Jesús se lo dijo. Juan no sabía lo que hablaba cuando pidió al Señor que lo dejara sentarse junto a Él en su gloria; escapaba a él en aquel momento la desproporción de su insolencia. ¿En la gloria del mismísimo Dios encarnado sentado junto a su trono? Casi cuarenta años después, desterrado en la isla de Patmos, entendería la magnitud de su irreverencia.
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Se callaron los cielos, los tres cielos; se calló la Tierra y se callaron los abismos debajo de la Tierra. Nadie pronunció palabra. Si los multiversos tuvieran algún asomo de verdad, también en aquellos mundos todo lo creado habría quedado en silencio. Nadie pronunció palabra, nadie hacía un ruido, nada hacía ruido.
Estaban todos los seres celestiales: el arcángel Miguel, el ángel Gabriel, los guerreros del cielo, los serafines y los querubines; todos hermosos, pero todos en silencio. Lo sabían dentro de sí, ninguno podía levantarse y responder. El ángel poderoso que hizo la pregunta tampoco pudo responderla. Una pregunta corta, una pregunta simple, dejó en silencio la creación entera. Nadie dijo nada. Nadie podía responder nada.
No respondieron los ángeles caídos. Ni los principados ni las potestades ni los gobernantes de este siglo. No. Al mismo Lucifer, bello como el que más, sello de la perfección, acabado en hermosura y vestido de piedras preciosas, lo arrasó un silencio tan sepulcral como el de la morada eterna que le esperaba. ¡Habla ahora Satanás! ¡Dónde quedaron la seducción de tus tentaciones! ¡Dónde tus detestables acusaciones! Un escalofrío le recorrió el cuerpo perfecto. ¿Semejante al Altísimo? ¡Reivindícate! ¡Reclama lo que en tu altivez juraste para ti! No pudo; la gravedad de la gloria, de la pureza que no era suya, paralizó cada parte de su cuerpo, como se paralizaría un microbio sobre la superficie de Júpiter. ¿Júpiter? ¡Si Él se adueñó de las alabanzas a Júpiter! En Él vivimos y somos y nos movemos. Y si Él no quiere —como sucedió con la boca cerrada de Luzbel en el cielo—, no nos movemos.
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Y se calló toda la humanidad. Nadie dijo nada. Desde el primer homo sapiens hasta el último poco sapiens cuyo dedo apretó el botón, nadie dijo nada. Nadie. No podía Adán pararse y decir yo. Tampoco pudo pararse Eva. ¿Con qué cara lo harían?
No hablaron los grandes reyes de la Tierra. Callado estaba Nimrod, grande entre los grandes, y sin embargo allí tan minúsculo. Al Altísimo todos lo veían; Nimrod estaba perdido entre la multitud. Callados estuvieron los faraones cuyos cuerpos embalsamados solo volvieron a abrir los ojos cuando Aquel que era las primicias de la resurrección, Aquel a quien las puertas de la muerte no pudieron detener, les ordenó de nuevo que se levantaran.
Callado estaba David, el hijo de Isaí. ¿Cómo hablar algo? De repente ya no le pareció tan hermosa la mujer del prójimo. Estaba presenciando con sus ojos la promesa más grande que tiempos atrás le hiciera Natán, el profeta; veía a su descendiente, el verdadero Rey, coronarse en gloria y majestad sobre toda la creación. Salomón lo miraba reverente, sin musitar palabra, fiel a sus principios de sabiduría, temiendo la presencia de un Señor más grande que Él, más rico que él, más sabio que él, más apasionado que él, pero infinitamente más santo que él; fue precisamente Salomón quien mejor describiera este momento cuando, refiriéndose a tamaña humanidad indigna, había escrito en el pasado proféticamente de ella que cuando callaba toda (¡por primera vez!), por fin, aunque fuera por un corto instante, pasaba por sabia.
Callado se quedó Nabucodonosor, cabeza de oro puro, que cuando pensó en hablar, aunque pasados tantos miles de años, aspiró todavía el olor de la tierra entre sus dedos y recordó el alto precio de su arrogancia diciéndose en su mente: Este sí es Aquel que construyó un imperio para la gloria de su majestad. Callado se quedó Belsasar, a quien la sola posibilidad de hablar le produjo una resaca de siglos por aquella embriaguez que fuera su último recuerdo.
Callados se quedaron los reyes persas y los reyes medos, pecho de plata; los mismos que se hacían llamar cada uno «rey de reyes» hoy en el cielo se arrinconaban en silencio, asustados, como los desvalidos ciudadanos de las provincias que arrasaron.
Callado se quedó Alejandro el macedonio, vientre de bronce, genio militar y símbolo de la fragilidad humana que, en pleno apogeo de sus proezas conquistadoras y lleno de toda juventud e instrucción, muriera; Magno era un título que no le lucía allí más que al resto de mortales. Somos polvo. Callado quedó Antioco IV contemplando por vez primera en su existencia qué era de verdad una epifanía —¡ah, mortales que se juran dioses!—, mientras la horrorosa impureza de sus abominaciones y sus burlas lo acobardaban con un espanto tan grande que solo podía asemejarse con el de quienes en sus pesadillas quieren gritar y no lo logran.
Callados estaban Rómulo y Remo, piernas de hierro; callados los césares; callado todo el imperio que otrora ante la Verdad se atreviera a cuestionar en la altivez de su asquerosa politiquería ¿qué es la verdad? Roma callaba en un silencio espantador que ahuyentó enseguida todas sus relatividades.
Callados los cuatro imperios vieron cómo una Roca —la Roca— empezó a rodar de la nada y aplastó sus reinos. Y los vencidos no hablan, los vencidos se rinden, los vencidos agachan la cabeza y callan.
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No se atrevieron a hablar quienes habían fundado las religiones. Callado estaba Mahoma, arrodillado delante del Príncipe de Paz. Sí, sarraceno, sí era Dios. En silencio Sidarta Gautama, al igual que Confucio. Todos callados. Callado estaba Moisés… tal vez se le vinieron a la mente aquel egipcio en sus cuarenta años y aquella roca en sus casi cien.
Enmudecidos, con la cabeza gacha, estaban también los respetados sabios de la Tierra. Platón, Aristóteles, Cicerón, Tomás de Aquino, Arquímedes, Newton, Leibniz, Pascal, Euler, Gauss, Kolmogorov, Gödel, Bohr, Maxwell. Los mejores exponentes de la filosofía, de la teología; los grandes genios de la física y las más brillantes mentes de la matemáticas. Todos callaban. Contemplaban de frente la Verdad que pasaron sus vidas buscando. La Verdad no era solo un concepto. La Verdad era una persona.
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Callados quedaron los judíos. ¿«Que su sangre sea sobre nosotros y sobre nuestros hijos»? Hablar después de haber pronunciado tan grande insensatez, viéndolo allá parado a lo lejos, firme, blanco, puro, resucitado, habría sido una desfachatez peor que la de aquel momento cero. No. Los judíos guardaron silencio. Callado quedó Abraham, a quien el peso de su cobardía para cuidar a su esposa y la fuerza de sus pasiones con su esclava le impidieron incluso mover sus labios. Callado quedó Jacob, aquel tramposo que ya había peleado alguna vez contra Él y no pudo vencerlo. Callados quedaron los jueces, los profetas y los reyes. Así como callados, asustados, quedaron los fariseos, los saduceos y los escribas, rogando poder cambiarse las ropas que despedazaron cuando con tanta rabia las desgarraron en contra de Aquel que hoy a la distancia entronado los miraba. Callados todos los judíos no hablaron. Solo lloraron.
En silencio de satisfacción, pero al fin y al cabo silencio, quedó la bienaventurada virgen María. Y sonrió. He ahí la sierva del Señor, la misma que se humillara ante su Dios para que se hiciera con ella según su Palabra.
Simón Pedro no dijo nada; allí en medio de la multitud, parado entre Moisés y Elías, que jamás se escucharon, pensó: ¡Todas las enramadas y las coronas eran solo para Él! Pablo de Tarso quedó mudo; ciego cuando lo conoció, mudo cuando lo reconoció; ¿cómo decir algo cuando se sabía el primero de los pecadores?
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Juan estaba buscándose desde afuera entre la humanidad entera pero no se encontró. Y allí desde afuera, observando toda la realidad, mientras pasaban segundos en silencio que se volvieron minutos, minutos que se volvieron horas, cayó presa del terror ¡Cuánta insolencia de aquel hijo del trueno! ¿Sentarme yo a su lado? Y de repente, dándose cuenta de algo más, se desplomó en llanto:
¡La humanidad había fracasado! Ni un solo humano en toda la historia pudo decir: yo, yo soy digno. ¡Cuánta vergüenza! ¡El peso de nuestra mediocridad, la individual y la grupal, nunca se sintió más abrumador! El insoportable peso de nuestros pecados nos hacía guardar silencio. Somos mediocres hasta en nuestras equivocaciones. Aterrados quedamos todos. Espantados. Juan lloró por la humanidad, aturdido por el más profundo y perforador sentimiento de fracaso. No el fracaso de un ser humano, no el fracaso de una nación, sino el fracaso de toda la humanidad.
Nadie dijo nada. No los grandes reyes de la tierra, no las mentes más favorecidas de la historia, no los fundadores de religiones, no los guerreros más valientes, no los poderosos, no los deportistas y no los millonarios. Ningún ser humano, ni uno solo, se atrevió a pronunciar palabra. A cada uno, sin excepción, las fuerzas le flaquearon. Cada uno, sin excepción, palideció ante el trono del cielo.
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La pregunta que nadie pudo contestar pareció venir de la nada.
Había música alrededor del trono celestial, canciones que entonaban unos seres angelicales y aterradores, en las cuales le repetían al que estaba sentado en el trono que Él era digno y que Él era santo. Cuánta insolencia, Juan. El ángel poderoso iba a preguntar solo una vez. No iba a faltarle al respeto al Verdadero sometiéndolo más de una ocasión a la comparación con sus criaturas, pero la pregunta debía hacerse para que todo hombre lo entendiera. Por ello solo podía ocurrir al final de la historia.
Súbitamente la música cesó. Entonces el ángel abrió su boca: ¿¡Quién es digno!? La pregunta era sencilla, por lo cual produce mayor frustración y abrumadora perplejidad que nadie hubiera respondido. Ningún ser humano lo fue. El cielo quedó en silencio esperando la respuesta. Y no hubo nadie en el cielo ni en la tierra ni debajo de la tierra a la altura de la respuesta a tan elemental pregunta. Nadie habló. La humanidad entera quedó en silencio. Los mismos ángeles quedaron en silencio. Las huestes del mal quedaron pasmadas.
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De repente se levantó Aquel que fue traspasado, Aquel que estuvo muerto pero la muerte no pudo detenerlo, Aquel que fue tentado en todo como nosotros pero sin pecado, Aquel que fácilmente puede sanar enfermos porque tiene el poder para perdonar pecados, Aquel que tiene tanta fuerza que llevó el peso de nuestra sanidad: la de toda la humanidad, la del alma pero también la del cuerpo. Solo Aquel que siempre permanece fiel se puso en pie. Solo Aquel cuyo sí siempre ha sido sí, y su no, no, pudo mantenerse firme y seguro sobre sus pies, inconmovible, porque es la Roca. Solo aquel ser humano perfecto, arquetípico, hermoso, amoroso, misericordioso y compasivo en medio de su perfección. Solo Él. Y nadie más que Él sin pronunciar palabra se levantó de su trono. No necesitaba palabras. Él es las palabras. El Hijo del Hombre reivindicaba al hombre.
Él era digno. Solo Él. Solo Él amó perfectamente, solo Él se humilló perfectamente. Nadie más que Él. Él es el Santo. Santo, Santo, Santo. Diferente de todo lo creado, diferente de aquellos como los cuales se encarnó. Solo Él fue digno, solo Él es digno, solo Él será digno. Por los siglos de los siglos Jesucristo es el único digno. Él es el Digno.
Solo Él podía cargar con todo el peso de la perfección y la hermosura sin que su corazón de amor se envaneciera. Solo Él es el Altísimo y hace parecer pequeños los gigantes de la tierra. Él y solo Él construyó de verdad un imperio que trasciende todas nuestras limitaciones físicas para la gloria de su majestad. Él es el verdadero y único Rey de Reyes. Él es el único digno de recibir coronas y enramadas. Él es la verdad, a Él converge todo el conocimiento y solo en Él la verdad deja de ser epistemología y se vuelve ontología. Nadie merece sentarse a su lado. Él pone reyes y quita reyes. Solo Él. Solo Él es digno. Solo Él tiene poder para perdonar. Solo Él tiene poder para sanar. No existe otro nombre en la tierra bajo el cual podamos ser salvos. Solo Él. Nadie más que Él.
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Mientras toda la creación bajaba la cabeza como escondiendo la conciencia, avergonzados todos a una por la grotesca incapacidad de responder, Jesús se levantó. Pareciera que los seres creados, poco a poco, en términos de la distancia al trono, se iban dando cuenta de que Cristo y exclusivamente Cristo se había levantado. Primero, solo aquellos seres extraños que le servían, tras subir la mirada, empezaron a cantar otra vez con alegría que el Cordero inmolado era digno. Después se unieron al coro todos los ángeles del cielo. Al final, toda la humanidad, toda, to-da, prorrumpió en un único canto de júbilo al unísono con los ángeles, reconociendo que solo Jesús era digno. Así el canto y la adoración que antes de la pregunta solo le rendían aquellos seres extraños que ministraban en su trono se extendió a toda la creación.
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Dios lo exaltó hasta lo sumo
y le otorgó un nombre que es sobre todo nombre
para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla
en el cielo, en la tierra y debajo de la tierra
y toda lengua confiese que Jesús es el Señor
para gloria de Dios Padre.