El que perdona la ofensa cultiva el amor; el que insiste en la ofensa divide a los amigos (Pr. 17:9).
Hace un par de meses leí tres libros en dos semanas y en ese momento hice un escrito conjunto sobre los tres. Así que en vez de hacer el usual comentario individual que suelo hacer de cada uno en Goodreads, pienso resumir mi pensamiento de los tres aquí. Nada tienen que ver con un análisis literario. Solo son mi excusa para hablar sobre el perdón.
El primero de los libros fue Barabbas de Pär Langerkvist, el segundo fue Redeeming Love de Francine Rivers y el tercero fue Oíme bien, Satanás del evangelista argentino Carlos Annacondia… nadie podría decir que no soy de lecturas variadas.
BARRABÁS
Pär Langerkvist fue un escritor sueco, obtuvo el premio Nobel en 1951 precisamente por su novela Barrabás. Aquí narra una historia de ficción sobre la vida de Barrabás desde el momento en que Pilato lo liberó en lugar de Jesucristo. Barrabás es la historia del perdón que Cristo le ofrecía al asesino. El Cristo inocente muere por Barrabas y el culpable asesino queda libre. El relato bíblico de Barrabás es la historia de la redención humana: en Barrabás está representada toda la humanidad: el justo murió por los injustos.
En la novela, después de que Barrabás escapó a su sentencia de muerte, se reunió con algunos de sus secuaces y con una prostituta en una cantina, los pensamientos de ella al ver al asesino meditabundo resumen bien la situación:
No sorprendía que [Barrabás] pareciera un poco extraño después de haber estado encadenado en un pozo por tanto tiempo, tan cercano a la muerte; si un hombre es sentenciado a muerte, está muerto; y si se le deja ir y se le indulta, todavía está muerto, porque así era como estaba y solo se levanta de nuevo de entre los muertos, lo cual no es lo mismo que estar vivo y ser como el resto de nosotros [Traducción mía].
¡Qué barbaridad! (Entre otras porque la prostituta parece haber definido con claridad lo que significa en el cristianismo el nuevo nacimiento). Barrabás, quisiera o no quisiera, debía vivir con el hecho de que Cristo había muerto por él, en su lugar. Tal vez a ningún ser humano se le han anunciado las buenas nuevas de la salvación con tanta claridad como a Barrabás; sin embargo, lo que fuera él a hacer con respecto al sacrificio de Cristo por su vida era cuestión suya.
Y así transcurre el libro, los pensamientos sobre el Galileo se arremolinan en la mente de Barrabás mientras en cada circunstancia de su vida tortuosa Cristo busca acercarse a él y él se niega. Al final, en la historia de Langerkvist, Barrabás muere también crucificado junto a Pedro y otros cristianos. Pero hasta la crucifixión no se ha entregado a Cristo. Como Barrabás era el más fuerte de todos los crucificados, fue el último en morir y así culmina el libro:
Solo Barrabás quedó allí colgando, aún vivo. Cuando sintió que la muerte se aproximaba, aquello a lo cual siempre había temido tanto, exclamó en la oscuridad, como si a ella le estuviera hablando, «A ti entrego mi alma».
Y rindió su espíritu [Traducción mía].
Debe concederse que es un final magistral a una muy bien contada historia que admite dos posibles fines: o se entregó a la oscuridad en un final que parecería increíblemente frío y fatalista o se entregó a Cristo para salvación en el último suspiro de su vida.
En cuanto a la primera posibilidad, me recuerda a Charles Templeton, un evangelista que en 1946 acompañara a Billy Graham en sus campañas. Dos años más adelante Templeton comenzó a tener dudas sobre su fe y diez años después se declaró públicamente escéptico. Billy Graham narró todo esto en su autobiografía Just as I am. Cuando Lee Strobel preparaba el material para su libro El caso de la fe, entrevistó a Templeton y le preguntó su opinión sobre Jesús. Dice Strobel que todas las facciones del exevangelista se suavizaron al hablar de Él; se deshizo en halagos y terminó diciendo cosas como «¡Yo… lo adoro!» y «Yo… lo extraño,» mientras sus ojos se inundaban de lágrimas. Pero no se rindió a Él (si tiene tiempo lea en este enlace la historia de este encuentro como la cuenta Strobel). Me es difícil no encontrar cierta similitud entre Charles Templeton y el Barrabás fatalista de Langerkvist. Juntos muriendo de sed al pie de la fuente.
El otro final admisible de la novela es que Barrabás haya orado al Cristo que se sacrificó por él y se haya rendido ante el Nazareno después de haber pasado su vida dando coces contra el aguijón. Un final que se me antoja deseable. Porque más allá del final de la novela, no estamos destinados a perdición. La voluntad de Dios es que todos seamos salvos y lleguemos al arrepentimiento, así sea en el último suspiro de nuestras vidas.
El sueco fue deliberadamente ambiguo en su cierre del libro. En el primer caso el fatalismo es obvio. En el segundo, la historia se transforma en otro bellísimo relato de redención.
AMOR REDENTOR
Y es este segundo caso el que me lleva ahora a hablar de Amor redentor, de Francine Rivers. Amor redentor es la novela más famosa de Rivers. En ella se hace un recuento de la historia del profeta Oseas trasladada a la California del siglo 19 en plena fiebre del oro. Durante todo el libro un hombre íntegro, también llamado Oseas, ama a una prostituta con la cual se casa y que vez tras vez lo abandona porque o no le cree al amor de su esposo o no se siente digna de dicho amor. La última vez que ella huyó, lo dejó por varios años. Rivers describe así el sentimiento de Oseas en aquella ocasión:
Bajando su cabeza, lloró.
Sí, había aprendido su propia impotencia. Había aprendido que un hombre puede vivir después de que una mujer le rompe el corazón. Había aprendido que podía vivir sin ella. Pero, oh, Dios, voy a extrañarla hasta que muera…
Mientras los tumultuosos pensamientos se acumulaban en su cabeza, se remontó a una Escritura sencilla a la cual se aferró: «Confía en el Señor de todo tu corazón, y no en tu propia inteligencia» [Traducción mía].
Lloré. Lloré mucho leyendo esta historia (en una curiosidad, como bien los saben mis amigos de mi iglesia local, Dios no ha dejado de recordarme y repetirme esta referencia bíblica en todo este tiempo).
Después de todos los intentos de Oseas, era de ella la decisión tanto de aceptar el amor como de amar. Al final vuelve por el resto de su vida con Oseas, quien siempre la amó.
OÍME BIEN, SATANÁS
Y así quiero terminar con este tercer libro. Annacondia, su autor, es un evangelista argentino y el responsable del tremendo avivamiento espiritual que ha vivido su país. Como me dijera mi pastor, «es un libro pequeño pero aleccionador». Annacondia es un tipo sencillo con mucho poder del Espíritu Santo que se manifiesta en sanidades, liberaciones de demonios y conversos al cristianismo por los miles. La forma en la cual Dios lo usa es admirable y deseable.
Pero más que el poder del Espíritu tan evidente en su vida (que me ha hecho clamar al Señor por una unción semejante en la mía), me llamó la atención la importancia que da al perdón: en su experiencia, la falta de perdón es responsable por que Satanás tome el control de la vida de las personas (¡incluso creyentes!):
Setenta por ciento de las personas que ingresan a la carpa de liberación lo hacen con tremendas posesiones demoníacas, pero en su mayoría el problema espiritual deriva de la falta de perdón.
Narra además cómo también la falta de perdón afecta la salud física:
La mayoría [de las personas] recibe sanidad física al encontrar sanidad interior por medio del perdón… El odio y el resentimiento traen castigo. Muchas veces son la causa de enfermedades que no sabemos de dónde provienen.
Y pasa a decir la siguiente frase contundente:
El perdón no es un sentimiento, es una decisión. Si usted quiere perdonar, el Señor le ayudará a hacerlo (énfasis mío).
El perdón, como el amor, es una decisión. De hecho, perdonar es uno de los más grandes actos de amor, quizás el más grande. Puede decirse que el perdón es condición suficiente del amor: perdonar implica amar.
Lo anterior tiene una doble implicación:
1. Si perdonamos es porque amamos, lo cual es equivalente a que si no amamos entonces no vamos a perdonar.
2. Si creemos que amar es una emoción, vamos a terminar creyendo que perdonar también lo es. El problema con esta mala creencia es que nadie perdona así porque nadie nunca siente ganas de perdonar. Todo en nuestra naturaleza nos lleva a no hacerlo. ¡No! El perdón es un acto de amor y como tal es una decisión.
Perdonar es una decisión porque perdonar es una forma de amar. Y amar es una decisión.
Más adelante dice Annacondia lo siguiente:
El apóstol Pablo nos enseña en Romanos 5.10,11, que «si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida. Y no sólo esto, sino que también nos gloriamos en Dios por el Señor nuestro Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la reconciliación». De la misma manera que al recibir a Cristo en nuestro corazón nos reconciliamos con Dios, dice también Pablo que Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo, nos dio el ministerio de la reconciliación. No solamente con Él, sino con todos los que nos han ofendido o lastimado.
La palabra reconciliación proviene del latín reconciliatio y se refiere a la acción de restituir relaciones quebrantadas. A su vez, se traduce a la voz griega katallage, que significa cambiar por completo. Hay varios ejemplos de perdón y reconciliación, pero los más claros los llevó a cabo Jesús que perdonó a Judas, a Pedro y también a los que lo crucificaron, al decir: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».
El mismo Espíritu Santo que ungió a Cristo es el que hoy está morando en nosotros. Cuando predico acerca del perdón, en varias ocasiones veo personas gritar: «¡Señor, perdono!». En ese instante reciben el milagro que con tanto anhelo y fe piden, y son llenas del Espíritu Santo. Esto lo podemos ejemplificar de la siguiente manera: si quiere llenar una botella con agua pero la sumerge con el tapón puesto, pueden pasar horas y horas que no entrará ni una gota de líquido. Debe sacar ese tapón y la botella se llenará. Lo mismo sucede en nuestras vidas, usted debe perdonar. Saque ese tapón que no deja que el Espíritu de Dios fluya con libertad en su vida.
La ilustración de la botella es impresionante. Certera. Pero me llamó la atención también que habla de la forma en que el perdón implica reconciliación, es decir «restituir relaciones quebrantadas». Es aquí donde corresponde la cita bíblica con que empecé este escrito: «El que perdona la ofensa cultiva el amor; el que insiste en la ofensa divide a los amigos». Es difícil creer que haya habido perdón cuando no hay reconciliación porque insistir en la ofensa (o sea, no perdonar) divide.
CONCLUSIÓN
Al final, el cristianismo se trata de perdón en tres formas: El que nos ofrece Dios, el que solicitamos a Dios y a quienes hemos ofendido, y el que otorgamos a quienes nos han ofendido.
1. El perdón ofrecido. Dios nos ofrece el perdón de nuestros pecados. Pero es decisión de cada quien (con consecuencias eternas) si recibe o no el perdón que Dios ofrece. Una posibilidad es ser el Templeton que aun admirando a Cristo se negó a recibirlo o el fatalista Barrabás que peleó toda la vida contra Él y no lo aceptó.
La otra posibilidad es el Barrabás redimido que en su hora final se entregó, o la esposa de Oseas en la novela de Rivers (¡también redimida!) que al final volvió decidida a amar y dejarse amar. Amar y dejarse amar son cosas que requieren humildad.
2. El perdón pedido. Aceptar el perdón de Dios es obviamente reconocer que lo he ofendido. Si no, ¿de qué me está perdonando? Por lo tanto, el perdón pedido implica reconocer que hemos pecado contra Dios y por ello le pedimos perdón. El perdón pedido también nos lleva a reconocer que hemos pecado contra otros y a pedirles perdón.
Arrepentimiento significa empezar a obrar conforme al perdón que pedimos. Trascender las palabras y dejar de hacer lo que estábamos haciendo para ofender a Dios y a otras personas, e intentar restituir en la medida de lo posible.
3. El perdón otorgado. Es notorio que cuando Cristo enseña a orar en el Sermón del Monte, pudo haberse detenido a explicar cualquier punto del Padrenuestro, pero la única explicación que dio fue sobre la frase «Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores». En efecto, cuando Cristo terminó de enseñar este modelo de oración, lo único que añadió con respecto a ella fue: «Porque si perdonan a otros sus ofensas, también los perdonará a ustedes su Padre celestial. Pero, si no perdonan a otros su ofensas, tampoco su Padre les perdonará a ustedes las suyas». Es decir, si no perdonamos, nuestras oraciones no son escuchadas. Es más, si no perdonamos, estamos rechazando también el perdón de Dios para nuestra vida.
Hace poco también leía en Proverbios 16:6 que «con amor y verdad se perdona el pecado». Me impresionó. Se requieren las dos (por eso dice Juan que el Logos venía lleno de gracia y de verdad). Perdonar no es hacer de cuenta que la falta no pasó o restarle importancia, lo cual faltaría a la verdad. Perdonar requiere comprensión de la gravedad de la ofensa (verdad) y aún así decidir no usar la falta contra el ofensor e incluso amarlo y restituirlo. La medida de la verdad revela el alcance del amor en el perdón.
—
Amigo lector, llore delante de Dios ante el abrumador peso de las ofensas que le ha tocado vivir. Pero entienda que su Dios es más fuerte: el poder para amar a pesar de ellas (perdonar) es el regalo que el Señor nos dio en la cruz del Calvario.
Yo sé que duele. Sin contar las pequeñas faltas de otros contra mí, a mí también me ha tocado tomar la decisión de perdonar a quienes me han hecho mucho daño: he vivido el desprecio y la soberbia de unos que me han alejado de los que amo, las traiciones de otros que me han derrumbado todas las ilusiones y la voluntad de vivir, y la violencia familiar que ninguna persona debería vivir. Pero yo decidí perdonar. No porque yo sea muy bueno, pues tengo muy claro que mi capacidad viene de Dios.
Además, para ser sincero, en retribución o por intentar protegerme, hice casi lo mismo con otros en el pasado. Y también tuve que ser lo suficientemente hombre para pedir perdón a Dios y a quienes había ofendido con mis grotescas faltas. Si no perdonaba y no pedía perdón, no iba a disfrutar nunca mi relación con Dios (y piénselo: si Dios existe y su amor y su bondad son infinitos, nada hay en esta vida mejor que estar en comunión con Él). No perdonar a otros y no pedirles perdón a ellos y a Dios habría sido rechazar el sacrificio de Jesucristo en la cruz por mí, me habría privado de lo mejor que he vivido en toda mi vida: caminar de la mano de Dios y experimentar el increíble poder que levantó a Cristo de entre los muertos.
No pretendo entender todo lo que usted ha vivido. No tendría cómo. Pero de acuerdo con lo que yo he vivido sí puedo decirle que es posible perdonar. El poder del Espíritu Santo que resucitó al Señor de entre los muertos va a respaldarlo.
Oro en este momento por usted.