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Donde la golondrina paró

Las golondrinas no suelen detenerse por mucho tiempo en ninguna parte. Migran con las estaciones huyendo del frío, en busca de lugares más cálidos donde puedan encontrar también más abundante comida. Su vida errante ha venido a representar lo efímero. Gustavo Adolfo Bécquer, hablándole al amor que se fue y no volverá, escribió sus famosas Golondrinas:

Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán.

Pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha al contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres....
¡esas... no volverán!

Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar
y otra vez a la tarde aún más hermosas
sus flores se abrirán.

Pero aquellas cuajadas de rocío,
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer como lágrimas del día....
¡esas... no volverán!

Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón de su profundo sueño
tal vez despertará.

Pero mudo y absorto y de rodillas,
como se adora a Dios ante su altar,
como yo te he querido..., desengáñate,
así... ¡no te querrán!

E Ismael Enrique Arciniegas termina su poema A solas de esta manera:

Hace tiempo se fue la primavera...
¡Llegó el invierno fúnebre y sombrío!
Ave fue nuestro amor, ave viajera,
¡y las aves se van cuando hace frío!

Las golondrinas entonces se convirtieron en una representación del amor pasajero; del amor que el ser humano anhela que permanezca para sentir calor en el invierno, pero se va y deja un vacío tan profundo que ninguna chimenea logra calentar el corazón.

¿Acaso no deseamos todos ardientemente un lugar donde la golondrina se quede a vivir? ¿Uno donde las aves no tengan que huir del frío ni en busca de comida? ¿Uno tan seguro que seamos aceptados como somos y el amor, ese que tanto hemos ansiado y se nos ha escapado, jamás se agote?

Bueno, hay un lugar donde la golondrina paró; un sitio donde el ave viajera hizo su casa, construyó su nido y crió a sus polluelos; un lugar donde el amor jamás va a escaparse y se quedará para siempre: la presencia de Dios.

Aquel que creó este universo con todo su poder también quiere acercarse a nosotros. Ha hecho todo por ganarse nuestro amor. Ofreció la vida de su Hijo por amor. Y una vez aceptemos su propuesta de acercarnos a Él, no nos va a soltar. No se va a ir. Su amor será tan cálido que tampoco nosotros tendremos que huir jamás. Y como Él no se va a ir, sabremos que durará para siempre. Si aun la golondrina tiene allí su hogar, también nuestra alma podrá hallar la paz.

¡Cuán preciosas son tus moradas, oh Señor de los ejércitos!
Anhela mi alma, y aun desea con ansias los atrios del Señor.
Aun el ave ha hallado casa,
y la golondrina nido para sí donde poner sus polluelos:
¡tus altares, oh Señor de los ejércitos,
Rey mío y Dios mío!
¡Dichosos los que moran en tu casa!
Salmo 84:1-4

La duda

Hace pocos días ciertos estafadores me robaron quinientos dólares. Con certeza, la incredulidad me hubiera podido salvar de semejante «tumbada», como decimos en Colombia… y de semejante oso tan peludo de sentirme —saberme— tan idiota. La incredulidad puede salvarnos, eso es incuestionable. Todos sabemos que la duda puede librarnos de decepciones amorosas, de estafas, de accidentes, etc.

Se nos ha enseñado que dudar es malo, pero no. Dudar puede salvarnos del desastre, incluso puede salvarnos la vida. La duda nos puede salvar del error, como lo explica el filósofo John Mark Reynolds en este bellísimo escrito. Dudar no es malo. La duda es un mecanismo de protección legítimo… por ejemplo, para que no lo tumben, no le duela o no se muera. Por eso dice Alfonso Ropero, quien desde hace casi 20 años inspirara en mí estas ideas, que «dudar es un virtuosísimo acto de prudencia» (p. 21). La duda tiene el poder grande de limpiar lo que estorba, de remover las manchas como un blanqueador.

DUDA Y LIBRE ALBEDRÍO

Más aún, dudar se constituye en un acto del libre albedrío, pues este consiste en la capacidad de decir no; es decir, de no aceptar todas las cosas. William Lane Craig refiriéndose al libre albedrío dice lo siguiente:

La libertad nada más requiere que, dado un conjunto de circunstancias, uno sea capaz en algún sentido de abstenerse de hacer lo que haría.

Del mismo modo, William Dembski escribe:

Un acto del libre albedrío presupone la habilidad controlada racionalmente de actuar de otra manera, de modo que distintos cursos de acción constituyen posibilidades genuinas, opciones reales, no reducibles a fuerzas puramente irracionales.

Y añade de manera definitiva:

El libre albedrío es el poder del no… El libre albedrío se ejerce siempre como un acto de negación.

De modo que, en particular, abstenerse de creer lo que sea es un acto de la libertad, un ejercicio del libre albedrío. Dudar es, por lo tanto, un acto muy humano. Esta es la razón por lo cual tiene sentido 1984, la distopía de Orwell, pues aquella deshumanizante policía del pensamiento era capaz de lavar el cerebro para remover toda duda sobre el Gran Hermano, despojando así a los hombres de su libertad de pensamiento. A la vista de este mundo orwelliano se puede entender mejor a Agustín de Hipona cuando decía que la duda es la libertad misma. Por esta misma razón, para Hegel «el escepticismo es la experiencia efectivamente real de lo que es la libertad del pensamiento», según cita Ropero.

Pero la libertad siempre trae consigo responsabilidad. Y esto precisamente porque el libre albedrío implica que podemos responder a las situaciones; no solo reaccionar a ellas, como en un acto reflejo. Ser responsable es literalmente estar en capacidad de responder. En particular en lo relativo a la creencia, somos responsables de lo que aceptemos y lo que desechemos.

LA DUDA COMO CAMINO A LA CREENCIA

Así, la duda debe ser tan solo el primer paso. Es prudente, en ausencia de más información, suponer que todas las hipótesis tienen el mismo peso (tal manera de pensar es análoga al principio de máxima entropía en la termodinámica y en la teoría de información). En esta instancia, el escepticismo, el agnosticismo, no solamente es natural, sino aconsejable.

Pero es rara la situación en la cual después de haber sopesado las posibilidades, todas terminen con el mismo nivel de incertidumbre que al principio. O, para ponerlo por el lado positivo, es común que, una vez analizadas las opciones, la balanza se termine inclinando a favor de al menos una de ellas, en cuyo caso lo prudente y lo sabio es actuar con base en el nuevo conocimiento que tenemos, desechando las que no salieron favorecidas. Por eso, Julian Marías, discípulo de Ortega y Gasset, decía que el escepticismo consistía en «mirar con cuidado a todos lados, estar atento a toda la realidad circundante, hacerse cargo de las cosas, y entonces seguir adelante».

Sí: es sano, aconsejable, sabio, prudente, mirar la calle antes de cruzar. Pero no: no nos quedamos todo el tiempo parados o no vamos a avanzar. Una vez nos cercioramos de que no vienen carros, cruzamos. No avanzar también es una decisión, tanto como atravesar la calle; una decisión por la cual somos responsables, precisamente en virtud de la libertad que tenemos de optar —o no— por ella.

Entonces la duda se perfila como una excelente herramienta que debería llevarnos al conocimiento y a la creencia (y me atrevería a decir que los dos, el conocimiento y la creencia, son formas de epistemología, donde la creencia es una forma sublimada del conocimiento). Por eso decía Aristóteles:

El que quiera instruirse debe primeramente saber dudar, pues la duda del espíritu conduce a la manifestación de la verdad.

Antonio Machado decía que «dudar de la propia duda es la única forma de empezar a creer algo» (¡y me fascina que haya sido un poeta quien tuviera la lucidez de decirlo!). He aquí un punto maravilloso, pues la integridad intelectual requiere que dude tanto de mi duda como de aquello que comencé a dudar. No hacerlo sería deshonesto. Por eso dice Ropero que dudar de la propia duda nos deja muy cerca a la creencia.

De este modo, me parece más conveniente postular la duda con cierta implicación pragmática como la pausa momentánea que lleva a la acción y no la pausa permanente que paraliza. Este es para mí el problema fundamental con el agnosticismo como filosofía de vida: o no se ha dado a la tarea de evaluar si Dios existe o no, o le da miedo ser consecuente con el conocimiento o la creencia adquirida, en cualquiera de las dos direcciones.

De hecho, en estricto rigor lógico, la máxima socrática «solo sé que nada sé» es una flagrante contradicción. Si sé que no sé, entonces sé algo. Y si sé algo, entonces sé que sé algo; dos veces. Y si sé que sé algo, entonces sé que sé que sé algo; tres veces. Y así sucesivamente (mi razonamiento es análogo a la construcción de los números naturales en teoría de conjuntos a partir del vacío, que en este caso estaría dado por la contradicción socrática). ¡Termino conociendo un sinfín de cosas! No solamente una, como el solo de la máxima afirma. Para nosotros los humanos es imposible no conocer nada en absoluto. Son las piedras las que no saben que no saben.

Para reforzar este punto, debo añadir que hay además una gran cantidad de conocimiento en la ignorancia, pues como tan bien lo pusiera Chesterton: «No sabemos suficiente sobre lo que no sabemos como para saber que no se puede saber más de ello». Es decir, para decirlo en términos positivos de lo que aquí nos incumbe, que no puedo hacer afirmaciones categóricas sobre lo que no conozco. De nuevo, sé algo.

Nótese que no hay contradicción en Chesterton, como sí la hay en Sócrates. Chesterton dice: «Sé que no sé algo»; Sócrates dice: «Sé que no sé nada». En conclusión, la completa ignorancia socrática es insostenible. Más aún, la realidad es que en la mayoría de asuntos particulares algo se puede conocer, como lo deja claro Chesterton.

EL PASO A LA CREENCIA

Ahora, si la duda puede librarnos de la muerte, es menester también añadir que solo la fe puede darnos vida. La duda puede funcionar como un blanqueador, pero solo la fe da color a la existencia.

La posibilidad de creación, de creatividad, de generar belleza solo es posible en la presencia de la creencia. Miguel Ángel debía tener fe en que podía sacar su David del mármol o no hubiera comenzado a esculpir; para ponerlo en sus palabras, debía remover de la piedra todo lo que no era David. Es decir, Miguel Ángel debió creer primero: tener la convicción de lo que no veía, llamar al David que no era como si fuese, sostenerse como viendo oculto en la piedra al aún invisible David para poder hacer su magnífica escultura. Si Miguel Ángel se detiene en lo que podían ver sus ojos —el bloque de mármol—, nos hubiéramos quedado sin una de las manifestaciones de creatividad humana más egregias.

Quizás en ninguna parte es más notorio esto que en el amor. Amar requiere creer. Es imposible amar sin creer. El amor todo lo cree. Quien duda, no puede amar. Reynolds dice lo siguiente:

Con el escéptico extremo la situación es diferente. En lugar de creer todo lo que pudiera, él prueba, sopesa y duda al punto de perder la oportunidad. Prefiere perder el amor que ser engañado alguna vez. Piensa: «Mejor no haber amado nunca a un perdedor que haber cometido un error y haber perdido».

Es triste.

Así, el escepticismo es cobardía, como dijimos antes. Y la fe es entonces de valientes. Solo los valientes experimentan el amor. Y nada, ni siquiera la libertad de pensamiento, nos hace más humanos que el amor, nada llena la vida más de sentido, de propósito.

Nunca vamos a tener completa certeza de nada. Pero la duda puede terminar destruyendo todo lo que vale la pena. Si yo le entrego un anillo a la mujer de mis sueños y ella en sus dudas cree que no es de oro lo puede llevar a cierto orfebre para que pruebe si verdaderamente lo es. El orfebre a la larga no puede probar si es de oro, solo si contiene oro, para lo cual deberá remover una parte del anillo y ver si no es imitación. Y entre más persista la duda, más pedazos tendrá que arrancarle al anillo; al fin y al cabo, puede ser que justo el pedacito que revisó el orfebre fuera de oro pero el resto no, de modo que para estar seguros sería mejor remover otro pedazo. Así, la duda de ella desde el mismo comienzo va corrompiendo el regalo, mi acto de gracia, y puede llegar a arruinarlo por completo.

¿Qué puedo yo decir? Escojo creer que soy amado, sobre todos los demás y todo lo demás, por Dios. Esa creencia me ha cambiado la vida para bien. Mi vida está llena de significado desde que acepté no solamente que Dios existe (porque, racionalmente, todo me indica que el Dios cristiano es real), sino que me ama. Mis días se llenaron de color, de luz, de vida. Estoy lejísimos de ser perfecto —¡y no me importa serlo!— pero, como resultado de ese amor, soy mejor persona. Y no soy mejor porque el cristianismo me pida ser bueno. No lo hace; de hecho, todo el punto del cristianismo radica en mi completa incapacidad de serlo. Soy mejor persona porque Él es bueno y me ama. ¿Me entiende lo que le digo? ¡Es bueno y me ama! ¡A mí, que no soy bueno, el Dios que creó el cielo y la tierra, y que sí es bueno, me ama! No me cabe en la cabeza, pero Él me dice que me ama, y yo decidí creerle que sí. Para probarme que de tal manera era amado, Dios dio por mí a su único Hijo —Cristo, que sí era bueno—, para que creyera en Él y junto a Él tuviera vida. Su Hijo es el anillo de valor incalculable que Dios me regaló. Su vida perfecta por la mía imperfecta.

La transformación en mí es la respuesta a creer en su amor. Decido amar porque Él me amó primero. Lo amo a Él y doy —o procuro dar— a los demás el amor que de Él primero recibí. Me da mucho miedo hacerlo, ¡amar duele mucho!, pero mi decisión de fe es amar. Dar un poquito del amor que recibí puede cambiar a una persona y de paso me cambia a mí, porque cuando amo estoy reflejando a Dios, estoy siendo todo lo que fui creado para ser y, por lo tanto, para hacer. Y si mi amor puede cambiarle la vida a una sola persona, entonces la mía ya valió la pena; ya cambié el mundo.

¿Y usted, amigo lector, decide creer? ¿Decide vivir? ¿Decide amar?

Dar

Sé la capacidad que tengo con mi mente y mis palabras. Aún me dan vueltas en la cabeza la cantidad de veces que las utilicé para matar sueños, autoestimas, familias… para satisfacer mis hedonistas placeres, sin importar por encima de quién pasara. Tengo tantos ejemplos de ello en mi cabeza que si no fuera por el Espíritu, que me refuerza continuamente el perdón del cielo, me habría vuelto [más] loco.

Ahora no es así. Quiero usar mis palabras —y todo lo que soy— para dar vida a los demás. Llenar de los sueños que frustré; mostrar a los demás que valen cada gota de la sangre del Cristo que se encarnó por amor a ellos; y construir familias (la mía inclusive, aunque me sea tan esquiva) que transformen el mundo por medio del Dios que reina en ellas. Fue de nuevo mi amiga Sophie quien me hizo recordar hoy cuánto valen para Dios las personas que he acercado a Él (que se me antojan muy pocas) y cuánto valora Dios lo que hago ahora para Él. Dios bendiga su sabiduría.

Yo mismo tengo que pelear contra las ideas de que lo que hago no importa. ¡O, peor aún, de que solo lo malo importa! Porque pareciera que las consecuencias de mis errores me persiguen sin tregua y cada error, pequeño o grande, me tocara pagarlo con intereses muy por encima de la usura… Aunque tal pensamiento sea ridículo, porque si mis pecados recibieran el castigo que merecen, yo debería estar muerto. La paga del pecado es muerte. Por la misericordia del Señor no hemos sido consumidos.

Sea como fuere, me es difícil ver las consecuencias de hacer el bien. Tengo que esforzarme mucho para creer que si no nos cansamos de hacer el bien, a su tiempo segaremos si no desmayamos. Ya no me importa todo lo que sé. ¡Renuncio a mi capacidad de razonar, a mi conocimiento! Son basura. Regalo mis libros, mis cartones y mi estudio, y vendo todo por sentirme vivo. Si lo que hice no tiene perdón en la cruz de Cristo, soy el más desesperanzado de los mortales. Sé en mi corazón que Dios pagó por mis pecados y tengo vida y perdón en Él, no lo dudo por un instante. Pero necesito un milagro. Necesito ver en esta tierra de los vivos su misericordia porque ya no sé cómo continuar. No lo sé. Me rindo. Mis lágrimas son mi pan de día y de noche.

Esta mañana me desperté y los pensamientos de muerte con los que batallo quisieron volver. ¡Pelear contra ellos es más difícil en estos días! Pero oré como sé que lo han hecho las personas que en este tiempo han estado preocupadas por mí. Limpié mi corazón ante Dios con muchas lágrimas y ante quienes tenía conciencia de haber ofendido… algo que de todas maneras hago cada vez que caigo en cuenta de mis pecados y de lo mucho que he dañado a tantos alrededor mío de diferentes formas. Le pedí al Señor que tomara el control y lo hizo. Y después se me abrieron los ojos a una verdad que me ha venido dando vueltas.

Anhelo una vida con propósito. Anhelo una vida como la de Pablo, la de Wilberforce, la de Bach… la sueño con locura. Anhelo una vida como la de tantos que han sido importantes para el mundo porque Dios ha sido importante para ellos. Todos tenían una cosa en común: Amaban desproporcionadamente.

Amaban a Dios y por eso le ofrecieron sus vidas a cambio, lo mejor que tenían. Pero amaban a los demás también. Pienso, por ejemplo, lo que Pablo decía que estaba dispuesto a pasar por las personas de las iglesias que fundó (¡y las cosas tan extremas que en efecto vivió!). Pienso en cuánto amor muestra la vida de Wilberforce, que se entregó por completo al Señor y a los demás. Pienso en que Bach, el mejor compositor de la historia, hacía la música para Dios pero para que sus oyentes se agradaran…

Amaban. Y amar siempre, siempre, es dar. Por eso siempre es más bienaventurado dar que recibir. Salomón dice que unos dan y reciben más de lo que dan. El Sermón del Monte, de nuestro lado, es que podemos dar y dar y dar. Porque también tenemos un Dios, Padre, perfecto, poderoso y amoroso que nos hace plenos y nos quiere dar todo. Nos capacita para dar porque de Él recibimos gracia sobre gracia.

Todo un propósito para la vida. Dar. Porque cuando doy, amo. Porque amar es dar. Porque no hay amor sin dádiva. No dar las sobras, sino dar de verdad. Porque si doy lo que me sobra, no soy diferente a los paganos. Por supuesto que dar, dar de verdad, duele. Es una negación del yo. Lewis decía que si no me duele dar es porque estoy amando poquito. Pero cuando doy, Dios suple y seguramente muchos también devolverán el amor. Dar. El propósito de la vida es dar. Porque el propósito de la vida es amar. Amar a Dios y amar al prójimo.

Pablo, Kierkegaard y yo

Toda mi vida soñé con poder decir junto a Pablo: «Sed imitadores de mí, así como yo de Cristo». Las palabras del apóstol parecían tan fuera de mi alcance que había perdido toda esperanza de alcanzarlas algún día. Las profundidades de los abismos en los que me sumergió mi propio pecado hacían casi imposible creer que alguna vez pudiera pronunciarlas.

Hoy puedo. Hoy puedo pararme sin orgullo pero con certeza a decir que por primera vez en mi vida estoy imitando a Cristo y por eso vale la pena que otros me imiten. Hoy. Y se siente bien. Porque soy libre. Llevaba años deseando que pudiera modelar a Cristo con mi comportamiento. Nada me importa más que parecerme a Él.

¡Cuán largo fue este proceso! Cuántos años para restaurar un corazón tan quebrantado que más parecía incinerado, pues las piezas que lo componían no se asemejaban tanto a un jarrón que cayó al piso, sino a un corazón de carne que pasó por un proceso de cremación. Quizás así lo necesitaba. Romper ese increíble corazón de piedra y convertirlo en un corazón de carne. No sorprende que entre más duro sea el material del que tenemos recubierto el corazón, más fuertes deban ser los golpes que lo descubran.

El corazón de carne nos habilita para sentir como Dios quiere que sintamos. Las corazas de protección que le ponemos encima, sea por circunstancias que escogimos o por las que la vida nos impuso, hacen las caricias de Dios y los abrazos de los hombres tan impersonales como los besos de red social. Una doncella besando las mejillas… del yelmo del guerrero.

¿Es orgullo decir que puedo repetir con Pablo sus palabras? No. No tajante. C. S. Lewis (¡Y cuán importante ha sido Lewis en mi sanidad!) solía decir que humildad no era pensar menos de uno, sino menos en uno. Me encanta tener claro lo que tengo, porque es una ofrenda a Cristo, el único dador de vida a este corazón que estaba muerto. Todo lo que soy se lo ofrecí a Él. Todo lo que soy es por Él y para Él. Se trata solo de Él. Se trata solo de Cristo.

¿Quiere esto decir que soy perfecto? ¡No! No lo soy. El apóstol Juan afirma que si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos. También como Pablo puedo repetir: «No pretendo yo mismo haberlo alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús».

¡Cuántas cosas quedaron atrás! Cuántos corazones dañé buscando ansiosamente solucionar con band-aids los males de un corazón que necesitaba cirugía. Cuántas veces dañé con mis palabras y mis acciones, usándolas para un servicio que solo pudiera catalogarse de demoniaco: robar, matar y destruir. Robar inocencias, matar sueños, destruir autoestimas y hasta acabar con matrimonios… incluso mi propia inocencia, mis propios sueños, mi propia autoestima y mis propios planes de matrimonio. El inventario de mi pasado solo admite una descripción: estiércol. De nada me vale el abolengo (que lo tengo), de nada me valen los títulos (que los tengo). Todo lo tengo por basura por amor a Cristo. Solo me preocupa la excelencia de conocerlo a Él. Como dijo Einstein de Dios digo yo de Cristo: «No me interesa este o aquel fenómeno en el espectro de este o aquel elemento. Quiero saber sus pensamientos; el resto son detalles».

Pero donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia. Y Dios no se rindió. Dios siguió. Las noches de lágrimas provocadas por mis propios errores, las noches de miedo, las noches de impureza, desaparecieron. ¡Y soy libre! Ahora solo quiero proclamar a Cristo. Ahora me esfuerzo, me esmero con todo lo que me da la vida, para que mis palabras y mis acciones sean regalos de Dios para los hombres, no hurtos; que sean vida, no muerte; que sean de edificación, no de destrucción.

De un tiempo para acá no ha dejado de impresionarme cómo Dios empezó a usar a Pablo desde antes de su conversión. En Hechos 1:8, Jesús, antes de subir al cielo, promete a sus discípulos que le serían testigos en Jerusalén, Judea, Samaria y hasta lo último de la tierra. Bien es conocido que Pablo fue el «instrumento escogido» para llevar el evangelio hasta lo último de la tierra. Lo que no es tan obvio es que en Hechos 8 se narra que, debido a la persecución de los judíos a la iglesia, el evangelio salió por primera vez de Jerusalén a toda Judea y Samaria, cumpliendo así la primera parte de la profecía de Jesús. Y el persecutor era Pablo. ¡Dios estaba usando a Pablo desde antes de ser cristiano, en los peores momentos del rabino, momentos del Pablo asesino, para revelar su gloria!

No pretendo parecerme a Pablo en el alcance de mis obras (¡aunque cuánto lo sueño!) pero puedo ver una tendencia semejante en mi vida. Dios no solo me estaba sanando, sino que me estaba preparando. ¡Incluso me usó en medio de mi quebrantamiento para acercar a muchas personas a Él! Mi pastor, Orville Swindoll, dice que estamos diseñados para revelar su gloria y cuán cierto es eso en mí. Si en medio de mi oscuro pecado la gracia de Dios se pudo hacer manifiesta a otros, ¡qué grande es el resplandor de su gloria para que ni siquiera el hoyo negro de mi inmundicia pudiera apagar su luz! ¿Cuánto más podré serle útil a su causa ahora que estoy sano para Él? Su respaldo ha sido tan grande últimamente a mi ministerio de apologética que me abruma pensar en el alcance de su poder a través de mi vida. Soy hechura de Dios, creado en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que yo anduviera en ellas. ¡Heme aquí, Señor!

¿Significa esto que el dolor se acaba en la vida? No. De hecho, desde que se hizo patente este pensamiento de por fin haber alcanzado a Pablo en sus palabras he estado bajo intenso dolor físico y del alma. En el mundo tendremos aflicciones. Me siento el saco de entrenamiento de boxeo del diablo. No hay área de la vida en la que no haya sido vapuleado, sobre todo en la última semana. Pero por primera vez también puedo vivir lo que decía Pedro: es mejor sufrir por hacer el bien que por hacer lo malo. Aunque el sufrimiento sea inevitable, lo que sí podemos evitar es el doble dolor de saber que nos lo provocamos a nosotros mismos. Y es esto tan liberador que si no sonara a masoquismo, diría que me genera alegría. Tal vez es a lo que se refería Santiago, el hermano del Señor, cuando dijo: «Tened por sumo gozo cuando os halléis en diversas pruebas, sabiendo que la prueba de vuestra fe produce paciencia. Mas tenga la paciencia su obra completa, para que seáis perfectos y cabales sin que os falte cosa alguna».

Dice Kierkegaard que la verdadera fe, como la de Abraham camino al monte de Moriah con Isaac, solo es tal después de que, como el patriarca, se ha vivido una «resignación infinita». Y es fe en que acá, en esta Tierra, en este mundo finito, Dios bendecirá. Por ese inexplicable salto de la infinitud de la resignación a la certeza de que en esta vida finita hemos de ver la bondad de Dios, esa certeza que sobrepasa el límite de la razón (sin que la contradiga. ¡Dios bendiga a Gödel!), Kierkegaard llama a la fe «la paradoja de la existencia».  Cualquiera que me hubiese conocido sabría del estado de resignación infinita en el que yo vivía. Pero esa no es la fe, dice el filósofo. No hay fe en la resignación infinita, solo aceptación de las circunstancias. La fe es el salto cuántico de dicho estado a creer que «Dios tiene poder hasta para resucitar a los muertos».

Pues yo hoy creo. Creo porque, aunque el poder de Dios me trasciende, aunque mi finito mundo sea tan reducido como un subconjunto de los números naturales, sé que hay un espacio completo más grande, el real (¡Dios bendiga a Cantor y a Dedekind!), sin agujeros. Sé que Dios es fiel. Sé que Dios proveerá. Sé que he de ver la bondad de Dios en esta tierra de los vivientes; sé que, de todas las buenas promesas de Dios, ninguna dejará de cumplirse; y sé que en el cielo heredaré la vida eterna.

Mi anhelo es vivir para Él. Servirle. Mi anhelo es poder acercar a tantos como pueda a la plenitud que hoy vivo en Él. Que mi Señor me dé fuerzas para cumplir con mi llamado y que, llegado el día en que me lleve a su presencia, pueda oírle decir por fin las palabras que ha sido mi anhelo oír de Él toda la vida: «Bien, buen siervo y fiel».

Y descansar por fin en su regazo.

A Él sea la gloria por los siglos de los siglos.

El silencio del cielo

Jesús se lo dijo. Juan no sabía lo que hablaba cuando pidió al Señor que lo dejara sentarse junto a Él en su gloria; escapaba a él en aquel momento la desproporción de su insolencia. ¿En la gloria del mismísimo Dios encarnado sentado junto a su trono? Casi cuarenta años después, desterrado en la isla de Patmos, entendería la magnitud de su irreverencia.

Se callaron los cielos, los tres cielos; se calló la Tierra y se callaron los abismos debajo de la Tierra. Nadie pronunció palabra. Si los multiversos tuvieran algún asomo de verdad, también en aquellos mundos todo lo creado habría quedado en silencio. Nadie pronunció palabra, nadie hacía un ruido, nada hacía ruido.

Estaban todos los seres celestiales: el arcángel Miguel, el ángel Gabriel, los guerreros del cielo, los serafines y los querubines; todos hermosos, pero todos en silencio. Lo sabían dentro de sí, ninguno podía levantarse y responder. El ángel poderoso que hizo la pregunta tampoco pudo responderla. Una pregunta corta, una pregunta simple, dejó en silencio la creación entera. Nadie dijo nada. Nadie podía responder nada.

No respondieron los ángeles caídos. Ni los principados ni las potestades ni los gobernantes de este siglo. No. Al mismo Lucifer, bello como el que más, sello de la perfección, acabado en hermosura y vestido de piedras preciosas, lo arrasó un silencio tan sepulcral como el de la morada eterna que le esperaba. ¡Habla ahora Satanás! ¡Dónde quedaron la seducción de tus tentaciones! ¡Dónde tus detestables acusaciones! Un escalofrío le recorrió el cuerpo perfecto. ¿Semejante al Altísimo? ¡Reivindícate! ¡Reclama lo que en tu altivez juraste para ti! No pudo; la gravedad de la gloria, de la pureza que no era suya, paralizó cada parte de su cuerpo, como se paralizaría un microbio sobre la superficie de Júpiter. ¿Júpiter? ¡Si Él se adueñó de las alabanzas a Júpiter! En Él vivimos y somos y nos movemos. Y si Él no quiere —como sucedió con la boca cerrada de Luzbel en el cielo—, no nos movemos.

—-

Y se calló toda la humanidad. Nadie dijo nada. Desde el primer homo sapiens hasta el último poco sapiens cuyo dedo apretó el botón, nadie dijo nada. Nadie. No podía Adán pararse y decir yo. Tampoco pudo pararse Eva. ¿Con qué cara lo harían?

No hablaron los grandes reyes de la Tierra. Callado estaba Nimrod, grande entre los grandes, y sin embargo allí tan minúsculo. Al Altísimo todos lo veían; Nimrod estaba perdido entre la multitud.  Callados estuvieron los faraones cuyos cuerpos embalsamados solo volvieron a abrir los ojos cuando Aquel que era las primicias de la resurrección, Aquel a quien las puertas de la muerte no pudieron detener, les ordenó de nuevo que se levantaran.

Callado estaba David, el hijo de Isaí. ¿Cómo hablar algo? De repente ya no le pareció tan hermosa la mujer del prójimo. Estaba presenciando con sus ojos la promesa más grande que tiempos atrás le hiciera Natán, el profeta; veía a su descendiente, el verdadero Rey, coronarse en gloria y majestad sobre toda la creación. Salomón lo miraba reverente, sin musitar palabra, fiel a sus principios de sabiduría, temiendo la presencia de un Señor más grande que Él, más rico que él, más sabio que él, más apasionado que él, pero infinitamente más santo que él; fue precisamente Salomón quien mejor describiera este momento cuando, refiriéndose a tamaña humanidad indigna, había escrito en el pasado proféticamente de ella que cuando callaba toda (¡por primera vez!), por fin, aunque fuera por un corto instante, pasaba por sabia.

Callado se quedó Nabucodonosor, cabeza de oro puro, que cuando pensó en hablar, aunque pasados tantos miles de años, aspiró todavía el olor de la tierra entre sus dedos y recordó el alto precio de su arrogancia diciéndose en su mente:  Este sí es Aquel que construyó un imperio para la gloria de su majestad. Callado se quedó Belsasar, a quien la sola posibilidad de hablar le produjo una resaca de siglos por aquella embriaguez que fuera su último recuerdo.

Callados se quedaron los reyes persas y los reyes medos, pecho de plata; los mismos que se hacían llamar cada uno «rey de reyes» hoy en el cielo se arrinconaban en silencio, asustados, como los desvalidos ciudadanos de las provincias que arrasaron.

Callado se quedó Alejandro el macedonio, vientre de bronce, genio militar y símbolo de la fragilidad humana que, en pleno apogeo de sus proezas conquistadoras y lleno de toda juventud e instrucción, muriera; Magno era un título que no le lucía allí más que al resto de mortales. Somos polvo. Callado quedó Antioco IV contemplando por vez primera en su existencia qué era de verdad una epifanía —¡ah, mortales que se juran dioses!—, mientras la horrorosa impureza de sus abominaciones y sus burlas lo acobardaban con un espanto tan grande que solo podía asemejarse con el de quienes en sus pesadillas quieren gritar y no lo logran.

Callados estaban Rómulo y Remo, piernas de hierro; callados los césares; callado todo el imperio que otrora ante la Verdad se atreviera a cuestionar en la altivez de su asquerosa politiquería ¿qué es la verdad? Roma callaba en un silencio espantador que ahuyentó enseguida todas sus relatividades.

Callados los cuatro imperios vieron cómo una Roca —la Roca— empezó a rodar de la nada y aplastó sus reinos. Y los vencidos no hablan, los vencidos se rinden, los vencidos agachan la cabeza y callan.

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No se atrevieron a hablar quienes habían fundado las religiones. Callado estaba Mahoma, arrodillado delante del Príncipe de Paz. Sí, sarraceno, sí era Dios. En silencio Sidarta Gautama, al igual que Confucio. Todos callados. Callado estaba Moisés… tal vez se le vinieron a la mente aquel egipcio en sus cuarenta años y aquella roca en sus casi cien.

Enmudecidos, con la cabeza gacha, estaban también los respetados sabios de la Tierra. Platón, Aristóteles, Cicerón, Tomás de Aquino, Arquímedes, Newton, Leibniz, Pascal, Euler, Gauss, Kolmogorov, Gödel, Bohr, Maxwell. Los mejores exponentes de la filosofía, de la teología; los grandes genios de la física y las más brillantes mentes de la matemáticas. Todos callaban. Contemplaban de frente la Verdad que pasaron sus vidas buscando. La Verdad no era solo un concepto. La Verdad era una persona.

Callados quedaron los judíos. ¿«Que su sangre sea sobre nosotros y sobre nuestros hijos»? Hablar después de haber pronunciado tan grande insensatez, viéndolo allá parado a lo lejos, firme, blanco, puro, resucitado, habría sido una desfachatez peor que la de aquel momento cero. No. Los judíos guardaron silencio. Callado quedó Abraham, a quien el peso de su cobardía para cuidar a su esposa y la fuerza de sus pasiones con su esclava le impidieron incluso mover sus labios. Callado quedó Jacob, aquel tramposo que ya había peleado alguna vez contra Él y no pudo vencerlo. Callados quedaron los jueces, los profetas y los reyes. Así como callados, asustados, quedaron los fariseos, los saduceos y los escribas, rogando poder cambiarse las ropas que despedazaron cuando con tanta rabia las desgarraron en contra de Aquel que hoy a la distancia entronado los miraba. Callados todos los judíos no hablaron. Solo lloraron.

En silencio de satisfacción, pero al fin y al cabo silencio, quedó la bienaventurada virgen María. Y sonrió. He ahí la sierva del Señor, la misma que se humillara ante su Dios para que se hiciera con ella según su Palabra.

Simón Pedro no dijo nada; allí en medio de la multitud, parado entre Moisés y Elías, que jamás se escucharon, pensó: ¡Todas las enramadas y las coronas eran solo para Él! Pablo de Tarso quedó mudo; ciego cuando lo conoció, mudo cuando lo reconoció; ¿cómo decir algo cuando se sabía el primero de los pecadores?

Juan estaba buscándose desde afuera entre la humanidad entera pero no se encontró. Y allí desde afuera, observando toda la realidad, mientras pasaban segundos en silencio que se volvieron minutos, minutos que se volvieron horas, cayó presa del terror ¡Cuánta insolencia de aquel hijo del trueno! ¿Sentarme yo a su lado? Y de repente, dándose cuenta de algo más, se desplomó en llanto:

¡La humanidad había fracasado! Ni un solo humano en toda la historia pudo decir: yo, yo soy digno. ¡Cuánta vergüenza! ¡El peso de nuestra mediocridad, la individual y la grupal, nunca se sintió más abrumador! El insoportable peso de nuestros pecados nos hacía guardar silencio. Somos mediocres hasta en nuestras equivocaciones. Aterrados quedamos todos. Espantados. Juan lloró por la humanidad, aturdido por el más profundo y perforador sentimiento de fracaso. No el fracaso de un ser humano, no el fracaso de una nación, sino el fracaso de toda la humanidad.

Nadie dijo nada. No los grandes reyes de la tierra, no las mentes más favorecidas de la historia, no los fundadores de religiones, no los guerreros más valientes, no los poderosos, no los deportistas y no los millonarios. Ningún ser humano, ni uno solo, se atrevió a pronunciar palabra. A cada uno, sin excepción, las fuerzas le flaquearon. Cada uno, sin excepción, palideció ante el trono del cielo. 

La pregunta que nadie pudo contestar pareció venir de la nada.

Había música alrededor del trono celestial, canciones que entonaban unos seres angelicales y aterradores, en las cuales le repetían al que estaba sentado en el trono que Él era digno y que Él era santo.  Cuánta insolencia, Juan. El ángel poderoso iba a preguntar solo una vez. No iba a faltarle al respeto al Verdadero sometiéndolo más de una ocasión a la comparación con sus criaturas, pero la pregunta debía hacerse para que todo hombre lo entendiera. Por ello solo podía ocurrir al final de la historia.

Súbitamente la música cesó. Entonces el ángel abrió su boca: ¿¡Quién es digno!?  La pregunta era sencilla, por lo cual produce mayor frustración y abrumadora perplejidad que nadie hubiera respondido. Ningún ser humano lo fue. El cielo quedó en silencio esperando la respuesta. Y no hubo nadie en el cielo ni en la tierra ni debajo de la tierra a la altura de la respuesta a tan elemental pregunta. Nadie habló. La humanidad entera quedó en silencio. Los mismos ángeles quedaron en silencio. Las huestes del mal quedaron pasmadas.

De repente se levantó Aquel que fue traspasado, Aquel que estuvo muerto pero la muerte no pudo detenerlo, Aquel que fue tentado en todo como nosotros pero sin pecado, Aquel que fácilmente puede sanar enfermos porque tiene el poder para perdonar pecados, Aquel que tiene tanta fuerza que llevó el peso de nuestra sanidad: la de toda la humanidad, la del alma pero también la del cuerpo. Solo Aquel que siempre permanece fiel se puso en pie. Solo Aquel cuyo siempre ha sido , y su no, no, pudo mantenerse firme y seguro sobre sus pies, inconmovible, porque es la Roca. Solo aquel ser humano perfecto, arquetípico, hermoso, amoroso, misericordioso y compasivo en medio de su perfección. Solo Él. Y nadie más que Él sin pronunciar palabra se levantó de su trono. No necesitaba palabras. Él es las palabras. El Hijo del Hombre reivindicaba al hombre.

Él era digno. Solo Él. Solo Él amó perfectamente, solo Él se humilló perfectamente. Nadie más que Él. Él es el Santo. Santo, Santo, Santo. Diferente de todo lo creado, diferente de aquellos como los cuales se encarnó. Solo Él fue digno, solo Él es digno, solo Él será digno. Por los siglos de los siglos Jesucristo es el único digno. Él es el Digno.

Solo Él podía cargar con todo el peso de la perfección y la hermosura sin que su corazón de amor se envaneciera. Solo Él es el Altísimo y hace parecer pequeños los gigantes de la tierra. Él y solo Él construyó de verdad un imperio que trasciende todas nuestras limitaciones físicas para la gloria de su majestad. Él es el verdadero y único Rey de Reyes. Él es el único digno de recibir coronas y enramadas. Él es la verdad, a Él converge todo el conocimiento y solo en Él la verdad deja de ser epistemología y se vuelve ontología. Nadie merece sentarse a su lado. Él pone reyes y quita reyes. Solo Él. Solo Él es digno. Solo Él tiene poder para perdonar. Solo Él tiene poder para sanar. No existe otro nombre en la tierra bajo el cual podamos ser salvos. Solo Él. Nadie más que Él.

Mientras toda la creación bajaba la cabeza como escondiendo la conciencia, avergonzados todos a una por la grotesca incapacidad de responder, Jesús se levantó. Pareciera que los seres creados, poco a poco, en términos de la distancia al trono, se iban dando cuenta de que Cristo y exclusivamente Cristo se había levantado. Primero, solo aquellos seres extraños que le servían, tras subir la mirada, empezaron a cantar otra vez con alegría que el Cordero inmolado era digno. Después se unieron al coro todos los ángeles del cielo. Al final, toda la humanidad, toda, to-da, prorrumpió en un único canto de júbilo al unísono con los ángeles, reconociendo que solo Jesús era digno. Así el canto y la adoración que antes de la pregunta solo le rendían aquellos seres extraños que ministraban en su trono se extendió a toda la creación.

Dios lo exaltó hasta lo sumo

y le otorgó un nombre que es sobre todo nombre

para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla 

en el cielo, en la tierra y debajo de la tierra

y toda lengua confiese que Jesús es el Señor

para gloria de Dios Padre.

Sobre héroes y tumbas y el cristiano anárquico

Aunque Ernesto Sábato fuera doctor en física y trabajara en los laboratorios Curie de Paris y en MIT, pasaría con el tiempo a descreer de la ciencia porque notó, acertadamente, que esta era incapaz de responder las preguntas más importantes del ser humano. Llegó a decir que mientras trabajó en los laboratorios Curie se encontró «vacío de sentido [y] golpeado por el descreimiento». Como explicando su pensamiento, dice en Sobre héroes y tumbas:

Toda consideración abstracta, aunque se refiriese a problemas humanos, no servía para consolar a ningún hombre, para mitigar ninguna de las tristezas y angustias que puede sufrir un ser concreto de carne y hueso, un pobre ser con ojos que miran ansiosamente (¿hacia qué o hacia quién?)… no eran las ideas las que salvaban al mundo, no era el intelecto ni la razón, sino todo lo contrario.

A un periodista le diría alguna vez que lo que percibimos con los sentidos no es lo único que existe. También se dio cuenta por la misma época de sus años de físico, al vivir entre las dos guerras mundiales en Europa y conocer los excesos de Stalin —lo que produjo su rompimiento con los ideales comunistas—, de que la ciencia era amoral, pues los mismos descubrimientos sirven para hacer bien o para hacer mal a la humanidad, dependiendo de la motivación de quien los use. Para un hombre que estuvo tan enamorado de la ciencia y que escaló con éxito por sus montañas hasta llegar a tan altos picos intelectuales, comprender esta realidad debió ser un golpe muy fuerte. Y con toda la razón, porque se pregunta uno: ¿de dónde la insistencia de la Ilustración, la moderna y la posmoderna, en que educar al ser humano va a hacerlo más moral? Tal afirmación no es sino una de las grandes falacias de nuestros encopetados iluminados intelectuales de hoy día.

Continua Sábato, en el mismo párrafo de su anterior cita:

Si prevaleciese la desesperación, todos nos dejaríamos morir o nos mataríamos, y eso no es de ninguna manera lo que sucede. Lo que demostraba… la poca importancia de la razón, ya que no es razonable mantener esperanzas en este mundo en que vivimos. Nuestra razón, nuestra inteligencia, constantemente nos están probando que este mundo es atroz, motivo por el cual la razón es aniquiladora y conduce al escepticismo, al cinismo y finalmente a la aniquilación.

¡Qué cerca se encontraba Sábato de los grandes pensadores creyentes sin saberlo! Su cambio de carrera de la ciencia a las letras pareciera estar siguiendo el consejo de G. K. Chesterton en su famosa Ortodoxia:

La imaginación no produce demencia. Lo que produce la demencia es la razón. Los poetas no se vuelven locos, los jugadores de ajedrez sí. Los matemáticos se vuelven locos, y los cajeros; pero rara vez ocurre así con los artistas creativos… El poeta solo anhela meter su cabeza en los cielos. El lógico es quien busca meterse los cielos en la cabeza. Y es su cabeza la que explota… Loco no es quien ha perdido su razón. Loco es quien ha perdido todo excepto su razón… Tal es la experiencia del demente; usualmente es él un razonador, con frecuencia uno muy exitoso. Vive en la muy bien iluminada y limpia prisión de una idea.

Y como para terminar de darle la razón a la experiencia de Sábato, añade Chesterton:

En cuanto a explicación del mundo, el materialismo [la doctrina según lo cual solo el mundo material existe] tiene una especie de simplicidad demencial. Tiene la cualidad precisa de los argumentos del orate; tenemos al tiempo la sensación de que lo cubre todo y la sensación de que todo se le queda por fuera.

Volviendo a Sábato, llama la atención la respuesta del argentino al argumento que se planteara en el párrafo ya mencionado. Y llama la atención por partida doble. Primero, porque es completamente racional, llena de sentido. Segundo, porque aunque el físico y escritor resultara muy influenciado por el existencialismo durante sus años en París, particularmente por Jean Paul Sartre, responde en el mismo párrafo tajantemente a la pregunta por excelencia que, según Albert Camus, debía plantearse la filosofía: ¿Por qué no el suicidio? La pregunta es completamente consecuente: si todo lo que existe es el impersonal y frío dato científico, si no hay nada más allá, si no existe Dios, si todo es una vomitiva náusea, ¿por qué no el suicidio? Responde Sábato (y nótese que el mismo Camus encomendaba los libros del argentino):

[El hombre es] una criatura que solo sobrevive por la esperanza. Porque felizmente… el hombre no está solo hecho de desesperación sino de fe y de esperanza; no solo de muerte sino de anhelo de vida; tampoco únicamente de soledad sino de momentos de comunión y de amor. Porque si prevaleciese la desesperación, todos nos dejaríamos morir o nos mataríamos, y eso no es de ninguna manera lo que sucede…. [los hombres poseen] aquellas insensatas esperanzas, su furia persistente para sobrevivir, su anhelo de respirar mientras sea posible, su pequeño, testarudo y grotesco heroísmo de todos los días frente al infortunio.

Es decir, la respuesta a por qué no el suicidio es: porque la fe, la esperanza, el anhelo de vida, los momentos de comunión y amor, son todas cosas que apuntan a algo mucho más allá de las suposiciones que planteaban los existencialistas ateos (el adjetivo se justifica porque el existencialismo nace como corriente filosófica en el muy creyente Søren Kierkegaard, y milenios atrás Salomón lo usó para sustentar su libro bíblico de Eclesiastés). Así lo reconoció Sábato, que pasó a decir:

Y si la angustia es la experiencia de la Nada, algo así como la prueba ontológica de la Nada, ¿no sería la esperanza la prueba de un Sentido Oculto de la Existencia, algo por lo cual vale la pena luchar? Y siendo la esperanza más poderosa que la angustia (que siempre triunfa sobre ella, porque si no todos nos suicidaríamos), ¿no sería que ese Sentido Oculto es más verdadero, por decirlo así, que la famosa Nada?

¡Qué tremendo argumento! La realidad es que si el existencialismo ateo fuera cierto, y si toda la realidad pudiera enclaustrarse en teoremas, experimentos científicos y materia, nada podría aferrarnos a esta vida de manera constante. Sin embargo, el suicidio sorprende porque es la excepción, no la regla. Porque a lo largo de millones de años de existencia del ser humano son solo unos pocos, no muchos, los que se han quitado la vida. Si Sartre estaba en lo cierto, si la vida era una náusea, entonces la pregunta de Camus (existencialista como Sartre pero enemigo intelectual suyo) se seguía directamente de dicho razonamiento.  Pero la respuesta de Sábato desmorona el fundamento sobre el cual se había edificado la pregunta: hay esperanza y ello probaría ontológicamente que hay un Sentido Oculto de la Existencia, así con mayúsculas.

Sobre héroes y tumbas se publicó por primera vez en 1961. Nueve años antes, en 1952, había publicado C. S. Lewis su espectacular Mero cristianismo, donde tiene el famoso argumento de la esperanza al que aludí en la entrada pasada:

Si encontramos en nosotros un deseo que nada en este mundo puede satisfacer, la explicación más probable es que fuimos hechos para otro mundo.

Si Sábato no había leído a Lewis al momento de escribir su libro (¡que casi bota a la basura pero su esposa, gracias a Dios, se lo impidió!), sorprende la increíble sintonía del escritor latinoamericano con el anglosajón.

Dice Salvador Dellutri, pastor argentino, en una maravillosa serie de dos programas sobre el autor (aquí y aquí) que Sábato fue un «hombre extremadamente lúcido… en su concepción de la realidad» y poseía «una gran convicción ética». Fue esa gran convicción ética la que al final de sus días, después de trasegar el mundo de las ideas, lo llevó a reconocerle a Dellutri que se había convertido en un «cristiano anárquico». Cristiano porque creía en Cristo y en sus enseñanzas; anárquico porque no se veía perteneciente a ninguna de las iglesias que lo representaban. De hecho, pidió a Dellutri que oraran por él en su iglesia porque creía en la oración de fe. Elvira González, su compañera de sus últimos días corroboró a Dellutri al instante las palabras de Sábato: les gustaría congregarse de vez en cuando porque sabían que les hacía bien, pero la salud del escritor se lo impedía.

Sábato, como hombre ético cabal que era, llegó a concluir que había una ley moral objetiva y que dicha ley inclinaba la balanza fuertemente hacia la existencia de Dios. Cuando Sábato se dio cuenta de que la ética de Cristo en el Sermón del Monte (de la que le habló a Dellutri) era aquello que su alma había buscado por tantos años pasó a entender el Sentido Oculto de la Existencia, el Logos. En Cristo, al final de sus días, descansó su angustia existencial, sabiendo que, como dice Dellutri, Cristo «realmente le estaba dando la razón en cuanto a los valores y en cuanto a la ética, eso que había sido su lucha desde siempre».

Dice Dellutri que el impulso ético de Sábato fue en realidad su intento de buscar a Dios aunque por mucho tiempo el segundo no lo supo. Sábato experimentó en carne propia el argumento moral y siguió la evidencia hasta sus últimas consecuencias, donde la evidencia lo llevó. ¡Qué grande fue Sábato! ¡Qué genio fue Sábato!

Nota final de self indulgence: He escrito en otras ocasiones en este blog sobre varios de los puntos de Sábato referenciados en esta entrada. Se siente uno bien de haber llegado a las mismas dos conclusiones de semejante genio.

El teorema de incompletitud de Lewis

Ya me he referido en otros lados a uno de los teoremas de incompletitud de Gödel: que todo sistema finito de axiomas consistente es incompleto. Un corolario en la aplicación a la vida diaria es que nunca vamos a poder conocer toda la verdad a este lado del cielo, pues somos seres finitos en el tiempo: aun suponiendo consistencia (que partamos de axiomas que no lleven a contradicciones inherentes del sistema; ¡una suposición de por sí muy fuerte!), no podremos escapar a un sistema finito de axiomas porque solo tenemos x finitos años para poder plantear nuestros axiomas. Por ende, dado que estamos en las condiciones del teorema de Gödel, la conclusión es inescapable: no vamos a conocer todas las proposiciones verdaderas a este lado del cielo. En otras palabras, no vamos a conocer toda la verdad antes de morir.

No tiene nada de extraño. No somos Dios, luego no podemos conocerlo todo. Sin embargo, saberlo a ciencia cierta, con la aplastante fuerza que tienen las verdades matemáticas, duele, deprime. La sola idea es de por sí todo un motivo para desarrollar una nueva filosofía existencialista. Pero también produce un anhelo de eternidad, pues hay en mí un deseo profundo e inherente de conocer cada vez más.

No obstante, la verdad es que también hay una parte de mí (de todo aquel con mediana sensatez, me atrevería a decir) que no quiere conocerlo todo. Por un lado, el peso de la verdad es totalmente abrumador para nosotros los humanos. De hecho, así ocurre con la verdad parcial que conocemos. Y si las pocas verdades que conocemos duelen tanto, ¡cuánto más lo será el conocimiento total de la verdad! Razón tenía Salomón cuando dijo que «mientras más sabiduría, más problemas» y «mientras más se sabe, más se sufre».

Por otro lado, en una concepción cronológica nunca vamos a vivir eternamente en el sentido de infinitud. Los infinitos son límites ideales matemáticos. Pero al menos en tiempo cronológico no vamos a tener nunca la posibilidad de llegar al infinito. Al contrario, de nuevo suponiendo un cronos, como en un argumento inductivo, después de cada instante n (natural, finito) de tiempo seguirá otro instante n+1 (igualmente natural y finito) de tiempo. En plata blanca, al año 1 le sigue el año 2, al año 1000 le sigue el 1001 y así sucesivamente. Sin importar qué tan grande sea el tiempo en el que estemos, el que sigue siempre será finito. Luego aunque nunca muramos (como corresponde a la esperanza cristiana de la eternidad), no vamos a poder conocer nunca todo porque nunca vamos a vivir infinitos años.

Sin embargo, mi anhelo de conocer más sigue intacto. Así no lo conozca todo, así nunca esté preparado para conocerlo todo, así nunca quiera conocerlo todo, sí quiero conocer más. Y ello sí es posible en un tiempo cronológico en el que yo no deje de existir: cada vez voy a conocer más, aunque nunca vaya a saberlo todo.

Dicho anhelo de conocer más me lleva entonces a esgrimir el argumento con el que quiero continuar. Un argumento que me parece apenas acertado denominar como el teorema de incompletitud de Lewis:

«Si encontramos en nosotros un deseo que nada en este mundo puede satisfacer, la explicación más probable es que fuimos hechos para otro mundo».

La frase se encuentra en el tercer libro de Mero Cristianismo, en el capítulo sobre la esperanza. Como casi todo lo que escribía Lewis, esta frase tiene todo el sentido. La sustentación de ella, puede hacerse à la Peter Kreeft:

Premisa 1: Todo deseo natural innato en nosotros corresponde a un objeto real que puede satisfacer dicho deseo.

Premisa 2: Existe (al menos) un deseo natural innato que nada en este mundo puede satisfacer.

Conclusión: Debe existir algo más allá de este mundo que puede satisfacer mi deseo.

No me detendré en la explicación de los puntos. Tal vez lo haga en un escrito posterior, aunque vale la pena resaltar que toda la discusión en la sección anterior sobre mi anhelo de conocimiento es de hecho un reconocimiento tácito de la segunda premisa del argumento. El lector interesado en el desarrollo de la idea puede remitirse al enlace (en inglés) del artículo de Peter Kreeft o a su debate con Richard Norman sobre el asunto. Quiero más bien darle un giro a esta conversación y centrarme en este teorema de incompletitud asumiéndolo cierto.

Soy incompleto porque nada en este mundo puede satisfacer del todo mis anhelos. Jesús lo puso en estos términos para la mujer samaritana hablando de la sed: «Todo el que beba de esta agua volverá a tener sed». Ni siquiera las cosas que me satisfacen en este mundo lo hacen permanentemente. Nunca se sacia tanto mi sed que no quiera volver a beber después. Y así como no sucede con la bebida, tampoco pasa con la comida, el sexo, las relaciones o el conocimiento. Quiero conocer más, por ejemplo, y Gödel me dice que no puedo. Soy en mis anhelos como las hijas de la sanguijuela de Salomón.

Hay en este argumento de Lewis cierta semejanza con su argumento de la existencia de la ley moral en el primer libro de Mero cristianismo en el siguiente sentido: Lewis concluye en un argumento absolutamente arrollador, que la existencia de la ley moral implica la existencia de un Legislador moral que es bueno. Pero bueno no quiere aquí decir condescendiente o tierno, sino más bien correcto. En efecto, el argumento de Lewis es que el Legislador nos dejó una ley moral buena en el sentido de que sabemos qué es lo correcto, pero nuestra misma incapacidad para vivir a la altura de dicha ley nos atormenta permanentemente de forma tal que, al menos a partir de este argumento, sea imposible concluir que la palabra bondad aplicada al Legislador funcione aquí como sinónimo de condescendencia o ternura.

La semejanza entre los dos argumentos, me parece, está en que la radical incompletitud que sentimos a este lado del cielo también es tan estricta como dolorosa. Pues no hay una sola área de nuestras vidas en la cual podamos decir que nuestros anhelos quedan plenamente satisfechos. No en el sentido biológico (comida, sed, sexo y abrigo, por ejemplo), no en el sentido relacional (amistades ideales, familias perfectas, matrimonios sin problemas), no en el sentido intelectual (nunca ningún teorema o razonamiento filosófico o teológico ha sido tan profundo que no quiera conocer más, o que la mera epistemología satisfaga totalmente las profundidades de mi existencia) y no en el sentido espiritual (nunca sucede que, por ejemplo, en algún momento hayamos orado tanto que no necesitemos hacerlo más después).

La consecuencia es entonces de tremendo dolor a este lado del cielo. Nada satisface del todo. Nada. Na-da. Por lo tanto, si el argumento de Lewis es cierto —y a mí me parece que lo es— la esperanza de ver nuestros anhelos satisfechos está en la vida futura y eterna al lado del Jesús que le prometió a la samaritana darle un agua tal que no volvería a tener sed jamás.

Es este argumento el que le da sentido al concepto de justicia, que también emerge como consecuencia del argumento moral para la existencia de Dios. Finalmente, si usted cree que la justicia existe (y su inconsciente lo traiciona si dice que no pero se indigna ante los abusos que todos conocemos), tiene que aceptar que la justicia nunca se va a poder servir totalmente solo con esta vida terrena. Piense por ejemplo en un Hitler o un Stalin; los dos murieron sin pagar por sus barbaridades. Si este mundo es todo lo que hay, la justicia en la cual usted cree no existe. Pero si usted de verdad cree que la justicia existe —con lo cual su anhelo innato de justicia ha de verse cumplido—, debe aceptar entonces la existencia de un mundo más allá en el que todos seremos juzgados. Un mundo en el cual Hitler y Stalin pagarán por sus excesos y la justicia quedará satisfecha.

Este argumento también mostraría que las religiones panteístas, aquellas cuyos dioses están encarcelados en este mundo como el alma al cuerpo en el mito platónico de la caverna, son falsas: si los deseos humanos naturales e innatos que poseemos no se pueden satisfacer en este mundo, entonces los dioses que son parte de este mundo, como lo afirman dichas religiones, no pueden satisfacer nuestros más básicos anhelos. Nunca veremos la justicia satisfecha, por ejemplo, si todo lo que hay son pequeños dioses exclusivamente inmanentes que no tienen la posibilidad de trascender nuestro universo.

¿Qué más podemos hacer entonces sino responder como la samaritana lo hizo ante las palabras de Jesús: «¡Señor, dame de esa agua para que no vuelva a tener sed ni siga viniendo aquí a sacarla!»?

Quiero irme entonces por una variación más personal en esta parte final de mi escrito. Ese anhelo de estar por fin completos (lo cual solo es posible en Cristo, si la Biblia es cierta, como lo creo yo) incluye el de que por fin se vaya el peso de nuestros propios errores, de nuestros pecados. No me refiero aquí a que el pecado condene al creyente (porque no hay tal), sino a que los pecados tienen consecuencias terrenas con las cuales tenemos que vivir incluso después de haber visto la Luz.

El contexto de la cita que relata el encuentro de Jesús con la samaritana revela que el evento ocurrió alrededor del mediodía, cuando el sol calentaba más. La samaritana estaba en un pozo sacando agua cuando llegó Jesús a su encuentro. La razón por la cual ella estaba recogiendo agua a esa hora, cuando no había nadie más, es porque tenía fama de vida licenciosa. Y la fama no era gratuita. La ley obligaba a tales personas a mantenerse apartadas para no contaminar a las demás. Puesto que el mediodía, la hora más calurosa, era el instante en el que a nadie más se le ocurriría salir de la casa en pleno desierto a recoger agua, ella tenía que salir a esta hora para no enfrentar el oprobio y la desaprobación de sus pares por el peso de sus propios pecados (los de ella). El solo hecho de salir a hacerlo cada día (o cada tantos días, no importa) de la forma en que lo hacía, debía funcionar como un horroroso recordatorio del peso de sus faltas. Así nadie más saliera a restregarle su pecado en la cara.

Por esta razón, cuando Jesús lleno de amor se le acerca, sin juzgarla, sin temor a contaminarse con ella, le ofrece algo que ella no puede rechazar: le ofrece no tener que ir al pozo a esa hora a buscar agua nunca más. No solo le ofrece llevarse su impureza, sino la necesidad de estársela recordando a sí misma toda la vida. Le ofrece el agua del perdón, con la cual el condenatorio sol del mediodía no podría volver a acusarla cuando volviera al pozo para su sustento biológico. Tal es la promesa de Jesús, y a ella yo también me aferro con fuerza descomunal. En este sentido interno su cumplimiento es total porque la limpieza del pecado es total, aún antes de la muerte.

Pero en el sentido externo de las consecuencias de nuestros actos, la limpieza es parcial porque resulta prácticamente imposible para nosotros deshacerlas todas en este mundo. Piense por ejemplo en aquella guerra fratricida entre musulmanes y judíos, extendida ya por más de tres milenios, por culpa de la desobediencia de Abraham con Agar. El cumplimiento definitivo del anhelo que tenemos muchos de deshacer las consecuencias de nuestros pecados y poder finalmente descansar solo va a ser realidad completa cuando Dios restaure todas las cosas. Como la justicia, la promesa de Jesús a la samaritana es que nuestro anhelo de limpieza total por las consecuencias de nuestros propios errores solo ocurrirá allá, una vez estemos para siempre en el cielo con el Señor.

Bendito sea el Señor del cielo por darnos no solo una creencia, sino un sistema consistente en el cual podemos concluir y esperar de acuerdo a certezas que sus promesas un día se cumplirán y la vida ya no dolerá, y los ojos ya no llorarán. Él sanará, Él hará plena la vida y de su plenitud tomaremos todos gracia sobre gracia para poder por fin reposar eternamente vivos a su lado en paz.

De golondrinas, soledades y amores

Esta es una entrada diferente. Y no me molesta que vengan más como estas. Ya no. Me tomó muchos años entender que Jesús hablaba y actuaba lleno de gracia y de verdad. No solo lleno de verdad. Me tomó romperme por dentro como un cristal fino que cae de un piso alto. El texto se lee mejor con esta canción de fondo.

Volverán las oscuras golondrinas

en tu balcón sus nidos a colgar,

y otra vez con el ala en sus cristales

jugando llamarán.

Pero aquellas que el vuelo refrenaban

tu hermosura y mi dicha al contemplar,

aquellas que aprendieron nuestros nombres…

esas… ¡no volverán!

Volverán las tupidas madreselvas

de tu jardín las tapias a escalar,

y otra vez a la tarde aún más hermosas

sus flores abrirán.

Pero aquellas cuajadas de rocío

cuyas gotas mirábamos temblar

y caer como lágrimas del día…

esas… ¡no volverán!

Volverán del amor a tus oídos

las palabras ardientes a sonar;

tu corazón de su profundo sueño

tal vez despertará.

Pero mudo y absorto y de rodillas,

como se adora a Dios ante su altar,

como yo te he querido…, desengáñate,

así no te amarán.

Yo también he llorado. Más que casi todos los hombres, para ser sincero. Las lágrimas se volvieron mi pan de día y de noche. ¡Dios! No me hablen de soledades que todavía les tengo miedo. Yo sé cómo se siente cuando la vida es como la canción: no podés dormir si ya están todas las luces apagadas. ¡Ah, sí! Yo sé lo que es no querer llegar solo a la casa en la noche para no enfrentarse con el silencio. Sé lo que es ser adulto y empezar a ver formas entre las sombras y sentirse tan ridículo como asustado. Sé lo que es cometer errores —¡muchos errores!— para tapar las soledades. La soledad me dejó tan marcado que ni siquiera en este momento, cumpliendo uno de los más grandes sueños de mi vida, quiero seguir donde estoy para no estar más solo. Quiero volver a Miami y estar junto a mis papás, a mi mejor amigo, a mi iglesia, a la gente de mi gimnasio.

Y sé lo que es haber amado tanto que la copa del amor quedara desocupada, seca e incapacitada para dar un poquito más, porque ni poniendo la copa boca abajo caería ya siquiera una gota invisible de amor. Sé lo que es haber puesto la copa boca arriba para recibir de nuevo de alguien algo que la llenara para poder seguir dando y no recibir nada. Sé la acusación que viene por no poder dar más. Y sé lo acusador, vil y despreciable que llegué a ser porque no recibí más. Sé lo que es sentir que el amor, el que daba y el que recibía, se fuera como las golondrinas y no volviera nunca más. Yo lo sé. Yo sé lo que duelen las penas de amores. No las que duran semanas, meses o años. Las que duran décadas. Sé lo que es sentir el lado horrible y casi despiadado de que fuerte es como la muerte el amor, que darlo todo por ello solo lleva al menosprecio. Así.

Sé lo que es haber notado un día después de mucho tiempo que casi estaba completando una semana sin haber hablado una palabra con nadie. Sé qué es considerar internarse en una clínica psiquiátrica porque mi vida rayaba la locura y al menos en un manicomio las enfermeras me hablarían, habría alguien que me cuidaría. Yo lo sé. Yo lo sé.

Sé que si Dios no hubiera tenido de mí misericordia ya hoy no estaría aquí. Dios me puso al lado relaciones justo en el momento final: mi mejor amigo me recogió, evitó que cometiera una locura y me llamó a cuentas por mis errores; mis papás llegaron a vivir conmigo de Colombia (¡ellos son el instrumento de Dios fundamental por el cual logré salir adelante!); Claudia y su familia me acogieron con un amor familiar casi desconocido; por la pura majestad de la Providencia entré a ser parte de un grupo de hombres tan excelentes que ni merezco estar al lado de ellos; entré a hacer parte de un gimnasio en el que, más que clientes, somos un grupo de amigos… porque juntos somos más fuertes.

Yo sé lo que se siente la soledad. Sé lo que se sienten los desamores. Sé lo que es llegar al punto en el que no es posible dar más y todo lo que uno pide es gracia, misericordia, que alguien por favor solo por un momento ame sin pedir nada. ¡Porque no fui capaz de dar nada! Pero necesitaba amor, mucho amor. Yo lo sé. Sí que lo sé.

Sé lo que es anhelar morirse para estar por fin en la presencia de Dios, así sea sin coronas, con tal de no estar más aquí y que me enjuguen ya todas las lágrimas y se acabe el dolor. Yo lo sé. Dios sabe que lo sé.

Pero no necesitaba morirme para estar en la presencia de mi Señor (al que tampoco puedo amar perfectamente, de todas maneras, pero más sobre eso en otra entrada). Al menos no físicamente. Porque hay un sentido en el que sí era necesario morir para entrar en su presencia. Entonces y solo entonces —porque Dios es amor pero no iba Él a negociar su divinidad en mi vida ni iba a aceptar un trono compartido— pude entrar en el santuario de Dios, y solo en su presencia entendí que habían llegado allí las golondrinas que migraron. En Él encontraron descanso de su eterno vagar las golondrinas de mis desengaños, de mis desencantos, de mis desamores, de mis soledades.

Ah, Bécquer, yo sé dónde se fueron tus golondrinas. Los hijos de Coré me lo dijeron. Allá estaban las mías. Mi Señor me las estaba guardando, mi Señor me estaba guardando, mi Señor me estaba aguardando:

Hasta el pájaro encuentra casa

y un nido la golondrina

para poner a sus crías

cerca de tus altares,

¡oh Señor del universo,

rey mío y Dios mío!

Atenas y Jerusalén

«¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén?», se preguntó Tertuliano en una frase que lo ha inmortalizado en la historia del pensamiento. La idea tiene contexto, se dio en medio de unas de las primeras amenazas a la doctrina cristiana: el gnosticismo y el marcionismo, degeneraciones del platonismo que, una vez infiltradas, pusieron al cristianismo en peligro. La frase completa, que tiene hasta el toque poético de las declaraciones de los antiguos, reza: «¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén? ¿Qué la Academia con la Iglesia? ¿Qué los herejes con los cristianos?». Tertuliano defendía que la razón no podía explicar todas las cosas, y menos toda la revelación. Podrá diferirse con Tertuliano en cuanto a los aspectos que él considera más allá de la razón, pero como veremos, es difícil estar en desacuerdo con él en que sí existen cosas que son verdaderas y están mucho más allá de Atenas.

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Una de las razones por las cuales hablamos hoy de posmodernidad (más allá de la modernidad) tiene que ver con el desasosiego que produjo la razón durante la modernidad. No era solo que la ciencia pudiera beneficiarnos y perjudicarnos al tiempo (por ejemplo, la misma ciencia que permitía una vacuna, permitía al tiempo la construcción de un arma biológica). No. Es que el mismo conocimiento exploraba sus límites a medida que avanzaba.

Primero, las matemáticas son insuficientes para probar todo lo matemático. Los teoremas de incompletitud de Gödel mostraron que hay proposiciones matemáticas verdaderas pero indemostrables bajo cualquier conjunto de axiomas consistente y que la consistencia misma del sistema axiomático no se puede demostrar.

Segundo, en el razonamiento inductivo e inferencial de la ciencia es imposible obtener completa certeza hasta de lo que creemos conocer. Por ejemplo, una vacuna funciona con un porcentaje de efectividad que usualmente es muy alto, pero nunca es 100% confiable. Es decir, la probabilidad de estar equivocado en un hallazgo científico es positiva, como con tanta frecuencia ocurre: aproximadamente el 90% de las publicaciones científicas son falsas.

Tercero, la finitud de nuestro universo implica el total desconocimiento científico de cuál pueda ser la causa de su existencia: la ciencia por su propia construcción solo puede dar cuenta de lo que ocurre dentro del universo; pero la causa que produce tal universo ha de ser externa a él. Por lo tanto, la pregunta ¿Cuál es la causa de la existencia del universo? no puede responderse desde la ciencia. Y menos aún ¿Por qué existe el universo? Antes de que supiéramos que nuestro universo tuvo origen estas preguntas no torturaban a los intelectuales, pues hasta inicios del siglo veinte se asumió en la cultura occidental que el universo era eterno, como lo había planteado Aristóteles. Solo las cosas que comenzaron a existir necesitan explicación de su causa. Las que nunca han existido o siempre han existido no la necesitan.

Cuarto, la ciencia no puede responder todas las preguntas ni siquiera dentro del mundo natural. Por ejemplo, lo que sabemos hoy del inicio del universo hace imposible que sepamos qué ocurrió en los primeros 10-35 segundos de su existencia. Es probable que hasta ese momento las leyes naturales ni siquiera existieran. ¿Cómo vamos a decir algo científico sin leyes naturales? De hecho, tampoco puede responder la ciencia a la pregunta ¿Cómo surgieron las leyes naturales? No tiene cómo. De otra parte, la física cuántica nos enseña que si conocemos el momento de una partícula, no podemos conocer su posición; y si conocemos su posición, no podemos conocer su momento. Luego, ni siquiera con las leyes naturales en completa operación podemos responder todas las preguntas respecto al mundo natural.

El primer punto muestra que el conocimiento matemático es incompleto. El segundo punto muestra que el conocimiento científico es imperfecto. Los puntos tercero y cuarto muestran que el conocimiento científico es incompleto. La ciencia no tiene todas las respuestas. Además, según los puntos segundo, tercero y cuarto, vemos que el materialismo, la posición filosófica según la cual solo existe la materia, tan en boga actualmente en el nuevo ateísmo, no tiene fundamento, porque la(s) causa(s) del universo y las leyes naturales han de ser externas a la naturaleza. Los mismos puntos también revelan que el llamado cientifismo, un reencauche barato del positivismo de Comte, según el cual solo la ciencia sirve para conocer la verdad, es falso… ¡si la ciencia ni siquiera puede conocer todo lo que ocurre en el mundo natural!

Vale la pena añadir aquí que no todo razonamiento lógico tiene la misma fuerza epistemológica. Por ejemplo, los resultados matemáticos, pertenecientes a la lógica deductiva, son siempre verdaderos una vez se asumen ciertos los supuestos. Pero los razonamientos científicos, inductivos e inferenciales por naturaleza, no gozan de tanta precisión y su veracidad siempre será a lo más una probabilidad. Por eso es tan irracional, ilógico y carente de verdad cuando alguien afirma que cierta teoría o descubrimiento tiene la misma validez que 1+1=2. Ningún descubrimiento científico tiene la fuerza epistemológica de 1+1=2. Ninguno.

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¡Quién lo iba a creer! ¡El conocimiento del siglo veinte dándole la razón a Tertualiano, uno de los padres de la Iglesia! Entonces, ¿era Tertuliano anti-intelectual? La sola sugerencia es ofensiva por la ignorancia que despliega. La producción intelectual de Tertuliano fue vastísima: más de treinta obras suyas existen hoy completas, junto con fragmentos de otras más, y alrededor de quince se perdieron. Como se dijo al principio, Tertuliano no afirma que ninguna verdad sea conocible por la razón, sino que existen verdades que no pueden conocerse por la razón. En dicho sentido, Tertuliano no dice nada diferente a lo que dijo Gödel o a lo que reveló la ciencia moderna. ¿Acusaremos también a Gödel de anti-intelectual?

En otras palabras, la afirmación de Tertualiano no es necesariamente que existan cosas verdaderas que contradigan la razón, sino que existen cosas verdaderas que están más allá de la razón. Es entonces importante diferenciar tres conceptos relevantes: razón, lógica y verdad. La razón es la capacidad que tenemos los seres humanos para entender el mundo, explicarlo y modificarlo. La lógica (deductiva como en la matemática, inductiva como en la ciencia o abductiva como en la historia) es la herramienta que usamos para ello. Y la verdad es la real naturaleza de las cosas, aquello que queremos alcanzar.

De modo que existen dos formas en que podemos no alcanzar la verdad. La primera de ellas cuando razonamos adecuadamente, de acuerdo con las correctas normas de la lógica, pero nos encontramos con sus limitaciones de incompletitud e imperfección. Tal parece ser el sentido que daba Tertualiano a su afirmación.

Pero también hay una segunda posibilidad de no alcanzar la verdad y es cuando usamos mal la lógica, cuando razonamos de manera inadecuada. Hay muchas formas en las que la razón puede fallar. La razón falla cuando nos negamos a ver las cosas con la mayor rigurosidad lógica posible, cuando nos equivocamos en un razonamiento deductivo (como en una demostración matemática errada), cuando en un razonamiento inferencial creemos que la conclusión es infalible (que el conocimiento científico es tan cierto como 1+1=2), etc. De hecho, el mismo Tertuliano fue víctima de esto, pues se desvió de la enseñanza del cristianismo y terminó por completo en la herejía del montanismo.

En pocos puntos podrían encontrarse coincidencias filosóficas entre Carl Sagan, famoso físico ateo y defensor del materialismo, y Phillip Johnson, padre del diseño inteligente. Pero hay un punto en el que coinciden los dos: la persona más fácil de engañar es usted mismo. Es muy fácil que por diversas razones creamos que algo es racional (razonado con buena lógica) cuando no lo es. Considero que esta es la principal razón por la cual no logramos acceder a la verdad. No porque haya verdades que estén más allá de la razón, sino porque fallamos en nuestros razonamientos.

Los cristianos creemos que Dios es la verdad. El Padre es la verdad (1 Jn. 5:20), el Hijo es la Verdad (Jn. 14:6), el Espíritu Santo es la verdad (1 Jn. 5:6). Si Dios es la verdad, entonces cuando no descubrimos la verdad sobre Él es por una de las dos razones anteriores, más probablemente la segunda: razonamos mal.

Al final, no me preocupa tanto que lo que Dios sea o haga a alguien le parezca irracional, porque nuestra razón es falible y limitada. Lo que quiero ver, en el caso de los críticos, es que muestren que, en lo que el cristianismo afirma sobre Él, una de tales afirmaciones es ilógica. Pero no lo he visto. Y a estas alturas ya dudo que lo vea. El problema del mal, la reconciliación de la existencia de un Dios bueno y todopoderoso con la existencia del mal en el mundo, era el candidato que mejor se perfilaba para ello, y no pudo. En cambio, lo que sí he visto, son argumentaciones lógicas que hacen más plausible su existencia. Mi fe descansa tranquila en un Dios que no solo no niega la Razón, sino que la satisface y va más allá de la mía.