasmo sí tenía fallas, incluso para el estándar de la época. Para ilustrar esto, vale la pena hacer algunas comparaciones entre el Textus Receptus (TR) y el Textus Criticus (TC):

  • El TR fue escrito con base en 6 manuscritos; el TC por su parte está hecho con base en más de 5800 manuscritos griegos (sin contar los latinos y de otras lenguas que suman alrededor de 20 000).
  • El manuscrito más antiguo que usó Erasmo databa de 1200-1300 d.C.; por contraste, el TC usa manuscritos tan antiguos como el 125 d.C.
  • El TR tiene múltiples adiciones que no existen en el TC porque no figuran en los manuscritos más antiguos y más confiables. Para un recuento véase este enlace (en inglés).
  • Increíblemente, el TR omite palabras o frases que son importantes y que aparecen en el TC (por ejemplo, Mt. 24:36; 1 Co. 9:20; 1 Jn. 3:1).

Mención aparte merece la adición de la llamada coma juanina en el TR y que, sin ninguna mala intención, también copiaron Reina y Valera. La coma juanina es un comentario parentético en 1 Juan 5:7-8, una adición posterior de algún copista que quería reforzar la Trinidad. Para entenderlo más claramente, veamos el texto en RVR:

Porque tres son los que dan testimonio en el cielo: el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo; y estos tres son uno. Y tres son los que dan testimonio en la tierra: el Espíritu, el agua y la sangre; y estos tres concuerdan (1 Jn. 5:7-8).

La coma juanina es la parte que aparece subayada y no figuraba en los manuscritos más antiguos. Tal inserción ha sido fuente de muchos problemas. Erasmo sabía que no era parte del texto bíblico y sin embargo decidió incorporarla en su traducción. No ha faltado quien haya defenestrado la Trinidad y la divinidad del Hijo afirmando que las dos son inventos posteriores de la iglesia para divinizar a Cristo. Por ejemplo, Isaac Newton con todo su poder intelectual se dio cuenta del asunto y lo utilizó como pretexto para justificar su conversión al arrianismo.

CONCLUSIÓN

Más allá de la belleza literaria, las comparaciones no dejan bien paradas a las traducciones existentes que usan el TR como base. El TC ha dejado claro que versículos como Mateo 17:21; 18:11; 23:14; Marcos 7:16; 9:44; 9:46; Lucas 17:36; 23:17; Juan 5:4; Hechos 8:37, entre otros, no hacían parte de los manuscritos originales.

Las diferencias son tan grandes que el gran teólogo y apologista cristiano William Lane Craig, considerado uno de los 50 más grandes filósofos vivos hoy día, sostiene que no es bueno usar las traducciones basadas en el TR (como la RVR y la King James) para estudios bíblicos serios, pues el TR se basa en «la familia bizantina de textos, que es la peor y la más corrompida de todas las familias de textos del NT». No pretende Craig una prohibición del uso de las versiones antiguas como la RVR, como si fuera la Inquisición. Sin embargo, más allá de su inherente belleza literaria, estos textos resultan poco útiles a la hora de estudiar la Biblia.

Yo en particular entiendo el apego a la RVR: aprendí a leer con ella y conozco de memoria largas porciones en esta versión. Sin embargo, cada vez que estoy estudiando textos en español, voy a las mejores traducciones protestantes modernas con base en el TC como las ya mencionadas anteriormente: NVI, NTV, BLA, BLPH (que por la belleza del idioma se está convirtiendo en una de mis favoritas) o BTX, entre otras.

La conclusión de Craig es que si no queremos aprender griego y hebreo, quedaremos a merced de los traductores de las versiones, sean antiguas o modernas. Por lo tanto, quienes estamos interesados en profundizar en la Palabra de Dios, deberíamos procurar el aprendizaje de las lenguas en las cuales nuestra Biblia se escribió.

Cristo es la completez de la ciencia

En una de mis entradas anteriores me referí a la importancia del protestantismo como provocador de la ciencia. Quiero entonces en esta columna completar ciertas ideas que, a mi juicio, le dan soporte a la anterior, y extender un poco más los conceptos e implicaciones.

Múltiples historiadores de la ciencia, creyentes y no creyentes, coinciden en que el desarrollo de la ciencia habría sido imposible sin la cosmovisión cristiana y, en particular, el impulso del protestantismo. Aunque los argumentos son extensos, aquí hago un esbozo de ellos para aclarar la idea, época por época. La razón principal para ello es que, aun cuando en la Edad Antigua hubo algunos brotes de pensamiento científico (sobresale sobre todas las demás figuras la de Arquímedes, una mente solo comparable con Newton y Einstein), la cosmovisión politeísta impedía el surgimiento de la ciencia: para los antiguos el mundo estaba sometido al parecer de divinidades cuyas pasiones y emociones eran idénticas a las humanas, pero con más poder. En consecuencia, el mundo, sujeto a los caprichos de los dioses, no era un lugar muy apto para el descubrimiento científico (algo muy notorio en la astrología desde sus inicios, más preocupada por las variaciones que por las regularidades). No es del todo este el caso con las matemáticas que al fin y al cabo, por su abstracción, se acercaban bastante al platonismo, cosa que en gran parte permitió su desarrollo.

Por supuesto, Occidente es cristiano desde el inicio de la Edad Media, aproximadamente a partir del año 400 d.C., cuando cae Roma y el catolicismo termina heredando y convirtiéndose en el gran poder. Sin embargo, como argumenté en aquella oportunidad, el conocimiento (que siempre ha sido poder) estaba concentrado en unos pocos, generalmente nobles o sacerdotes… y no es que le interesara de a mucho a la iglesia católica que dicha situación cambiara. A inicios de la Edad Moderna, la Reforma tiene el efecto de introducir el conocimiento en la sociedad en general, no solo en unas pocas élites, de modo que el saber se esparce y su crecimiento rápido se vuelve un corolario algo obvio: son muchas cabezas pensando en los problemas que antes solo atañían a unos cuantos.

El cristianismo siempre ha aceptado que existen tres formas de revelación: la palabra creada (la naturaleza, el mundo; Ro. 1:19-20, Sal. 19:1-6), la Palabra escrita (la Biblia; Jn. 5:39) y la Palabra humanada (Cristo; Jn. 1:1, 14). Pero, como ya se dijo, durante la Edad Media poco importó la alfabetización, de modo que estas tres palabras eran, en mayor o menor grado, ininteligibles. Lutero corrige la situación y así la comprensión de la revelación natural, en particular, se vuelve importante. El Dios judeo-cristiano, inmutable y confiable, quien por definición es (YHWH), da sentido al estudio de una creación dotada de estabilidad, de regularidades… de leyes naturales. Más aun, ese mismo Dios es omnisciente e infinitamente inteligente. De modo que la teología natural, el estudio de la palabra creada, sirve como soporte y fundamento a la ciencia: podemos estudiar el mundo porque una inteligencia (afirmamos los monoteístas que Dios) le dio sentido. La ciencia no tiene sentido si no se supone la inteligibilidad del mundo, si no se supone que la naturaleza es comprensible. Esto era absolutamente claro para los científicos protestantes y cristianos en general desde comienzos de la Edad Moderna. En este contexto Newton entendía sus estudios y los avanzaba, a tan exagerado punto que aun sus errores de cálculo los solucionaba metiendo a la fuerza la mano divina.

Estas raíces de la ciencia se perdieron en algún momento de la Edad Moderna. Occidente comenzó a perseguir el conocimiento por el conocimiento (con el positivismo de Comte) queriendo volver dioses a los hombres («Dios ha muerto, viva el superhombre»; si la historia le suena conocida es porque es idéntica a la narración mosaica de la Caída de Gn. 3). Tanto se refundieron estas raíces que a Einstein —científico de la ya entrada Posmodernidad— le parecía eternamente incomprensible que el universo fuera comprensible (¡!). Una incomprensión obvia si no hay Dios.

Nada de esto quiere decir que no se pueda hacer ciencia sin ser cristiano y menos aun que no se pueda sin ser protestante. No. Pero a la larga sí tiene que ver con que ninguna otra cosmovisión da tanto sentido a la ciencia como el cristianismo: La información en el universo (y en la vida como la conocemos, en particular), vista desde su irreductibilidad al mundo material, hace que poco o ningún sentido tengan cosmovisiones donde la naturaleza es el principio de todas las cosas (ateísmo materialista, panteísmo, politeísmo, etc.), de modo que solo las cosmovisiones teístas, en las que Dios suele estar más allá del mundo natural (cristianismo, judaísmo e islamismo, principalmente; aunque es posible el teísmo sin referencia a ninguna de estas tres), sobrevivirían a este escrutinio.  Y entre estas, el cristianismo, por la segunda persona de la Trinidad, la Palabra humanada, el Verbo, el Logos (un concepto de la teología juanina, luego exclusivamente cristiano, no judío ni musulmán), no solamente hace comprensible la naturaleza sino que da sentido al concepto mismo de la información, por definición. Es decir, cuando observamos la naturaleza, ninguna otra cosmovisión pareciera tener más fuerza epistemológica, ninguna otra cosmovisión pareciera ser más consonante con lo observado, que el cristianismo.

Por otro lado, como escribiera también en una entrada reciente, la información específica proporciona uno de los mayores respaldos a la idea de este Logos. Esto es, si partimos de la concepción cristiana de los orígenes, esperamos encontrarnos un universo entendible y plagado de información como el nuestro. Estas dos cosas quieren decir que al observar el mundo esperaríamos encontrarnos detrás suyo a una divinidad como el Logos, y que al partir de un concepto cristiano de los orígenes también esperaríamos encontrarnos una naturaleza entendible —más aun, con lenguaje estructurado, como en el caso de la información biológica— precisamente por causa del Logos.

Tendríamos entonces que la información sí es coherente con el Logos cristiano. Cristo es la completez de la ciencia, tal como los números reales completan los números racionales; así lo afirma William Dembski en su libro Diseño inteligente (Vida, 2005). Sin Él es posible hacer ciencia, sí; al igual que el matemático aplicado puede trabajar solo con los números racionales (los números cuya expansión decimal es finita o se repite indefinidamente), el científico puede trabajar sin referencia directa a Cristo y obtener resultados buenos e importantes. Pero los números racionales son insuficientes en lo conceptual; por ejemplo, un cubo de lado racional siempre tendrá una diagonal que no es racional; no importa cuánto lo aproxime el matemático aplicado, el resultado siempre escapará a su mejor aproximación (por este motivo los pitagóricos arrojaron al mar en su tiempo a quien les mostró que un cuadrado de lado 1 tiene diagonal que mide √2, un irracional). De ahí la necesidad de los números reales. Bajo esta analogía, el científico puede seguir trabajando como venía y nada cambia en su labor, como el matemático aplicado siempre trabajará con los racionales y no con todos los reales. Pero la ciencia solamente tendrá sentido, solo será completa, a la luz del Logos. Él, el Verbo, la Palabra, es quien hace comprensible el universo desde su creación. Cristo es la completez de la ciencia.

Inferencia de teísmo a partir de la ciencia

Hace varios meses escribí una entrada llamada Stephen Hawking: ¿Un universo generado por leyes? en la cual argumentaba que el Big Bang sugiere con mucha fuerza la existencia de Dios. En esta entrada quiero continuar con una idea más fuerte aún. La evidencia de la ciencia no solo sugiere que Dios existe, sino que otros descubrimientos recientes se avienen más con una perspectiva teísta que con una deísta. Para tal propósito se harán necesarias varias definiciones y precisiones preliminares.

La primera de ellas es aclarar que no se trata de una demostración de la existencia de Dios, no al menos en el sentido más matemático de certeza epistemológica. Por eso se usó intencionalmente en el párrafo anterior el verbo sugerir. Sin embargo, la información es tan abundante que, a juicio del autor, concluir que Él existe no conlleva a un salto en el vacío sino, a lo sumo, a un paso menos que incómodo en un suelo desnivelado. Y en ese suelo veo mayor posibilidad de tropiezo para el ateo o el agnóstico que para el teísta o deísta.

Vale la pena entonces en este párrafo hacer una distinción de estos últimos cuatro términos. Ateo es quien no cree en la existencia de Dios. Agnóstico es quien cree que no existe evidencia ni a favor ni en contra de la existencia de Dios. Deísta es quien cree que Dios existe, pero es un ser desentendido del universo. Teísta es quien cree en la existencia de Dios y que Él interactúa con el universo.

Así pues, en la anterior entrada sobre Hawking se dieron las bases de lo que podría ser uno de los argumentos científicos más fuertes en contra de la no existencia de Dios. A los razonamientos de este tipo se les suele llamar argumentos cosmológicos para la existencia de Dios. No constituyen una nueva forma de argumentación, pero desde que conocimos de la ocurrencia del Big Bang es mucho más fácil sustentarlos y esgrimirlos. Más aun, el Big Bang hace conceptualmente complicado y casi insostenible el ateísmo e incluso quita prácticamente todo soporte epistemológico al agnosticismo. Luego, si consideramos lo anterior con seriedad, vemos las opciones reducidas a dos posibilidades: teísmo o deísmo, y entre estas dos opciones parecería que la ciencia se inclinara más a favor del teísmo que del deísmo por dos desarrollos científicos recientes: la física cuántica y la teoría de la información. A continuación intentaré explicar esta afirmación.

Resultados conocidos de la física cuántica nos permiten saber que las partículas elementales no poseen propiedades intrínsecas sino que tales propiedades solo existen de manera relativa: dependen de que haya un observador. De hecho, suponer lo contrario, que las propiedades de las partículas son inherentes a ellas, lleva a contradicciones matemáticas insalvables. Por tal razón —porque las matemáticas son coherentes y se ajustan a la realidad— los físicos han concluido que ciertas propiedades importantes de las partículas (de la materia) solo existen cuando las partículas pueden observarse, que tales propiedades son relativas a la observación y por ende al agente observador (el lector interesado puede encontrar una explicación más rigurosa de este hecho aquí).

Puesto que cualquier forma de vida en el universo estaría compuesta por las partículas que en este habitan, es obvio que ni los seres humanos ni ninguna otra posible forma de vida en el universo pueden ser los observadores de estas partículas desde su inicio (las partículas de las que estamos compuestos existen mucho antes que nosotros). La teoría requiere un observador externo al universo capaz de determinar las propiedades de tales partículas. Y en este acto (hay una acción) de observar es donde se evidenciaría una interacción de tal agente externo con nuestro universo. Los cristianos consideran de manera natural que tal agente es Dios (aunque no se necesita ser cristiano para suponerlo así), luego su interacción con el mundo, su acto de observarlo, se constituiría en una fuerte prueba de teísmo.

De otro lado, está la teoría de la información. El primero en sistematizar una teoría de la información fue Claude Shannon mientras trabajaba en los laboratorios Bell; pero la teoría de la información ha alcanzado nuevos niveles, más allá de Shannon, al punto de considerar hoy la información parte fundamental de la naturaleza, como la materia y la energía. Más aun, se considera que la información es la que da orden a la materia y a la energía (suele decirse que la materia es como el hardware y la información como el software) y que es entendible, como un idioma que se aprende a hablar. Einstein decía que lo más incomprensible del universo es que es comprensible (esto es, que hay información estructurada). El astrónomo Guillermo González ha mostrado en un libro llamado The Privileged Planet [El planeta privilegiado] que las mismas condiciones que hacen habitable la tierra —por su posición en el universo, la vía láctea y el sistema solar, y por el momento de la historia universal— también la hacen estudiable; más aun, González argumenta que difícilmente podría haber existido vida compleja, como la humana, en otro momento de la historia. Es decir, el universo parece estar diseñado para que lo pudiéramos entender en el momento breve de la historia universal en que íbamos a existir los humanos en la tierra. González muestra que en otra posición y tiempo ni habríamos podido existir ni habríamos podido entender el universo.

Tal capacidad de estudiar el universo, de entenderlo, justo en este momento sugiere que hubo un diseñador que intencionalmente quiso dejarnos las instrucciones para comprenderlo. Una vez más, un concepto completamente acorde con el cristianismo. A juicio de quien esto escribe, esa información, en el lenguaje de la ciencia, es un manual de instrucciones de cómo funciona este producto llamado universo y que permite entender en algo al diseñador; por lo menos nos deja claro que se trata de un ser inteligentísimo, dada la complejidad de este universo en el que vivimos y la precisión que se requiere para su funcionamiento. La cosmología parece estar descubriendo hoy las notas del Salmo 19 que David escribió hace tantos miles de años: «Los cielos cuentan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos». En esa información hay comunicación, un acto de comunicar, lo cual sugiere muy fuertemente que, más que deísmo, hay teísmo.

De esta manera, la información y la física cuántica, además de permitirnos entender un poco más este mundo, nos permiten también entender desde la ciencia que el teísmo no está tan lejos de las conclusiones científicas como pudiera pensarse. El agnosticismo es una forma sana y honesta de comenzar a razonar, pero una vez se acumula evidencia contundente a favor de una de las dos posturas, debe ir haciéndose a un lado para dar paso a la evidencia dondequiera que ella lleve; lo contrario sería deshonestidad intelectual. Así, los pasos desde el agnosticismo hasta aceptar la existencia de Dios y luego el teísmo no parecen saltos al vacío sino avances en tierra firme, gracias a la herramienta de la ciencia.

La provocación protestante de la ciencia

Han surgido debates recientes al interior del protestantismo acerca de su influencia en ese concepto —algo etéreo— de lo que hoy llamamos ciencia. Por ejemplo, en el portal de internet español Protestante digital, donde escriben reconocidos pensadores protestantes ibéricos, se presentó hace poco un cruce de columnas entre sus opinadores por las posiciones divergentes al respecto.

Todo empezó con una entrada de César Vidal llamada Protestantismo y revolución científica en el blog La voz, cuya lectura recomiendo al lector. En ella argumenta que el protestantismo provocó (y nótese que el verbo es provocar, no originar) la revolución científica. Dice Vidal que las naciones que adoptaron el protestantismo eran en general más pobres que las naciones católicas a finales del Medioevo, momento en que se inicia la Reforma. Y, sintetizando la idea, esa situación se volteó gracias al impulso de la Reforma a la sociedad y en particular a la ciencia.

No carece de razón Vidal en su afirmación. Cuando estaba en mi pregrado tuve la oportunidad de asistir a un curso llamado Introducción a la modernidad: Reforma, dentro de una serie de varios cursos semestrales que dictó Rubén Jaramillo Vélez. Recuerdo haber leído allí unas afirmaciones de Lutero sobre el cambio sustancial que vivió Alemania gracias a la Reforma. Decía Lutero que, entre muchas otras cosas, incluso en las ropas se veía la mejoría en la Alemania de inicios del s. XVII. Y realmente así era. La Reforma tuvo un efecto básico importantísimo que se expandió rápidamente por toda la Europa protestante: la alfabetización de los países que afectó, impulsada por el mismo Lutero para que cada persona pudiera leer la Biblia en su idioma.

La alfabetización tiene resultados directos tangibles… por ejemplo, que al leer se aprende a hacer los mejores vestidos que vio Lutero, claro. Otro resultado es que un grupo no pequeño de los alfabetizados quiere conocer cada vez más; y en aquel momento coyuntural muchos de ese grupo, como también lo señala Vidal en su columna, fueron cristianos protestantes que vieron en la ciencia una forma de entender a Dios por sus obras en la naturaleza, su palabra creada; por eso en sus orígenes la ciencia moderna también se llamó teología natural. El más grande de estos científicos protestantes —y de toda la historia— fue sin duda Isaac Newton, quien escribió más sobre teología que sobre ciencia y quien fuera además el creador del cálculo, la mecánica y la óptica.

Por supuesto, Newton no fue el único; como menciona Vidal hubo otros protestantes con grandes contribuciones para la ciencia. Lineo (taxonomía), Euler (matemático, quedó ciego muchos años antes de morir pero aun así continuó haciendo grandes contribuciones y podía recitar gran parte de la Biblia de memoria), John Dalton (la teoría atómica), Michael Faraday (electricidad) y JC Maxwell (electromagnetismo) son solo algunos de ellos.

Sin embargo, a todo esto responde Pablo de Felipe (aquí y aquí), protestante, bioquímico y también columnista de la mencionada publicación, que la ciencia no fue casi un monopolio protestante, como lo afirma Vidal. Para ello recurre correctamente a ejemplos de grandes científicos católicos de la época —y, obviamente, tratándose de Europa Occidental, en aquel momento histórico no había sino las opciones de catolicismo y protestantismo— que difícilmente pueden pasarse por alto: Copérnico (heliocentrismo), Veselius (anatomía moderna), Descartes (filósofo e implementador del plano cartesiano) y Fermat (matemático), entre muchos otros; más recientemente, los grandes Mendel (padre de la genética), Pasteur (microbiólogo y químico francés) y Lemaître (padre de la teoría del Big Bang).

Estos son datos incontestables. Sin embargo, lo que no puede negarse es que lo que hoy llamamos revolución científica habría sido imposible sin el protestantismo, pues vale la pena añadir que, antes de la Reforma, el conocimiento estaba restringido al clero y a los poderosos, de modo que la democratización del conocimiento solo se hizo posible gracias a la ya explicada alfabetización de la Europa protestante, que terminó ampliándose a todo el continente gracias a la revolución social que significó la Reforma. Sin este cambio social nunca habría ocurrido la llamada revolución científica, pues para ser verdadera revolución, de efectos sociales notorios, necesitaba ir mucho más allá del clero católico y, de no haber sido por el protestantismo, los pocos científicos católicos de la época no habrían podido generar una revolución social en nombre de la ciencia… sobre todo si se considera la forma en que Roma trataba las ideas que consideraba contrarias y «peligrosas»: la Inquisición.

En resumen, no puede afirmarse con base en la historia que el protestantismo sea algo así como el padre de la ciencia, pues también existieron muchos científicos anteriores a la Reforma. Pero tampoco puede negarse que la ciencia moderna usó y requirió del protestantismo para llegar a ser. No podemos decir que sin protestantismo habría existido una ciencia (o no) porque eso nunca lo sabremos; pero repito: esto que hoy llamamos ciencia, la ciencia —y que no sabemos muy bien cómo definir— no habría existido sin el protestantismo, sin la Reforma.

El gran diseño de Stephen Hawking: ¿Un universo generado por leyes?

Ningún otro descubrimiento científico tiene la fuerza conceptual del Big Bang para defender la existencia de Dios. Dirá alguien que la vida y las biociencias pueden tener la misma fuerza epistemológica a favor del teísmo o deísmo, pero no es así. A diferencia del universo y su Big Bang, nuestro conocimiento de la vida y sus orígenes es completamente limitado. A nivel biológico, lo mejor que tenemos son teorías sobre el origen de las especies, teorías cuya validez se sigue discutiendo a estas alturas. Pero, lo que es peor, lo poco que sabemos sobre el origen de las especies hasta pareciera conocimiento sólido si se compara con el origen de la vida, que no deja de ser la más oronda especulación. Al punto que Simon Conway Morris, profesor de Cambridge y uno de los investigadores más famosos del mundo en los orígenes biológicos, ha propuesto declarar la vida como axioma y dejar de perder el tiempo intentando descubrir su origen.

Pero el Big Bang, al determinar el inicio del universo mismo, tiene grandes implicaciones en los cuestionamientos filosóficos y teológicos sobre la existencia de Dios. Esto es claro de un editorial de John Maddox en la prestigiosa revista Nature hace poco más de 20 años. Decía Maddox: «El Big Bang, además de ser filosóficamente inaceptable, es una postura sobresimplificada del origen del universo y es poco probable que sobreviva de aquí a una década» (Nature [1989], 340, p. 425). Aunque la inviabilidad filosófica a la que alude Maddox hablaba más de sus prejuicios metafísicos que de la veracidad del Big Bang, el punto a resaltar aquí es que aun los círculos más ateos entienden cuán pequeño es el salto conceptual de un universo con origen a una deidad que lo haya creado. Por eso dijo Christopher Isham:  «Tal vez el mejor argumento a favor de la tesis de que el Big Bang respalda el teísmo es la ansiedad obvia con la cual la reciben algunos de los físicos ateos».

Ahora, cuando de ciencias se trata, no se puede considerar la motivación del científico para juzgar sus resultados. Si bien las motivaciones suelen ser determinantes a la hora de los descubrimientos, la veracidad de los hallazgos no depende de ellas. Comentado esto, es menester entender que la motivación del físico Stephen Hawking siempre ha sido dar soporte a su ateísmo. A él siempre le ha molestado el Big Bang porque todo efecto implica una causa, y como el Big Bang sería el primer efecto natural, es intuitivamente obligatorio escribir su causa, también primera, con mayúscula inicial. Sin duda, un golpe duro a la (in)creencia del cosmólogo inglés.

Sin embargo, el problema con las teorías de Hawking sobre el inicio del universo no es la motivación; es que son falsas. Antes, por ejemplo, ya había intentado una teoría en la que negaba el Big Bang; pero al hacerlo, su argumento matemático eliminaba también las leyes de la termodinámica; algo impermisible, por eso se cayó.

Ahora vuelve en su libro The Grand Design con una teoría en la cual afirma que el universo surgió a partir de las leyes naturales, en particular de la ley de la gravedad. El problema con esto es que, si asumimos cierto el materialismo por el cual Hawking aboga, las leyes serían incidentales a nuestro universo, inherentes a él, pertenecientes a él. Si Hawking quiere leyes que hayan formado el universo (no solo que lo rijan), tiene la necesidad de declararlas externas a este para evitar los razonamientos circulares («el universo hizo las leyes y las leyes hicieron el universo»). Pero al hacerlo, al ubicar las leyes fuera del universo, está haciendo que su afirmación se asemeje más a filosofías especulativas que él mismo desprecia que a la ciencia materialista rigurosa como tal a la cual pretende defender. Porque si las leyes naturales están más allá del universo físico, están más allá de la ciencia. Diez años antes de El gran diseño de Hawking, el matemático y filósofo David Berlinski lo explicó en los siguientes términos en Newton’s Gift, su biografía de Newton:

Si la gravedad explica gran cantidad de cosas que de otra forma serían muy confusas, esta explicación se da por medio del misterio. La gravedad actúa a distancia y de inmediato. Ninguna otra fuerza de la naturaleza pareciera comportarse así. Difícilmente puede llamársele mecánica a una fuerza con tales propiedades, aunque se transmita por cuerpos materiales. Lo que resulta tan confuso es el carácter irreducible de la gravedad. Dentro de la mecánica de Newton no hay explicación para la fuerza de la gravedad en términos de otras fuerzas, como el movimiento y la distribución de las partículas. La gravedad es lo que es; y no se puede explicar en términos más simples ni apelando a los constituyentes más elementales de la materia. Conocemos la gravedad por sus efectos, la entendemos por medio de su forma matemática. Más allá, no entendemos nada.

Así era cuando Newton escribió y lo sigue siendo hoy [traducción mía, énfasis mío].

Después de asimilar la idea de Newton en sus Principia, una de las principales conclusiones a extraer es la bancarrota de la reducción materialista en las ciencias. La ley de la gravedad, la más ubicua de las fuerzas del universo, no se puede reducir a la materia; actúa en la materia pero no se puede reducir a ella.

Por tanto, Hawking está determinando la causa del universo a leyes tan ajenas al universo, tan trascendentes, como el Dios cristiano de Karl Barth. Es decir, en últimas, la teoría nueva de Hawking no es otra cosa que la divinización de las leyes, con lo cual el cosmólogo termina avalando lo que tanto quería negar: rechaza la deidad de un ser personal, creador y absolutamente otro, para afirmar la deidad de las leyes naturales. Hawking podrá ser ateo en un Dios personal, pero es absolutamente deísta en las leyes impersonales. Es solo una transposición de la divinidad en cuanto a agente creador. Y, lo que es peor, llega a sus conclusiones científicas solo a partir de indemostrables suposiciones metafísicas que son, por ende, anticientíficas; cosa que a mí particularmente no me incomoda (suscribo por completo la indemostrabilidad kuhniana de los paradigmas), pero que sí echa por la borda la proposición positivista, velada en su argumento, de que toda verdad es científicamente demostrable.

La ciencia funciona así: postulamos leyes que están más allá de la naturaleza para entender la naturaleza. No sorprende entonces que los intentos ideológicos por reducir nuestra comprensión del universo a materia y nada más que materia tengan la ciencia anquilosada. Si queremos explicar este mundo natural, necesitamos apoyarnos en algo que esté más allá de la naturaleza misma.