Lo que la tortuga le dijo a Aquiles

El siguiente texto es una traducción mía del original que Lewis Carroll, el matemático y autor de Alicia en el país de las maravillas, publicara en la revista filosófica Mind en el año 1895. Es corto y muy interesante. Varias páginas en inglés contienen transcripciones del artículo, por ejemplo esta.

Aquiles había sobrepasado a la tortuga y se había sentado cómodamente sobre la espalda de ella.
—¿Así que llegaste al final de nuestra carrera? —dijo la tortuga—. ¿Aunque consista de una serie infinita de distancias? Creí que un sabihondo o algo así había dicho que no se podía.
Puede hacerse —dijo Aquiles—. ¡Se ha hecho! Solvitur ambulando. Verás, las distancias estaban decreciendo constantemente, y…
—¿Y si hubieran estado incrementando? —interrumpió la tortuga—. ¿Qué pasaría entonces?
—Entonces yo no estaría aquí —replicó Aquiles—, ¡y para este momento tú ya le habrías dado varias vueltas al mundo!
—Me adulas… ¡digo, me anulas! —dijo la tortuga—, porque tú eres un peso pesado, que no te cabe la menor duda.1 Bueno, ¿pero te gustaría ahora saber de un circuito que la gente cree poder completar en dos o tres pasos, aunque de verdad sea de un número infinito de distancias, cada una más larga que la anterior?
—¡Pero claro que sí! —dijo el guerrero griego, en tanto sacaba de su casco un enorme cuaderno y un lápiz (pocos guerreros griegos tenían bolsillos por aquella época)—. ¡Adelante! ¡Y, por favor, habla despacio, que todavía no se han inventado la taquigrafía!
—¡Qué bella es la primera proposición de Euclides! —musitó la tortuga distraídamente—. ¿Admiras tú a Euclides?
—¡Apasionadamente! Al menos tanto como es posible hacerlo con un tratado que no será publicado sino en unos cuantos siglos.
—Bueno, pues tomemos ahora un pedacito del argumento en la primera proposición: tan solo dos pasos, y la conclusión que se obtiene de ellos. Ten la bondad de escribirlos en tu cuaderno. Y, por un asunto de conveniencia, llamémoslos A, B y Z.
»(A) Cosas iguales a una misma cosa son iguales entre sí.
»(B) Los dos lados de este triángulo son dos cosas que son iguales a una misma cosa.
»(Z) Los dos lados de este triángulo son iguales entre sí.
»Supongo que los lectores de Euclides admitirán que Z se sigue lógicamente de A y B. ¿Es decir que quien acepte que A y B son verdaderos, debe aceptar que Z es verdadero?
—¡Sin lugar a dudas! ¡Hasta el más pequeño de la secundaria (tan pronto como se inventen las secundarias, que no será sino hasta dentro de unos dos mil años), admitirá tal cosa!
—Y supongo que el hecho de que algún lector no haya aceptado todavía que A y B son verdaderas no le impide aceptar que la secuencia es válida, ¿cierto?
—Por supuesto que un lector así puede existir. Podría decir: «Acepto que es verdadera la Proposición Hipotética “Si A y B son verdaderas, Z debe ser verdadera”; pero no acepto que A y B sean verdaderas». Tal lector haría bien en abandonar a Euclides y dedicarse al fútbol.
—¿Y no podría haber también algún lector que dijera: “Acepto que A y B son verdaderas, pero no acepto la Proposición Hipotética”?
—Claro que puede haberlo. Y él también debería dedicarse al fútbol.
—Y ninguno de estos dos lectores —continuó la tortuga— está hasta este momento bajo la necesidad lógica de aceptar que Z es verdadera.
—Así es —asintió Aquiles.
—Bueno, pues yo quiero que me consideres a mí como uno de esos lectores del segundo grupo, y que me fuerces lógicamente a aceptar que Z es verdadera.
—Una tortuga jugando fútbol… —comenzó a decir Aquiles.
—Una anomalía, por supuesto —interrumpió apresurada la tortuga. Pero no te distraigas. ¡Primero veamos Z y luego, lo del fútbol!
—Tengo que forzarte a aceptar Z, ¿cierto? —dijo Aquiles en tono reflexivo—. Y tu posición actual es que aceptas A y B, pero no aceptas la Proposición Hipotética…
—Llamémosla C —dijo la tortuga.
—Pero no aceptas:
»(C) Si A y B son verdaderas, Z debe ser verdadera».
—Esa es mi posición en este momento —dijo la tortuga.
—Entonces debo pedirte que aceptes C.
—Lo haré —dijo la tortuga—, tan pronto como la escribas en tu cuaderno. ¿Qué más tienes en él?
—Tan solo unos memorandos —dijo Aquiles, pasando las hojas nerviosamente—, de las batallas en las que me he distinguido.
—¡Entonces hay muchas hojas blancas! —anotó la tortuga alegremente—. ¡Vamos a necesitarlas todas! —Aquiles se estremeció—. Escribe, pues, lo que voy a dictarte:
»(A) Cosas iguales a una misma cosa son iguales entre sí.
»(B) Los dos lados de este triángulo son dos cosas que son iguales a una misma cosa.
»(C) Si A y B son verdaderas, Z debe ser verdadera.
»(Z) Los dos lados de este triángulo son iguales entre sí.
—Deberías llamarla D, no Z —dijo Aquiles—. Viene justo después de las otras tres. Si aceptas A, B y C, debes aceptar Z.
—¿Y por qué debo?
—Porque se sigue lógicamente de ellas. Si A, B y C son verdaderas, Z debe ser verdadera. No vas a disputar eso, me imagino.
—Si A, B y C son verdaderas, Z debe ser verdadera —repitió la tortuga en tono pensativo—. Esa es otra proposición hipotética, ¿no? Y si no veo que sea verdadera, podría aceptar A, B y C, y seguir sin aceptar Z, ¿cierto?
—Podrías hacerlo, sí —admitió el héroe con franqueza—; aunque tal cerrilidad es, sinceramente, fenomenal. Sin embargo, el evento es posible. Así que debo pedirte que admitas una Proposición Hipotética más.
—Muy bien. Estoy más que dispuesto a admitir tal cosa, tan pronto como la escribas. La llamaremos:
»(D) Si A, B y C son verdaderas, Z debe ser verdadera.
»¿Ya la anotaste en tu cuaderno?
—¡Ya! —exclamó Aquiles con júbilo, mientras guardaba el lápiz en su funda—. ¡Y por fin terminamos este circuito ideal! Ahora que aceptas A, B, C y D, por supuesto que aceptas Z.
—¿La acepto? —dijo la tortuga inocentemente—. Hagámoslo muy claro. Acepto A, B, C y D. Supón que todavía me rehuso a aceptar Z.
—¡Entonces la lógica te forzaría a hacerlo! —replicó Aquiles triunfalmente—. La lógica te diría: “Ahora que aceptaste A, B, C y D, ¡debes aceptar Z!”. Así que no tienes elección, ¿lo ves?
—Cualquier cosa que me esté diciendo la buena lógica vale la pena escribirla —dijo la tortuga—. Así que por favor escríbela en tu cuaderno. La llamaremos:
»(E) Si A, B, C y D son verdaderas, Z debe ser verdadera.
»Por supuesto que hasta que no haya admitido eso, no necesito admitir Z. Así que es un paso muy necesario, ¿ves?
—Veo —dijo Aquiles, y había un toque de tristeza en su voz.

Aquí el narrador, teniendo diligencias pendientes en el banco, se vio obligado a dejar a la feliz pareja, y no volvió a pasar por allí sino hasta después de varios meses. Cuando volvió, Aquiles todavía estaba sentado sobre la espalda de la resistente tortuga, y seguía escribiendo en su cuaderno, que ya parecía casi lleno del todo. La tortuga estaba diciendo:

—¿Ya escribiste ese último paso? A menos que haya perdido la cuenta, es el paso mil uno. Hay muchos millones más por venir. Y te importaría, como un favor personal, considerando qué buena instrucción este coloquio nuestro estará proveyendo a los lógicos del siglo diecinueve… ¿te importaría adoptar para ti un calambur que mi prima la Falsa Tortuga hará,2 y aceptar que de ahora en adelante te llames Tortura3?
—¡Como quieras! —replicó el guerrero agotado, con un tono vacío de desesperación, enterrando su cara en sus manos—. En tanto como , por tu parte, adoptes un juego de palabras que la Falsa Tortuga nunca inventó, y aceptes ser llamado de ahora en adelante Aquí-Les-Quedo.4


Notas de traducción

  1. “You flatter me —flatten, I mean” said the Tortoise; “for you are a heavy weight an no mistake!
  2. Juego de palabras en inglés, la Falsa Tortuga era una personaje de Alicia, cuyo nombre original en inglés, Mock-Turtle, también puede traducirse como «Tortuga Burlona».
  3. Taught-Us. Juego de palabras proveniente de Alicia, cuya pronunciación es semejante a la pronunciación británica de tortoise, «tortuga».
  4. A Kill-Ease.

El desenlace del escritor

Rembrandt – El festín de Belsasar. National Gallery (dominio público).

La revista Inference me invitó a responder al ensayo reciente de David Berlinski llamado The Director’s Cut [El corte del director]. Lo he leído detenidamente, varias veces, y aunque mi conclusión es que, como resulta difícil contestar a un escrito con el que uno está mayormente de acuerdo, más bien voy a utilizarlo como excusa para ahondar en ciertas ideas. 

El escrito versa sobre el primer teorema de incompletitud (PTI) de Gödel. Berlinski invierte casi dos tercios del texto —que no pretende ser formalmente matemático— en la explicación de la idea que usó Gödel para la prueba.1 Después, súbitamente, comienza a hablar sobre las implicaciones del teorema en la discusión filosófica acerca de si la mente es tan solo un computador o es algo más, el llamado «argumento godeliano».2

De hecho, el escrito lleva un flujo de lectura absorbente y bastante formal hasta la explicación de Gödel y Tarski. Cuando gira al problema mente-máquina, la profundidad matemática queda relegada (porque el tema ya no es tan matemático, sino más filosófico) y es casi como si empezara un nuevo escrito, quizás también absorbente, pero en una dirección diferente.

A decir verdad, fue la composición lo que me resultó más extraño en el ensayo de Berlinski. Primero, después de releerlo varias veces sigue sin ser claro para mí si la mención al problema mente-máquina fue apenas un comentario parentético o era el punto al que quería llegar el autor. Segundo, la sección final del ensayo, llamada también «El corte del director», puede leerse de las dos formas, como una conclusión que abarca el problema mente-máquina o como una reflexión general sobre lo que provoca el PTI que poco o nada tiene que ver con el argumento godeliano.

Así, a pesar de que disfruté, y mucho, la explicación de Berlinski sobre la demostración del PTI, como tengo poco que pueda agregar, me voy a concentrar en sus apreciaciones sobre el problema mente-máquina y su conclusión.

Desasosiego para el hombre moderno

Ha de concederse que en el más formal de los sentidos es difícil, a partir de los teoremas de incompletitud de Gödel, o de un corolario suyo, concluir que la mente es más que una máquina. De la afirmación «Un sistema formal es consistente si y solo si tiene proposiciones indecidibles», como dijera Hillary Putnam, no puede decirse mucho más. 

Sin embargo, tampoco se puede negar que hay algo provocador en los teoremas de incompletitud que inducen a pensar que la mente humana es más que una máquina. Que la deducción a partir de los teoremas sea justificada no me parece tan interesante como lo evocadores que resultan en dicha dirección. Hay algo en los teoremas de incompletitud que invita al menos a preguntarse si la mente no será más que una máquina.3 Dos veces cita Berlinski a Gödel al respecto, con lo que se demuestra que ni siquiera Gödel se pudo sustraer a la pregunta, y aunque la respuesta de Gödel parezca más una aplicación de su propio resultado, dándole cierto aire de indecidibilidad al problema, lo importante es que hasta en sus cuestionamientos queda claro que hay algo en los teoremas que nos lleva a considerar el asunto.4

¿Es el hecho de que, como dicen John Lucas y Roger Penrose, nosotros podemos detectar verdades que el sistema formal no está en capacidad de decidir? ¿Es el hecho de que somos capaces de ver símbolos, e ir más allá de los signos, cosa que los computadores (como hoy los tenemos definidos) no pueden hacer? No importa mucho lo que sea, el caso es que, habiendo algo en los teoremas que induce a ir más allá del mecanicismo, el ideal moderno es ya el gran perdedor.

Tekel

Es una creencia popular que la matemática está desprovista de paradojas y posibles contradicciones. En realidad, las paradojas se han venido descubriendo desde hace siglos. Cuando Bertrand Russell y Alfred North Whitehead publicaron su Principia Mathematica buscaban librar a la matemática de ellas.5 El espíritu de los tiempos tenía todo que ver. La Modernidad exaltaba la razón por encima de todas las cosas, por lo tanto el razonamiento lógico debía ser confiable. La iluminada Ilustración se contrastaba con el oscurantista Medioevo y esto debía quedar claro para todos. Comte, Russell, Wittgenstein, el círculo de Viena, el programa de Hilbert, son todos puntos que buscaban converger al positivismo lógico.

El conocimiento para ser tal debía sujetarse a la razón y esto con criterios estrictamente lógicos. Gödel con sus teoremas derrumba este ideal: hay proposiciones verdaderas de las cuales nos damos cuenta de que son verdaderas, pero que están fuera del alcance del sistema formal. En esto tienen la razón Lucas y Penrose. Si bien es cierto, como decía Putnam, que el PTI mirado desde adentro no dice nada, también lo es que al mirarlo desde la orilla vemos proposiciones verdaderas que el sistema no puede encontrar. Tal vez esta fuera la intención de Berlinski al explicar en detalle el camino de la prueba hasta llegar a la definición 46 de Gödel, Bew, pues como él mismo dice: «Mirando su propio filme, el director ahora está en capacidad de verse a sí mismo mirando su propio filme».

Gödel elimina el ideal moderno. Si bien su PTI no prueba estrictamente que la mente no puede reducirse a una máquina, abre la puerta de par en par a considerarla como algo más, y acaba también con toda pretensión de sujetar todo el conocimiento a una serie de pasos lógicos. El gran perdedor es el positivismo moderno en todas su formas. La ciencia moderna debía mostrar sin lugar a dudas que la mente era reducible a un mecanismo. No solo no lo ha demostrado, sino que Gödel nos lleva a cuestionar este postulado. El PTI deja un sinsabor en la boca del hombre moderno: afirma que el sistema formal o es consistente o es completo, pero no las dos. Sería deseable tener las dos cosas juntas, pero si no se puede tener las dos, al menos es preferible sacrificar la completitud y no la consistencia. Nos queda al menos la esperanza de que el sistema sea consistente.

De Terence Tao y Edward Nelson

En el año 2011, el ya fallecido Edward Nelson, reconocido matemático de la Universidad de Princeton y otrora miembro del Instituto de Estudios Avanzados, anunció que había demostrado la inconsistencia de la aritmética. El asunto trascendió en redes sociales cuando John Baez lo publicó en el blog The n-Category Café. Mientras Baez afirmaba en el blog original que el resultado de Nelson era demasiado técnico para que lo siguiera, ese mismo día, en los comentarios del blog, se dio una conversación fascinante entre Terence Tao y Nelson.

Tal vez fue eso lo que más llamó la atención de todos los que seguimos la noticia en su momento: que Tao, el matemático considerado por muchos como el Carl Friedrich Gauss de nuestros tiempos, hubiera intervenido en redes para esclarecer el asunto hablaba a las claras de la importancia de lo que se estaba tratando.

Una parte no tan pequeña de mí, lo confieso, empezó a pasar de la fascinación al morbo. ¿Qué pasaría si el resultado de Nelson se sostenía? ¿Cuáles serían las implicaciones a nivel matemático? ¿Qué de la aritmética quedaría en pie? ¿Qué de nuestros argumentos racionales seguiría sosteniéndose?

La emoción me duró poco. En el ir y venir de la conversación entre Tao y Nelson, aquel encontró un defecto en la prueba de este, y Nelson terminó retractándose. Sin embargo, algo me quedó claro: a pesar de que la gran mayoría creyera, sin haber leído la prueba, que Nelson estaba equivocado, la posibilidad de que este tuviera la razón estaba abierta y el desconcierto que se vio aquel día hablaba más fuerte que las palabras. Dice Baez (traducción mía):

La mayoría de lógicos no piensan que el problema sea «hacer una aritmética consistente». A diferencia de Nelson, creen que la aritmética que hoy tenemos ya es consistente. El problema es hacer un sistema consistente de aritmética que pueda probar su propia consistencia

Nelson cuestiona el principio de inducción matemática, por razones que explica en su libro, de modo que estoy seguro de que en su nuevo sistema eliminará o modificará este principio.

No es necesario decir que este es un paso radical. Pero mucho más radical es su aseveración de que puede probar que la aritmética común es inconsistente. Casi ningún matemático cree esto. Apuesto que está cometiendo un error en alguna parte, pero de estar en lo correcto alcanzará la gloria eterna.

Baez estaba en lo cierto: Edward Nelson cometió un error en la demostración y se retractó de ella. No obstante, a pesar de que el primer intento de prueba de Nelson se cayó en 2011, él siguió trabajando en el asunto hasta su muerte en 2014. Durante este período produjo dos trabajos llamados Inconsistency of Primitive Recursive Arithmetic [Inconsistencia de la aritmética recursiva primitiva] y Elements [Elementos] que fueron subidos al arXiv de manera póstuma. En ambos apareció un epílogo idéntico, escrito por Sam Buss y Terence Tao. «Por supuesto, creemos que la aritmética de Peano es consistente; por lo tanto no esperamos que el proyecto de Nelson pueda completarse de acuerdo a sus planes», escribieron los dos matemáticos en algún momento del epílogo.

En las dos partes donde Baez conjuga el verbo creer en su cita, el énfasis es agregado mío; en la cita de Buss y Tao, también. En los dos comentarios el uso del verbo no podría ser más apropiado: dada la imposibilidad de mostrar que un sistema formal que satisfaga las condiciones de los teoremas de incompletitud sea a la vez completo y consistente, la única solución es aceptar lo que sea que aceptemos sobre la consistencia por fe. La fe es la más importante de las herramientas del matemático y del lógico. No tiene ningún sentido que el matemático desarrolle matemáticas si cree que el sistema no es consistente, pero esta consistencia es algo que no puede conocer, sino a lo más creer que sea cierta.

El desenlace del escritor

La ciencia moderna debía pasar de la religión al conocimiento lógico, pero el segundo teorema de incompletitud (STI) de Gödel —que muestra que si el sistema es consistente, no tiene como comprobar su propia consistencia—, nos lleva a que la matemática, nuestra forma de conocimiento más formal, no puede sustentarse en la lógica, sino que seguirla aceptando requiere fe… pobre Comte.

«Ningún sistema formal puede explicarse a sí mismo. No puede decir nada y no podemos decir todo», dice David Berlinski en la conclusión de su escrito. Berlinski para en el PTI, en la indecidibilidad.6 Está bien, no tenía por qué ir más adelante al STI, resultado que solo menciona una vez de pasada. Pero le habría sido útil para reforzar el hecho de que no podemos decirlo todo. La esperanza de consistencia se ha convertido en incertidumbre. El sinsabor del PTI se ha convertido en amargura con el STI. A lo mejor que podemos aspirar es a no tener certeza de la consistencia porque cuando probemos que el sistema es consistente (o que no lo es), tan solo habremos demostrado su inconsistencia.

En efecto, el sistema formal no puede explicarse a sí mismo. Más aún, como dijo Berlinski, no puede decir nada. O puesto de otra manera, de nuevo desde la perspectiva del STI, puede decir muchas cosas, pero ninguna será definitiva. ¿Cómo sabemos que en el futuro no aparece un Edward Nelson con una demostración efectiva de que la aritmética es inconsistente?

Hace pocos días, el escritor Arturo Pérez-Reverte, miembro de la Real Academia Española, publicó el siguiente hilo de tres tuits que acá transcribo de corrido: 

«Antes de irme a dormir (acabo de regresar de un viaje) les dejo, o propongo, una idea que tengo en la cabeza hace mucho: la novela perfecta e imposible, por si alguno de ustedes es de verdad un genio (que alguno habrá) y se anima a escribirla.

»Escribir una novela cuya última página sea idéntica a la primera y obligue a volver a esa primera página; de manera que la nueva lectura del libro, a la luz de lo ya leído, proporcione una lectura diferente. Y dedicar la novela a Borges.

»Buenas noches».

La novela perfecta que sueña Pérez-Reverte va a tener que hacerse con base en los teoremas de incompletitud de Gödel. Después de todo el nudo de la Modernidad, Gödel nos dejó como al principio: no es solo que no podamos decidir, sino que hasta nuestros más formales sistemas requieren fe. Tal como antes de que empezara la Modernidad. La última página de la historia no se diferencia de la primera, pero sí nos fuerza una nueva lectura, «[los teoremas de incompletitud] han cambiado la forma en la que vemos las cosas».7 Antes de la Modernidad intuíamos que no teníamos cómo fundamentar la razón por fuera de la fe. Ahora lo sabemos.

Solo hay una novela. Todas las demás son solo derivaciones del Quijote. Todo un homenaje a Borges.

NOTAS

  1. Dan Gusfield, de la Universidad de California en Davis, tiene una prueba en la zona «ricitos de oro» que no es ni demasiado formal para volverse inentendible para la persona de a pie ni demasiado relajada para volverse superflua; apta para estudiantes de pregrado de segundo año. La versión escrita está aquí; la versión en video, aquí.
  2. Los filósofos llaman a esta discusión: «argumento godeliano en la concepción mecanicista». Nombre largo y tedioso.
  3. Y ese algo, por cierto, no se lo cuestionan los computadores.
  4. En un escrito de Jack Copeland, también citado por Berlinski, dice que Gödel parecía inclinarse más hacia el inmaterialismo. La entrada de Wikipedia en español sobre los teoremas de incompletitud de Gödel también afirma esto: «[Marvin] Minsky ha informado de que [sic] Kurt Gödel le dijo a él en persona que él creía que los seres humanos tienen una forma intuitiva, no solamente computacional, de llegar a la verdad y por tanto su teorema no limita lo que puede llegar a ser sabido como cierto por los humanos». Lastimosamente, Wikipedia no da ninguna referencia.
  5. Al respecto véase, por ejemplo, esta charla de Douglas Hofstadter.
  6. Y en el concepto de verdad en lenguajes formalizados de Tarski.
  7. Berlinski, The Director’s Cut.

Eternity

Eternity cannot be defined in terms of time, because time began to exist with this finite universe. Were we to define eternity in terms of time, we would need to give God a beginning, so that this entity we call God in reality would not be it; instead, it would be becoming more God as time goes by, as in the questionable “process theology.” Eternity must be something different. I say eternity is the plenitude that is experienced in a relationship of love. That is why God needs to be Triune in order to be eternal —the eternity of each of the three Persons in the Trinity would reside in the perfect relationship of love —given and received— they have with the other two.

Likewise, the eternity we long for, that which God placed in our hearts, must be of an intimate relationship of love with Him. In this way, nothing else, no one else, is able to satisfy such a longing, except the One who can love perfectly. Just Him.

But we are not there yet. However, in the meantime, the better our relationships of love here, the closer we will be to plenitude in this world. Maybe they are not going to be perfect, but it does not make them bad or less desirable. Everything that is finite is only small when compared to infinity. In this sense, no human relationship, no matter how loving, resembles having a relationship with God —the relationship with God there. Nonetheless, that which is finite can be large, very large, when compared to other finite things. Therefore, the more we come close to plenitude in our relationships of love here, the closer we will be to eternity, in a limit that is only going to converge eternally with Him there.

Meanwhile, we love here. We offer eternity —the eternity that God has set in our hearts— to those who are close to us here. And we do it not only with the hope that each of us is going to experience the eternity of His love there, but with the hope that our relationships of love here will be perfected there, and that, in Him, those relationships will also become eternal.

Of Hilbert and Gödel

It was the year 1900; August, to be more accurate, when in Paris, David Hilbert, one of the best-known mathematicians of his time, posed a list of twenty-three open problems. The impact was huge, so much so that much of the mathematical research of the dawning century was consumed by these problems, the most important ones for Hilbert. Nobel Prize winners, Fields medalists, and other winners of prestigious awards were among those who work to solve them. Some of them (the Riemann hypothesis, for instance) are so hard that they are still open, and large sums of money are offered to whomever is able to solve them.

It was the year 1900. The Enlightenment had come, the Dark Ages were past. The Scientific Revolution brought progress. God was dead, now the Superman (Nietzsche’s Übermensch) lived. The universe with its infinite history did not require a God. Darwin had proposed a mechanism through which all biological species have merely emerged. The twentieth century was shaping up as the most promising one. It would be the beginning of a new age in which man will take the position he was destined to take, far from the noise of all those meaningless myths. Reason should be able to explain all things. Each event should have a natural explanation for its occurrence. Every proposition should be subjected to a logical explanation to verify its truth value. If every new year brings with itself the happiness and hope of a new beginning, how much more must a new century bring! And how much more must the twentieth century, the first truly Modern century through and through, promise! No wonder such a fervor.

In a way the optimism was at least understandable, if not justified. Not even Hilbert could escape the enthusiasm of the times. Two of his twenty-three problems, the second and the sixth, reflected the modern aspiration of subjecting everything to human reason. The second problem was to prove that the axioms of arithmetic were consistent —that the axioms of the natural numbers did not lead to any contradictions. The sixth problem was to axiomatize physics, particularly probability and mechanics.

The sixth problem conveys Hilbert’s modern heart: physics should be subjected to cold reason, even chance must submit to reason! Mathematics, the most rigorous way of knowing, should extend itself beyond abstraction to dominate chance and physical reality. He put the matter this way when he posed the second problem:

When we are engaged in investigating the foundations of a science, we must set up a system of axioms which contains an exact and complete description of the relations subsisting between the elementary ideas of that science. The axioms so set up are at the same time the definitions of those elementary ideas; and no statement within the realm of the science whose foundation we are testing is held to be correct unless it can be derived from those axioms by means of a finite number of logical steps…

But above all I wish to designate the following as the most important among the numerous questions which can be asked with regard to the axioms: To prove that they are not contradictory, that is, that a finite number of logical steps based upon them can never lead to contradictory results.

Hilbert was a modern man, no doubt about it. He wanted all of scientific knowledge to be obtained from basic axioms ‘by means of a finite number of logical steps.’ His goal was an extension of his particular dream for mathematics, the eponymous Hilbert’s program —to establish a consistent and complete finite number of axioms as a foundation of all mathematical theories. The goal was of cardinal importance to him. To the point that the his gravestone at Göttingen has these words inscribed (in German):

We must know.
we will know.

Hilbert epitafio
Image by Kassandro, CC-BY-SA-3.0

The epitaph on the gravestone was his response to the Latin maxim ignoramus et ignorabimus («we do not know, we shall not know»), a dictum pronounced by the German Physiologist Emil du Bois-Reymond in a speech to the Prussian Academy of Sciences in which du Bois-Reymond argued that there were questions that neither science nor philosophy could aspire to answer. 

Seen from the perspective of the age, what C. S. Lewis called ‘climate of opinion,’ Hilbert’s aspiration was understandable. The two World Wars had not happened yet; science had not been used to create biological weapons; no one knew that the twentieth century will become the bloodiest in history; progress and industrialization had not caused widely noticed environmental issues; the Left had not produced its Gulag and the Right had not built its Auschwitz.

These events (and some others) overthrew the modern ideal in the way the rolling stone in the vision of Daniel broke the statue with feet of clay into pieces. And in all of these events the problem was easily singled out —the human being. It is impossible to make a Superman out of a man. Enlightened modernity, blinded by pride, failed to see what all religions, even the oldest and the false ones, have seen so clearly —that man is wicked and the intention of his thoughts is only evil continuously, that from the sole of his foot even to the head there is nothing sound in him, that man’s heart is deceitful more than any other thing. In brief, that the problem of man is no other than himself.

Thus, the practical problem of Modernity was man himself, and it was devastating. But the conceptual problem was still to come and it was equally devastating to the modern aspirations.

Enter Gödel

It was September 8 of 1930, Monday, when Hilbert opened the anual meeting of the Society of German Scientists and Physicians in Königsberg with a famous discourse called Logic and the knowledge of nature. He ended with these words:

For the mathematician there is no Ignorabimus, and, in my opinion, not at all for natural science either… The true reason why [no-one] has succeeded in finding an unsolvable problem is, in my opinion, that there is no unsolvable problem. In contrast to the foolish Ignorabimus, our credo avers: We must know, We shall know.

In one of those ironies of history, also in Königsberg, during the three previous days to the conference opened by Hilbert’s speech, a joint conference called Epistemology of the Exact Sciences also took place in Königsberg. On Saturday September 6, in a twenty-minutes talk, Kurt Gödel presented his incompleteness theorems. On Sunday 7, at the roundtable closing the event, Gödel  announced that it was possible to give examples of mathematical propositions that could not be proven in a formal mathematical axiomatic system, even though they were true.

The result was shattering. Gödel showed the limitations of any formal axiomatic system in modeling basic arithmetic. He showed that no axiomatic system could be complete and consistent at the same time.

What does it mean for the axiomatic system to be complete? It means that, using the axioms given, it is possible to prove all of the propositions concerning the system. What does it mean for the axiomatic system to be consistent? It means that its propositions do not contradict themselves. In other words, the system is complete if (using the axioms) all proposition in the system can be proven either true or false; and the system is consistent if (using the axioms) no proposition in the system can be proved simultaneously true and false. 

In simple terms, Gödel’s first incompleteness theorem says that no consistent formal axiomatic system is complete. That is, if the system does not have propositions that are true and false simultaneously, there are other propositions that cannot be proven either true or false. Moreover, such propositions are known to be true but they cannot be proven using the system axioms. There are true propositions of the system that cannot be proven as such, using the axioms of the system.

Gödel’s second incompleteness theorem is stronger. It says that no consistent axiomatic system can prove its own consistency. In the end, his second theorem entails that we cannot know whether a system is consistent or not; we can only assume that it is.

Implications for Hilbert’s program

Let’s recall a portion of Hilbert’s enunciation of his second problem:

[N]o statement within the realm of the science whose foundation we are testing is held to be correct unless it can be derived from those axioms by means of a finite number of logical steps.

Hilbert knew the difference between science and mathematics, of course. So this introduction to his second problem actually fits well to his sixth problem —to axiomatize science. In this regard, his sixth problem is more ambitious than the second one because it purports to translate to science —beyond mathematics— what mathematics should be doing… at least in Hilbert’s mind. But inasmuch as Hilbert was broadening his concepts to take in science as well as mathematics, it was of particular importance that his statement be true of mathematics. That is, the word «science» should be replaceable by the word «mathematics»:

[N]o statement within the realm of the mathematics whose foundation we are testing is held to be correct unless it can be derived from those axioms by means of a finite number of logical steps.

But Gödel’s first incompleteness theorem voids such a statement. There are indeed true mathematical propositions that cannot be derived from a finite number of axioms through a finite number of logical steps. Mathematics, our best way of knowing, the one we consider the most certain, is, in the most optimistic case, incomplete! 

But even this is not the end of the matter. Returning to Hilbert’s presentation of his second problem, he says this in his second paragraph:

Above all I wish to designate the following as the most important among the numerous questions which can be asked with regard to the axioms: To prove that they are not contradictory, that is, that a finite number of logical steps based upon them can never lead to contradictory results.

Well, Gödel’s second incompleteness theorem destroys this statement too. Because it proves the opposite: it shows that no consistent formal axiomatic system can prove its own consistency. If Hilbert’s program is the Titanic, Gödel’s incompleteness theorems are the iceberg that sunk it.

Moreover, Gödel’s first incompleteness theorem throws Comte’s positivism into the trashcan and it does the same with today’s «scientism». There are indeed true statements that are beyond mathematics and science.

Faith

Gödel’s second incompleteness theorem is really strong, overwhelming, and even a source of hopelessness from a rationalist viewpoint. If no consistent formal system can prove its own consistency, the consequences are devastating for whomever has placed his trust in human reason. Why? Because provided the system is consistent, we cannot know it is; and if it is not, who cares? The highest we can reach is to assume (which is much weaker than to know) that the system is consistent and to work under such assumption. But we cannot prove it, it is impossible!

In the end, the most formal exercise in knowledge is an act of faith. The mathematician is forced to believe, absent all mathematical support, that what he is doing has any meaning whatsoever.  The logician is forced to believe, absent all logical support, that what he is doing has any meaning whatsoever. 

Some critics might point that there are ways to prove the consistency of a system. For instance, provided we subsume it in a more comprehensive one. It is true. In such a case, the consistency of the inner system would be proved from the standpoint of the outer system. But a new application of Gödel’s second incompleteness theorem tells us that this bigger system cannot prove its own consistency. That is, to prove the consistency of the first system requires a new faith step in the bigger one. Moreover, since the consistency of the first system depends on the consistency of the second one —which cannot be proved— there is more at stake if we accept the consistency of the second one. Now suppose there is a third system which comprehends the second one and proving that the it is consistent. Faith is all the more necessary if we are to believe that the third system is also consistent. Faith does not disappear, it only compounds making itself bigger and more relevant in order to sustain all that it is supporting. 

In the end, we do not know whether the edifice we are building is going to be consistent, we do not have the least idea. We just hope it will be, and we must believe it will be in order to continue doing mathematics. Faith is the most fundamental of the mathematical tools.

The question is not whether we have faith, the question is what is the object of our faith. It is the rationality of mathematics what is at stake here, its meaning. But we cannot appeal to mathematics to prove its meaning. Thus, Platonic reality, given its existence, does depend on a bigger and more comprehensive reality, one beyond what is reasonable, one that is the Reason itself. 

The pretense to know all things is nothing more than a statement on a gravestone. 

Postscript in Christian apologetics

Even though for years I enjoyed applying analytic philosophy to Christian apologetics, this and other considerations have led me to question that approach. At this point, I don’t see that it shows anything definite. Rather, I see it as a concession to the unbeliever in order to lead him to question his own faith and place it instead in Christ.

It is sad to see that many a Christian apologist has placed his faith in logic, not in the Logos. Minerva’s worshippers, rather than Christ’s. At the end of the day, logic does not prove anything because it is grounded in unprovable propositions. It is impossible to use Aristotelian logic to prove Aristotelian logic; it begs the question, to accept it requires faith. Axioms are indemonstrable by definition and, as theory develops, they become less and less intuitive; to accept them requires faith. Similarly, the consistency of any formal axiomatic system cannot be proven; to accept it requires faith. All of our knowledge is sustained by faith. All of it.

Sustaining faith in reason, besides making for a cheap faith, constitutes an unacceptable abdication to rationalism, because reason and logic cannot sustain anything. They cannot even support themselves. Moreover, in order for faith and reason to have a foundation, not only from an epistemological viewpoint but from an ontological one, there must be a something that sustains it —a First Sustainer undergirding them all.

There is no logic without a Logos. Faith’s only task is to accept that such a Logos does exist. The opposite is despair, meaninglessness. 

***

In the beginning was the Logos,
and the Logos was with God,
and the Logos was God.
He was in the beginning with God.
All things were made through him,
and without him was not any thing made
that was made.
In him was life,

and the life was the light of men…
And the Logos became flesh
and dwelt among us, 
and we have seen his glory,
glory as of the only Son from the Father,
full of grace and truth.
John 1:1-4, 14

He is the image of the invisible God,
the firstborn of all creation.

For by him all things were created,
in heaven and on earth,
visible and invisible,
whether thrones or dominions
or rulers or authorities
—all things were created through him
and for him. 
And he is before all things,
and in him all things hold together. 

Colossians 1:15-17

De Hilbert y Gödel

Corría el año 1900; agosto, para ser más precisos; cuando en París, David Hilbert, uno de los matemáticos más reputados de su época, planteó una lista de veintitrés problemas a resolver. Tan grande fue su impacto que gran parte de la investigación matemática del siglo que nacía estuvo dada por sus problemas, los que él consideró más importantes. Dentro de quienes trabajaron en resolver sus problemas se cuentan premios Nóbel, medallistas Fields y otros ganadores de galardones prestigiosos. Algunos de esos problemas, como la hipótesis de Riemann, son tan difíciles que aún hoy siguen sin respuesta y se ofrecen grandes sumas de dinero a quien sea capaz de resolverlos. 

Corría el inicio de 1900. La Ilustración, la Iluminación, había llegado. La Edad Media, el Oscurantismo, había pasado. La revolución científica había traído progreso. Dios había muerto; reinaba el superhombre. El universo con su historia infinita no requería un Dios. Darwin había propuesto un mecanismo natural por medio del cual todas las especies biológicas habían surgido. El siglo veinte se perfilaba como el más prometedor de la historia. Sería el comienzo de una nueva era en la que por fin el hombre ocuparía el lugar que le correspondía en la historia, lejos del mundanal ruido que producían esos mitos sin sentido. La razón debía ser capaz de explicar todas las cosas. Cada evento debería tener una explicación natural de su ocurrencia. Toda proposición debería estar sujeta a una explicación lógica que verificara su estatus de verdad. Si los inicios de año traen consigo la alegría y la ilusión de un nuevo comienzo, de nuevas oportunidades, cuánto más los inicios de siglo. ¡Y cuánto más el inicio del siglo veinte! Uno que prometía tanto: el primer siglo que sería verdaderamente moderno de principio a fin. No era para menos el fervor.

De cierta forma el optimismo humanista era al menos entendible, si no justificable. Ni siquiera el mismo Hilbert pudo escapar a la efervescencia de los tiempos. Al menos dos de sus veintitrés problemas, el segundo y el sexto, revelaban el ideal moderno de sujetarlo todo a la razón. El segundo problema era demostrar que los axiomas de la aritmética eran consistentes: que los axiomas de los números naturales no llevaban a contradicciones. El sexto, axiomatizar la física, en particular la probabilidad y la mecánica.

El sexto problema guarda en sí el corazón moderno de Hilbert: la física misma debía sujetarse a la razón; ¡incluso el azar debía hacerlo! La forma de conocimiento más rigurosa que conocemos debía expandirse más allá de la abstracción para dominar el azar y la realidad física. En su encabezado del segundo problema deja clara su motivación:

Cuando nos ocupa la investigación de los fundamentos de la ciencia, debemos establecer un sistema de axiomas que contenga una descripción completa y exacta de las relaciones que subsisten entre las ideas elementales de tal ciencia. Los axiomas allí establecidos son, al mismo tiempo, las definiciones de aquellas ideas elementales; y ninguna declaración dentro del reino de la ciencia cuyo fundamento estemos evaluando ha de considerarse correcta a menos que pueda derivarse de estos axiomas por medio de un número finito de pasos lógicos…

[Y] por encima de las demás, entre las numerosas preguntas que puedan hacerse con respecto a los axiomas, deseo designar la siguiente como la más importante: Probar que estos axiomas no son contradictorios; es decir, que un número de pasos lógicos basados en los axiomas nunca puede llevar a resultados contradictorios.

Hilbert era un hijo de su tiempo, no queda la menor duda. Quería hacer que todo el conocimiento científico fuera derivado de axiomas elementales mediante «un número finito de pasos lógicos». Su ideal era una extensión de su sueño particular en las matemáticas, el llamado programa de Hilbert: fundamentar todas las teorías matemáticas en conjuntos finitos de axiomas que fueran completos y consistentes. A tal extremo consideraba importante Hilbert su labor que el epitafio en su tumba reza en alemán:

Debemos conocer,
conoceremos.

Hilbert epitafio.jpg

Era una respuesta a la máxima latina ignoramus et ignorabimus —«no conocemos y no conoceremos»—, que en 1880 usara el fisiólogo alemán Emil du Bois-Reymond en un discurso a la Academia Prusa de Ciencias en el cual planteó que había preguntas que ni la ciencia ni la filosofía podían responder.

Mirando las cosas desde la perspectiva de la época, desde lo que C. S. Lewis llamara «el clima de opinión», era entendible la aspiración de Hilbert. No habían acontecido las dos guerras mundiales; no se había usado la ciencia para crear armas biológicas; no se sabía que el siglo veinte sería el más violento de la historia, más que todos los anteriores juntos; el progreso y la industrialización no habían producido problemas ambientales detectables; la izquierda extrema no había producido su Gulag y la derecha extrema no había tenido su Auschwitz.

Todas las cosas anteriormente mencionadas (y otras más) derribaron el ideal moderno como la piedra en la visión del profeta Daniel derribara al ídolo con pies de barro. En todas ellas el problema fue uno solo: el ser humano. Es imposible hacer del hombre un superhombre. La muy iluminada modernidad, enceguecida por su orgullo, falló en ver lo que todas las religiones, incluso las falsas y las más primitivas, han visto: que es mucha la maldad del hombre y su pensamiento de continuo es solamente el mal, que todo en el ser humano es infección y podrida llaga, que el corazón del hombre es engañoso y perverso más que todas las cosas; en fin, que el problema del hombre no es otro que el mismo hombre.

Así las cosas, el problema pragmático de la Modernidad fue el hombre; pero el problema conceptual aún estaba por llegar.

Gödel

El lunes 8 de septiembre de 1930, Hilbert abrió la conferencia anual de la Sociedad de Médicos y Científicos de Alemania en Königsberg con un discurso muy famoso llamado Lógica y el conocimiento de la naturaleza, que culminaba con estas palabras:

Para el matemático no hay Ignorabimus, y en mi opinión tampoco lo hay en las ciencias naturales… La razón por la cual [nadie] ha tenido éxito en encontrar un problema irresoluble es, en mi opinión, que no hay ningún problema irresoluble. En contraste con el necio Ignorabimus, nuestro credo reza: Debemos conocer, habremos de conocer.

En una de esas ironías de la historia, en la misma Königsberg, durante los tres días anteriores a la conferencia que Hilbert con su discurso abriera, se llevó a cabo una conferencia conjunta llamada Epistemología de las Ciencias Exactas. El 6 de septiembre, durante veinte minutos, Kurt Gödel presentó su charla sobre sus teoremas de incompletitud. El domingo 7, en la mesa redonda que cerró el evento, Gödel anunció que se podía presentar ejemplos de proposiciones matemáticas que no fueran demostrables en un sistema formal matemático, aunque fueran verdaderas.

El resultado fue arrollador. Gödel demostró las limitaciones de cualquier sistema axiomático formal para modelar la aritmética básica. Sus dos teoremas mostraron que no existen sistemas de axiomas completos y consistentes en matemáticas.

¿Qué quiere decir que el sistema de axiomas sea completo? Quiere decir que con los axiomas dados es posible probar todas las proposiciones del sistema. ¿Qué quiere decir que el sistema sea consistente? Que sus proposiciones no se contradicen. En otras palabras, el sistema es completo si (usando los axiomas) toda proposición dentro del sistema se puede probar verdadera o falsa, y el sistema es consistente si (usando los axiomas) no existe ninguna proposición que pueda probarse al tiempo verdadera y falsa.

En palabras simples, el primer teorema de incompletitud de Gödel dice que ningún sistema formal consistente es completo. Es decir, que si el sistema no tiene proposiciones verdaderas y falsas al tiempo, existen otras proposiciones que no pueden demostrarse ni verdaderas ni falsas. Más aún, aunque usando el sistema no puedan probarse estas proposiciones, se sabe que son ciertas. O sea que existen proposiciones verdaderas del sistema que no pueden demostrarse verdaderas usando el sistema de axiomas.

El segundo teorema de incompletitud de Gödel es más fuerte: ningún sistema de axiomas consistente puede probar su propia consistencia. Al final de cuentas, esto implica que no podemos saber de ningún sistema que es consistente; solo podemos suponerlo.

Implicaciones para el programa de Hilbert

Recordemos una parte del encabezado del segundo problema de Hilbert citado anteriormente:

Ninguna declaración dentro del reino de la ciencia cuyo fundamento estemos evaluando ha de considerarse correcta a menos que pueda derivarse de estos axiomas por medio de un número finito de pasos lógicos.

Por supuesto que Hilbert diferenciaba entre matemáticas y ciencia. Entonces este encabezado en realidad se ajustaba perfectamente al sexto problema, el de axiomatizar la ciencia. En tal sentido el sexto problema era más ambicioso porque buscaba llevar a la ciencia —más allá de las matemáticas— lo que, en la cabeza de Hilbert, las matemáticas deberían estar haciendo. Pero es claro que si Hilbert estaba extendiendo sus conceptos de la matemática a la ciencia, con mayor razón debían ser ciertos en la matemática misma. Es decir, la frase anterior tiene sentido en la cabeza de Hilbert porque la siguiente la subyace (remplazando en la cita anterior la palabra ciencia con la palabra matemática):

Ninguna declaración dentro del reino de la matemática cuyo fundamento estemos evaluando ha de considerarse correcta a menos que pueda derivarse de estos axiomas por medio de un número finito de pasos lógicos.

No obstante, el primer teorema de incompletitud de Gödel echa por la borda este planteamiento: hay declaraciones matemáticas correctas que no pueden derivarse de determinados axiomas mediante un número finito de pasos lógicos. ¡La forma de conocimiento que consideramos más certera es, en el mejor de los escenarios, incompleta!

Y esa no es la peor parte. Volviendo al encabezado del segundo problema, dice Hilbert en el segundo párrafo:

Por encima de las demás, entre las numerosas preguntas que puedan hacerse con respecto a los axiomas, deseo designar la siguiente como la más importante: Probar que estos axiomas no son contradictorios; es decir, que un número de pasos lógicos basados en los axiomas nunca puede llevar a resultados contradictorios.

¡Pero el segundo teorema de incompletitud de Gödel también echa por la borda este planteamiento! Precisamente lo que hace el teorema de incompletitud de Gödel es mostrar todo lo contrario: que ningún sistema formal consistente puede probar su propia consistencia.

Si el programa de Hilbert es el Titanic, los teoremas de incompletitud de Gödel son el iceberg que lo hundió. Más aún, el primer teorema de incompletitud tumba también el positivismo de Comte, y de paso el moderno cientifismo: existen verdades que están por fuera del alcance de la matemática y de la ciencia.

Fe

El segundo teorema de incompletitud de Gödel es fuertísimo, arrollador e incluso desesperanzador desde la perspectiva racionalista. Si ningún sistema formal consistente puede demostrar su propia consistencia, las consecuencias son devastadoras para quien ha depositado su fe en la razón humana. ¿Por qué? Porque si un sistema es consistente, no podemos saber que lo es; y si es inconsistente, pues no es confiable. Lo máximo que podemos hacer es suponer (que es mucho más débil que conocer) que el sistema es consistente y trabajar con base en esa suposición. Pero probar dicha suposición es imposible. Al final, el ejercicio de conocimiento más formal es un acto de fe. El matemático se ve obligado a creer, sin ningún sustento matemático, que lo que está haciendo tiene sentido. El lógico se ve obligado a creer sin ningún sustento lógico, que lo que está haciendo tiene sentido.

Algunos críticos dirán que existen formas de probar la consistencia de un sistema. Por ejemplo, si uno lo incluye dentro de uno más grande. Es cierto. En ese caso, la consistencia del sistema menor quedaría demostrada dentro del sistema mayor. Pero una nueva aplicación del segundo teorema de incompletitud de Gödel a este sistema mayor nos dice que él mismo no puede probar su consistencia. Es decir, probar la consistencia del sistema menor requiere un nuevo paso de fe en el sistema mayor. Más aún, como la consistencia del primer sistema depende de la del segundo —que no se puede probar—, más está en juego al aceptar la consistencia del segundo sistema. Y si un tercer sistema de axiomas más grande prueba que el segundo es consistente, pues más importa la fe para creer que ese sistema tercero es consistente. La fe no desaparece entre más formales nos pongamos, solo se hace más relevante y más grande para aceptar lo que está sobre ella.

Al final, no sabemos si todo el edificio que estamos construyendo va a ser consistente, no tenemos ni la más remota idea. Solo esperamos que lo sea y debemos creer que lo es para seguir haciendo matemáticas. La fe es la más fundamental de las herramientas del matemático.

La pregunta no es si tenemos fe, sino en qué tenemos fe. La racionalidad de la matemática es lo que está en juego, su carácter de sentido. Pero no podemos apelar a la matemática misma para probar que ella tiene sentido. La misma realidad platónica, dado que exista, es dependiente de una realidad más grande que la abarque, una que esté más allá de lo razonable, una que sea la Razón.

La pretensión de que todo lo conoceremos es solo la lápida de una tumba.

Consideraciones finales en apologética cristiana

Aunque por años disfruté el acercamiento desde la filosofía analítica a la defensa del cristianismo, estas y otras consideraciones me han llevado a cuestionarlo cada vez más. A estas alturas no veo que tal enfoque sea una demostración definitiva de nada, sino a lo más una concesión en el pensamiento no cristiano que lleve al incrédulo a cuestionar su fe y consiguientemente a depositarla en Cristo.

Es lamentable ver que muchos apologistas han depositado su fe en la lógica, no en el Logos. Adoradores de Minerva antes que de Cristo. Al final de cuentas, la lógica no prueba nada pues está toda sustentada en proposiciones indemostrables. No se puede usar la lógica aristotélica para probar la lógica aristotélica porque caeríamos en un argumento circular; aceptarla requiere fe. Los axiomas son indemostrables por definición, y cada vez menos intuitivos; aceptarlos requiere fe. No se puede conocer la consistencia de ningún sistema formal axiomático; luego aceptarlo requiere fe. Todo el conocimiento está sustentado en la fe. Todo. To-do.

Querer sustentar la fe en la razón o la lógica, además de hacer una fe barata es una abdicación inaceptable al racionalismo, porque la razón y la lógica no sostienen nada, ni siquiera pueden sostenerse a sí mismas. La razón y la lógica se sustentan solo y solo en la fe. Más aún, para que la razón y la lógica se sustenten, ya no desde la epistemología sino desde la ontología, debe haber un algo que las sustente, un Sustento Primero que las mantenga en pie. No hay lógica sin Logos. La fe lo único que hace es creer que dicho Logos sí existe. Lo contrario es el desespero, lo contrario es el sinsentido.

***

En el principio era el Logos,
y el Logos era con Dios,
y el
Logos era Dios.
Este era en el principio con Dios.
Todas las cosas por Él fueron hechas,
y sin Él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho.
En Él estaba la vida,
y la vida era la luz de los hombres…
Y aquel Logos fue hecho carne,
y habitó entre nosotros
(y vimos su gloria,
gloria como del Unigénito del Padre),
lleno de gracia y de verdad.
Juan 1:1-4, 14

Él es la imagen del Dios invisible,
el primogénito de toda la creación.
Porque en Él fueron creadas todas las cosas,
las que hay en los cielos
y las que hay en la tierra,
visibles e invisibles;
sean tronos, sean dominios,
sean principados, sean potestades;
todo fue creado por medio de Él y para Él.
Y Él es antes de todas las cosas,
y todas las cosas en Él subsisten.
Colosenses 1:15-17

¡Feliz Navidad, intelectuales del mundo! Celebramos que el Logos nació, porque si no lo creemos, nada de lo que pensamos tiene sentido.

Eternidad

La eternidad no está dada en términos de tiempo, porque el tiempo comenzó a existir. Si definiéramos la eternidad temporalmente, tendríamos que darle un inicio a Dios y, con el correr de los segundos, aquello que llamamos Dios no lo sería, sino que estaría llegando a ser. Eternidad es otra cosa. Eternidad es la plenitud que se vive en el amor. Por eso Dios es trino, necesita serlo porque es también eterno: la eternidad de cada Persona de la Trinidad se encuentra en el amor —dado y recibido— con las Otras Dos.

En cuanto a nosotros, todo lo finito es corto. A este lado del cielo, ningún vínculo se va a asemejar a la intimidad con Dios. Nada más, nadie más, puede satisfacer la eternidad que nos arde y que llevamos dentro, sino Aquel que puede amar perfectamente. Solo Él.

No obstante, lo finito puede ser muy grande, ¡mucho!, con relación a otras cosas finitas. No serán perfectos nuestros lazos, pero tampoco serán por ello malos o menos deseables. Más bien, tanto más nos aproximaremos a la plenitud de allá cuanto mejor sea nuestro amor de acá.

Así, mientras llegamos allá, amamos acá; regalamos eternidad, aquella que Dios ha puesto en nuestros corazones, a quien tenemos acá (prójimo = próximo); con la esperanza de que nuestros amores serán potenciados allá y, en Él, también ellos se harán eternos.

La superficialidad no es una opción

A pesar de lo que muchos puedan pensar con respecto a la Biblia, los libros que la componen son obras maestras de la literatura universal. Por ejemplo, 1 Corintios posee una riqueza literaria superlativa. En particular, 1:17—2:2 es de tan alta facundia que abruma y revela la estatura intelectual de Pablo de Tarso. El texto es en realidad un poema. Como lo explica K. A. Bailey (en cuyas ideas basaré esta entrada), está escrito «en verso». Así que, con algo de transliteración del griego, voy a intentar hacer la profundidad literaria más clara:

A.     1. Pues no me envió Cristo a bautizar,
              2. sino a predicar el evangelio;
                   3. no con sabiduría de palabras,
                        4. para que no se haga vana la cruz de Cristo.
     B.     1. Porque la palabra de la cruz es locura a los que son destruidos;
                   2.  pero a los que se salvan, esto es, a nosotros,
                   2′. es poder de Dios
              1′. Pues está escrito: «Destruiré la sabiduría de los sabios»
              a.     («y desecharé el entendimiento de los entendidos»).
           C.     1. ¿Dónde está el sabio?
                         2.  ¿Dónde está el escriba?
                         2′. ¿Dónde el erudito de esta época?
                    1′. ¿No ha enloquecido Dios la sabiduría del mundo?
               D.     1. Pues ya que en la sabiduría de Dios,
                        2. el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría,
                   E.     1. agradó a Dios, mediante la locura de la predicación,
                            2. salvar a los creyentes.
                         F.     1. Porque los judíos piden señales,
                                  2. y los griegos buscan sabiduría;
                              G.     1. pero nosotros predicamos
                                       2. a Cristo crucificado,
                         F’.    1. para los judíos ciertamente tropezadero,
                                 2. y para los gentiles locura;
                    E’.     1. mas para los llamados        b. (tanto judíos como griegos)
                             2. Cristo [es] poder de Dios, y sabiduría de Dios.
               D’.     1. Porque lo insensato de Dios es más sabio que los hombres,
                         2. y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres
                                                 c. (pues consideren, hermanos, su propio llamamiento).
         C’.    1. No muchos de ustedes son sabios según la carne,
                      2.  ni muchos, poderosos;
                      2′. ni muchos, nobles;
                 1′. sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios
                                           d. (y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte)
                                           e(y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios,
                                               y lo que no es para deshacer lo que es).
     B’.     1. A fin de que nada en la carne se gloríe en la presencia de Dios,
                   2.  por quien ustedes están en Cristo Jesús,
                   2′. a quien Dios hizo sabiduría para nosotros
                        f. (esto es, justificación santificación y redención),
               1′. para que, como está escrito: «El que se gloríe, que lo haga en el Señor».
A’.     1. Y cuando fui a ustedes    g. (y fui a ustedes),
              2. no fui con excelencia de palabras     h. (ni de sabiduría)
                   3. para anunciarles el testimonio de Dios,
                        4. pues me propuse no saber entre ustedes de cosa alguna,
                            sino de Jesucristo, y de este crucificado.

Los antiguos poetas, como los contemporáneos, no buscaban tanto la rima de sonidos (aunque a veces sí), sino la rima de ideas. Para esto recurrían a una figura literaria muy elaborada llamada paralelismo. Este poema tiene siete unidades, dadas por las letras mayúsculas en la separación anterior. En ellas se presenta el llamado paralelismo invertido: la primera unidad está asociada con la última; la segunda, con la penúltima; la tercera, con la antepenúltima; y así sucesivamente hasta llegar a un punto de pivote en el medio del poema:

A.     Predico la cruz
     B.     Ellos, que son destruidos
              nosotros, que somos salvos
           C.     El sabio (el erudito) hecho necio
               D.     La sabiduría de Dios y la ignorancia del hombre
                   E.     La predicación salva a los creyentes
                         F.     Los judíos y los griegos rechazan
                              G.     Predicamos la cruz
                         F’.    Los judíos y los gentiles rechazan
                    E’.     Cristo es poder y sabiduría para los llamados
               D’.     La sabiduría de Dios y la debilidad del hombre
         C’.    Los sabios (los fuertes) avergonzados
     B’.     Ellos, que se jactan
               ustedes, que están en Cristo
A’.     Yo predico la cruz

LAS SEIS UNIDADES EXTERNAS (A-B-C-…-C’-B’-A’)

A y A’

Las líneas de A y A’ forman conjuntamente otra forma de paralelismo llamado paralelismo escalonado.  Es decir, la primera línea de A está relacionada con la primera de A’; la segunda línea de A, con la segunda de A’; la tercera de A, con la tercera de A’; y la cuarta de A, con la cuarta de A’:

A.     1. Pues no me envió Cristo a bautizar,
              2. sino a predicar el evangelio;
                   3. no con sabiduría de palabras,
                        4. para que no se haga vana la cruz de Cristo.

A’.     1. Y cuando fui a ustedes    g. (y fui a ustedes),
              2. no fui con excelencia de palabras     h. (ni de sabiduría)
                   3. para anunciarles el testimonio de Dios,
                        4. pues me propuse no saber entre ustedes de cosa alguna,
                            sino de Jesucristo, y de este crucificado.

Las ideas explícitas de cada párrafo son, a saber:

1. La venida de Pablo.
         2. No con palabras sabias.
                3. La predicación.
                       4. La cruz de Cristo.

El lector atento notará que en la anterior descripción las líneas 2 y 3 de A están invertidas, y que la 1 está negada; a diferencia de lo que acontece en A’, que coincide en todo con la descripción explícita. La mejor forma de entender esto es que probablemente Pablo pasó mucho tiempo —quizás años— escribiendo este poema, y las líneas iniciales eran:

A.     1. Pues Cristo me envió,
              2. no con palabras sabias;
                   3. sino a proclamar el evangelio,
                        4. para que no se haga vana la cruz de Cristo.

Sin embargo, como antes del inicio del poema Pablo estaba contrarrestando divisiones relacionadas con el bautismo de algunos miembros de la iglesia de Corinto, para poder insertar su poema y mantener el contexto cambia la línea 1 de A. Esto lo forzó a cambiar el orden de las líneas 2 y 3, pues de otra manera la frase perdería todo sentido.

B y B’

Las unidades B y B’ son internamente paralelismos invertidos también:

B.     1. Los que se destruyen.
                   2.  Los que se salvan.
                   2′. Poder de Dios.
         1′. Está escrito: «Destruiré».

Las líneas 1 y 1′ coinciden, así como las 2 y 2′. Alguien dirá que la semejanza está un poco refundida entre 2 y 2′, y quizás tenga algo de cierto en la construcción semántica. No obstante, la teología paulina y todo el Nuevo Testamento enseñan que la salvación solo es por el poder de Dios y no por méritos humanos. De otro lado, para compensar un poco esta dispersión entre 2 y 2′, Pablo hace que las dos líneas mantengan ritmo y rima pues en el griego coincide  el sonido de las voces finales y las líneas tienen 8 y 7 sílabas, respectivamente.

En cuanto a B’, el paralelismo invertido puede verse así:

B’.     1. Los que se glorían.
                   2.  Ustedes en Cristo.
                   2′. Sabiduría de Dios.
          1′. Está escrito: «Que se gloríen en el Señor».

Como si fuera poco el paralelismo invertido al interior de de B y B’, Pablo hace que las dos unidades funcionen como un paralelismo escalonado, tal como ocurrió con A y A’:

B.     1. Los que se destruyen.
              2. Los que se salvan.
                   2′. Poder de Dios.
                        1. Está escrito: «Destruiré».

B’.     1. Los que se glorían.
              2. Ustedes en Cristo.
                   2′. Sabiduría de Dios.
                        1. Está escrito: «Que se gloríen en el Señor».

C y C’

Al igual que B y B’, las unidades C y C’ también manejan internamente paralelismos invertidos:

C.     1. El sabio.
                         2.  El escriba (sabio judío).
                         2′. El erudito (sabio griego).
         1′. La sabiduría hecha locura.

C’.    1. Los sabios.
                      2.  Poderosos.
                      2′. Nobles.
          1′. Los sabios hechos necios.

Y así como con A y A’, y B y B’, las unidades C y C’ también forman un paralelismo escalonado, en el que el asunto de C es el conocimiento, y el de C’, el poder (además, ha de añadirse que en la sociedad judía de la época, las clases dominantes eran las religiosas, los escribas ostentaban también poder político):

C.     1. El sabio.
              2. El escriba.
                   2′. El erudito.
                        1. La sabiduría hecha locura.

C’.     1. Los sabios.
              2. Los poderosos.
                   2′. Los nobles.
                        1. Los sabios hechos necios.

Por último, vale la pena mencionar que en estas 24 líneas de A-B-C-C’-B’-A’, la última línea de cada unidad es el tema con el que comienza la primera línea de la siguiente, excepto en una ocasión (B’2-A’1):

A1 – – – Fui enviado.
A4 – – – La cruz de Cristo.
B1 – – – El mensaje de la cruz.
B4 – – – Los sabios.
C1 – – – El sabio.
C4 – – – Sabiduría del mundo.
C’1 – – – Los sabios según la carne.
C’4 – – – Los sabios avergonzados.
B’1 – – – Nadie puede jactarse en la carne.
B’2 – – – Jactarse en el Señor.
A’1 – – – Vine (¿?)
A’4 – – – Cristo crucificado

LAS SIETE UNIDADES INTERNAS (D-E-F-G-F’-E’-D’)

En medio de las 24 líneas de A-B-C-…-C’-B’-A’, están las siete unidades D-E-F-G-F’-E’-D’. Catorce líneas («versos») que crecen desde D en 7 líneas hasta el punto de pivote G y luego decrecen desde G en 7 líneas hasta D’. Además, las dos líneas de G tienen cada una 7 sílabas en el original griego. De manera que el 7 está presente de 3 formas en el centro del poema:

               D.     1. Pues ya que en la sabiduría de Dios,
                        2. el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría,
                   E.     1. agradó a Dios, mediante la locura de la predicación,
                            2. salvar a los creyentes.
                         F.     1. Porque los judíos piden señales,
                                  2. y los griegos buscan sabiduría;
                              G.     1. pero nosotros predicamos
                                       2. a Cristo crucificado,
                         F’.    1. para los judíos ciertamente tropezadero,
                                 2. y para los gentiles locura;
                    E’.     1. mas para los llamados        b. (tanto judíos como griegos)
                             2. Cristo [es] poder de Dios, y sabiduría de Dios.
               D’.     1. Porque lo insensato de Dios es más sabio que los hombres,
                         2. y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres
                                                 c. (pues consideren, hermanos, su propio llamamiento).

D-E-E’-D’

Puede verse también que la línea D1 repite el asunto de las dos líneas externas de C (C1 y C4), y D2 repite el asunto de las dos líneas internas de C (C2 y C3). Igualmente ocurre en la comparación de C’ y D’ (D’1 sienta el patrón de C’1 y C’4; y D’2 sienta el patrón de C’2 y C’3). Y para continuar la tendencia las unidades D-E-E’-D’ están conectadas como sigue:

               D.     La sabiduría de Dios (y el mundo).
                   E.     La predicación: locura de Dios (y los salvos)
                   E’.     La sabiduría de Dios (y los salvos).
               D’.     La locura de Dios (y el mundo).

F-G-F’

Los tres pares de unidades centrales son el clímax del poema. Las dos líneas de F riman en el griego, y las cuatro líneas de G-F’ tienen 7 sílabas cada una, cosa claramente deliberada. Los temas centrales de estas tres unidades son:

               El mundo y la sabiduría de Dios.
                   La predicación (y los que creen).
                         Judíos y griegos (que no creen).
                              La cruz.
                         Judíos y griegos (que no creen).
                    Cristo: la sabiduría de Dios (y los llamados).
               El mundo y la sabiduría de Dios.

CONCLUSIÓN

Mucho más puede decirse con respecto al aspecto literario de este poema. Pero me parece que con lo expuesto acá la situación queda más que clara.

  1. Pablo es un genio desproporcionado.
  2. Debió pasar meses, probablemente años, escribiendo este poema antes de plasmarlo en la primera carta a los Corintios.
  3. Por lo tanto, la inspiración divina funciona de muchas maneras. No es solo que de repente «le cayó la moneda». Esto también puede verse al menos en otros documentos paulinos: a) En la defensa que hace el apóstol del evangelio que recibió del cielo en la carta a los Gálatas; es decir, Gálatas está plasmando ideas que él ya tenía claras en su cabeza. b) En Romanos, su obra maestra; pues en esta carta expone con muchísimo más detalle la idea de su evangelio, que años antes había comenzado a plasmar por escrito en la carta a los Gálatas.
  4. Las críticas al cristianismo por superficial lo único que revelan es la superficialidad de quienes lo critican. Es hasta entendible que a algunos les parezca difícil de aceptar, pero es incomprensible que se le deseche como una simple superficialidad.
  5. Cuando Pablo dice en el medio del poema que no habla con palabras de humana sabiduría, lo está diciendo en sentido figurado. Pues queda claro que estas líneas son una obra maestra de la lengua griega. Más bien, lo que está diciendo es que todo su extraordinario conocimiento e intelecto lo rinde a los pies de la cruz de Cristo.
  6. Es inconcebible entonces que haya supuestos expertos en Biblia que no quieran conocer el griego y se jacten desde sus altares de no conocerlo. Tienen la misma credibilidad que un experto en Shakespeare que no quiere conocer el inglés o un experto en Cervantes que no quiere conocer el español. ¡No se puede apelar a la superficialidad en nombre del Logos!
  7. Por último, este poema revela por completo el pensamiento y la vida de Pablo: renunció al honor y al poder del mundo, cosa que era una locura, con el fin de aceptar la locura del evangelio de la cruz de Cristo. Más aún, el poema comienza (A), termina (A’) y tiene su clímax (G) en la cruz de Cristo y en su consiguiente predicación. Lo demás, así al mundo le parezca locura, es paisaje.

Yo sé que mi Redentor vive

Yo sé que mi Redentor vive,
y al fin se levantará sobre el polvo;
y después de desecha esta mi piel,
en mi carne he de ver a Dios;
al cual veré por mí mismo,
y mis ojos lo verán, y no otro,
aunque mi corazón desfallece dentro de mí.
Job 19:25-27

Pocos textos bíblicos me arroban el alma con tanta fuerza como esta declaración del patriarca uzita Job. Aunque los eruditos datan el libro de Job del siglo 6 a.C., al parecer la historia como tal se remonta a una tradición oral al menos tan antigua como el mismo Moisés; cosa que la situaría como una de las más antiguas historias bíblicas, si no la más antigua. Job está tan bien escrito, es tan virtuoso su verso, que el gran poeta británico Alfred Lord Tennyson lo llamó «el más grande poema de los tiempos antiguos y modernos».

Y este preludio le da fuerza a dos cosas que quiero decir. Primero, el mensaje de Job es universal. ¿Por qué? Porque Job era de la lejana y extraña tierra de Uz y al parecer la historia es anterior a la formación del pueblo de Israel. Por lo tanto, su mensaje trasciende el judaísmo; la antigüedad y lejanía geográfica conllevan el contexto de sabiduría ancestral que apela más allá de un grupo nacional o cultural particular. Es decir, la metanarrativa de Job sitúa la historia en un contexto que abarca a toda la humanidad.

Segundo, hay un clamor existencial profundo en las palabras de Job. La estructura poética, sobre todo esta tan bien lograda, trasmite un mensaje para el que la sola literalidad es inadecuada. Cierto, necesitamos como Job un Redentor que muera y resucite por nosotros, eso es claro de la literalidad. Pero el poema marca con increíble fuerza que, además de necesitarlo en medio de nuestros sufrimientos, lo anhelamos; y si ese anhelo no se hace realidad, la vida termina truncada, incompleta y sin sentido, como en un escrito de Jean Paul Sartre.

Por eso decía C. S. Lewis que si tenemos deseos y nada en este mundo puede satisfacerlos, es porque fuimos hechos para otro mundo. Y por eso Lewis y Tolkien concluyeron que el cristianismo es «el mito que se hizo realidad». Cristo resucitó, no le quepa la menor duda (para una introducción histórica a los argumentos vea aquí y aquí). Y al resucitar hizo la creencia de Job y de todos los cristianos no solo una historia que necesitábamos y anhelábamos cierta, sino una que es cierta.

La historia de Job, hace al menos 4500 años, tiene todo el mensaje del evangelio: necesitábamos un Redentor como nosotros —luego humano— para que muriera en lugar de nosotros, pero perfecto —luego divino— para que expiara nuestros pecados y Dios lo resucitara («Yo sé que mi Redentor vive // y al fin se levantará sobre el polvo»); y así después resucitarnos a nosotros en el cuerpo («en mi carne he de ver a Dios», «mis ojos lo verán, y no otro»).

La resurrección es completamente relevante para la historia de la humanidad. Como dijera el historiador Jaroslav Pelikan: «Si Cristo resucitó, nada más importa; y si Cristo no resucitó, nada más importa». Sobre lo segundo, en ausencia de la resurrección, la necesidad y el anhelo de Job —y de todos nosotros— quedarían insatisfechos. Y esto no solo en cuanto a lo individual, sino a lo social. De hecho, John Gray y Tom Holland, reconocidos intelectuales ateos británicos, han defendido que sin el legado del cristianismo nuestra sociedad perdería el sentido y el norte (aquí y aquí). Al fin y al cabo, ¿sobre qué principios edificaríamos una nueva sociedad poscristiana? Y en caso de encontrarlos, ¿en qué los sustentaríamos? Si no existe un Dios más allá de este mundo natural, la idea de bondad se vuelve subjetiva, maleable a nuestro antojo (fueron ateos, como el mismo Nietzsche, como el mismo Huxley, quienes plantearon que si Dios no existía, la moral objetiva tampoco existía). Pero si ese Dios que existe más allá no entra en contacto con nosotros acá, así exista no nos sirve de nada. Por lo tanto Cristo.

La Trinidad en el cristianismo hace posibles las dos cosas, cerrando el círculo de manera perfecta. La trascendencia (necesaria para que Dios sea Dios y nuestros principios morales sean objetivos, entre otras cosas), y la inmanencia (necesaria, entre otras cosas, para nosotros, para que nuestra vida tenga sentido y podamos tocar lo divino) están patentes en ella. El cristianismo genera un marco conceptual tan increíblemente consistente que los demás sistemas palidecen en congruencia y sustento. Por eso también dijera Lewis en la que es quizás su frase más célebre:

Creo en el cristianismo como creo que el sol se ha levantado: no solo porque lo veo, sino porque por él veo todo lo demás.

Gray y Holland consideran al cristianismo un mito necesario, pero uno que no se ha hecho realidad. Entienden su importancia histórica y social y, como Nietzche, no ven con qué más se pueda remplazar. Igualmente Richard Rorty, famoso filósofo ateo del siglo pasado, aunque mucho defendió la democracia, reconoció que no había nada sobre lo cual sustentarla; porque, como reconociera en otro lado, solo la creencia en un Dios trascendente produce verdades objetivas. Pero los Grays, Hollands, Rortys y Nietzches de este mundo fallan en llevar sus ideas hasta sus últimas consecuencias. Se tienen que engañar para seguir viviendo. Son más coherentes los Robin Williams, los Anthony Bourdains y los Aviciis. Pues de nuevo, si Cristo no resucitó, nada importa. Nuestra sociedad occidental se derrumba como un castillo de naipes y nuestra existencia queda sumida en la crisis existencialista que produce náuseas y un constante y válido cuestionamiento de por qué no el suicidio. ¡Cuánto desasosiego en mantener una mentira útil! Si Cristo no resucitó, nada más importa. Pablo lo reconoció también así desde el principio cuando dijo que si Cristo no había resucitado, lo que creíamos los cristianos no nos serviría de nada y solo seríamos dignos de conmiseración. Si Cristo no resucitó, la angustia del corazón de Job no halla reposo y no tiene justificación. Si Cristo no resucitó, su deseo de redención y trascendencia queda eternamente insatisfecho.

Pero si Cristo resucitó, nada más importa. En particular, los sufrimientos de este mundo se vuelven tan solo pasajeros en comparación con la gloriosa eternidad que viene más adelante. Porque «mi corazón [que] desfallece dentro de mí» sabe que hay algo más allá de la muerte física, que la realidad no termina en este sufrimiento terrenal. El amor queda sellado para siempre por un Dios que lo dio todo, hasta su vida, sin importarle que por ello lo despreciaran, para acercarme a Él. La justicia se mantiene viva, porque Él es nuestra justicia ante Dios. Y la poética esperanza de verlo a Él, de entrar en contacto con lo divino, de por fin satisfacer ante una eternidad de plenitud de gozo y delicias junto a Él aquellos anhelos que nada en este mundo podía satisfacer, hace que todo, hasta el peor sufrimiento terrenal, tenga sentido. Entonces puedo amar (es decir, hacer el bien) abnegadamente y lleno de auténtica felicidad, ¡aunque duela!, porque la recompensa que por Cristo viviré allá hace este sufrimiento de acá infinitesimalmente irrelevante.

La resurrección de Cristo, vemos en Job, responde a un anhelo tan antiguo como el hombre mismo. Cristo muerto y resucitado es la respuesta para toda la humanidad. La resurrección de Cristo es la prueba de que este sí fue el mito que se hizo realidad.

Particularismo cristiano

El cristianismo es bien diferente a todas las demás religiones. Esa es quizás la mayor motivación detrás del comentario usual según el cual «el cristianismo no es una religión, sino un estilo de vida». La explicación con que suele continuar la anterior afirmación es que en la religión el hombre busca acercarse a Dios, pero en el cristianismo es Dios mismo quien se acerca al hombre. Y es cierto, así es.

El cristianismo es la religión más patas arriba que existe porque me dice que no tengo que hacer nada, excepto creerle que ya todo lo hizo Él por mí. Todo. Lo único que yo tengo que hacer es creerle y entonces disfrutar lo que Él ya me regaló.

Es mi opinión que, en cuanto a planteamiento, el cristianismo es el único sistema coherente en el mercado de las ideas: si el Sumo Bien existe, ningún ser humano va a ser capaz de alcanzarlo por sí mismo. A pesar de que muchos se engañen, la verdad es que el Sumo Bien está fuera de nuestro alcance humano porque no somos tan buenos; mejor dicho, sin tanno somos buenos.

La gente suele decir que es buena porque no le hace mal a nadie. Aparte de que me resulta muy difícil tragarme ese sapo (no creo que exista alguien que no le haya hecho mal a nadie), la verdad es que, en estricta rigurosidad, la proposición «no le hago mal a nadie, luego soy bueno» no se sigue. De no hacer el mal lo único que podría deducirse —¡y eso asumiendo cierto pragmatismo moral!— es que uno no es malo; no que es bueno. Así que no solo es una afirmación de dudosa rigurosidad conceptual, sino imposible de creer en la práctica.

La realidad es que no somos buenos y, como no lo somos, pues no podemos alcanzar el Sumo Bien por nuestra propia cuenta. ¡Estamos tan separados del Sumo Bien como cualquier número lo está del infinito! (El infinito, por cierto, no es un número). Esto nos deja en un dilema terrible, porque si el sumo bien existe, por supuesto que querríamos y deberíamos estar allí, pero no tenemos cómo alcanzarlo. C. S. Lewis lo pone en estos términos en Mero cristianismo:

Este es el terrible dilema en el que nos hallamos. Si el universo no está gobernado por una bondad absoluta todos nuestros esfuerzos, a la larga, son inútiles. Pero si lo está, entonces nos estamos enemistando todos los días con esa bondad, y no es nada probable que mañana lo hagamos mejor, de modo que, nuevamente, nuestro caso es desesperado. No podemos estar sin ella ni podemos estar con ella.

He ahí la falla de todas las religiones: no se trata de hacer y hacer cosas para ver si al final en promedio soy mejor que peor, porque el promedio es por definición mediocre. Y mediocre en términos de moral es realmente malo (piense qué pasaría si en su próxima entrevista de trabajo usted tuviera la franqueza de decir: «Me considero moralmente mediocre»). En términos de moral, todo lo que caiga por debajo del perfecto estándar de bondad, por definición, no es bueno. La calificación definitiva en moral viene dada en dos posibilidades: o todo lo hago perfecto y mi calificación definitiva es 100, u obtengo un redondo y regordete 0 si en alguna cosa, por pequeña que fuera, me equivoqué. Porque si falto a un punto de la ley moral, ya falté a toda la ley. Seamos honestos, nuestra conciencia lo sabe, nuestra almohada y nuestro pasado atestiguan contra nosotros. Así las cosas, no importa qué hagamos, nunca vamos a dar la talla. Infinito menos cualquier número es infinito. La religión es un fracaso desde su concepción.

Sobre la particularidad del cristianismo

Cristo, por el contrario, plantea que solo por medio de Él es posible alcanzar el cielo, que Él es la verdad y la fuente de vida. Por eso nos tachan a los cristianos de discriminadores. ¡Cómo así que solo hay un camino! ¡Cómo así que solo hay una verdad! ¡Cómo así que solo Él es vida! ¡Es el colmo!

Pero esta objeción es problemática al menos en un par niveles: Primero, toda afirmación de verdad es, por definición excluyente:  2 + 2 = 4 excluye todas las demás posibilidades, que son infinitas no contables; ese solo hecho produce que todo el que diga cualquier otra cosa diferente a 2 + 2 = 4 está equivocado. Yo no discrimino; más bien, el error excluye de la verdad. Segundo, bajo el mismo criterio, quien afirme que todas las opciones son verdaderas, termina discriminando a quien piense que no todas lo son, con lo cual la crítica se cae por reducción al absurdo.

Las religiones, los sistemas filosóficos y las cosmovisiones suelen afirmar proposiciones enfrentadas, de manera que terminan excluyendo casi todas las demás posibilidades. Por ejemplo, el budismo surge en completa oposición al hinduísmo, luego las dos se contradicen (motivo de cruentas guerras por muchos siglos); el judaísmo dice que solo la práctica de sus incumplibles e insufribles leyes da vida (Lv. 18:5; como también lo reconoce Pablo en Ro. 10:4-5 y Gá. 3:12, y el mismísimo profeta Ezequiel en el Antiguo Testamento: Ez. 20:25) y basa su justicia en la herencia de sangre, con lo cual excluye a todo el que no es judío; el islamismo llama a la muerte de todos los infieles que no practiquen el islam; el politeísmo excluye al monoteísmo y viceversa; el neoateísmo es soberbio, grotesco y discrimina a todo el que sea teísta, en particular al cristianismo, al cual ataca con saña; las religiones politeístas, con sus dioses inmanentes, excluyen las monoteístas, cuyas divinidades son trascendentes; el hedonismo y el estoicismo se oponen entre sí. Y para terminar, la posición que afirma que todas las opciones existentes están erradas es en sí misma una cosmovisión que se presenta en franca contención con… todas las demás opciones existentes.   

Está en la naturaleza de toda afirmación —religiosa o no— excluir cosas, si es que con ella realmente se está informando algo. De hecho, en la construcción matemática de la teoría de información un evento informa más que otro en tanto excluya más posibilidades (entre más improbable un evento, mucho más informa, y viceversa). De otra parte, la palabra intelecto proviene de las dos raíces latinas inter y legos; es decir, escoger entre [opciones]. Es apenas natural que uno espere que una persona inteligente informe, que cuando diga algo deseche opciones. Más aún, aquella raíz latina legos proviene a su vez de una raíz indoeuropea de la cual también se deriva la palabra griega logos, que significa conocimiento o saber. Al final de cuentas, es imposible construir conocimiento, saber e instruir, sin excluir opciones.

Resulta entonces insostenible que una proposición cualquiera sea falsa solo porque excluya otras proposiciones. Las ideas se sostienen o se caen por el peso de sus ideas; por lo que excluyan, no porque excluyan. En particular, es insostenible que el cristianismo sea falso porque afirme que solo hay un camino al Sumo Bien: que Dios se acerque a nosotros, porque nosotros no podemos acercarnos a Él. Más bien, parece bastante obvia la carencia de las demás religiones cuando afirman que estamos en capacidad de alcanzar la excelencia moral por nuestra propia cuenta, porque un análisis de muy pocos segundos de nuestro pasado nos revelará a cada uno que hace tiempos nos quedamos cortos de ese estándar.

La verdad del cristianismo

Ahora, la falsedad de las otras religiones no hace verdadero al cristianismo porque se oponga a ellas, pero sí hace su mensaje internamente consistente. Necesitamos la ayuda de Dios para alcanzar a Dios. Necesitamos que quien satisfaga el estándar sirva de puente entre la tierra y el cielo, entre los humanos y Dios. Pero por definición quien satisfaga el estándar de perfección moral, quien alcance el Sumo Bien, tiene que ser Dios mismo. ¡Esa exactamente era la afirmación de Cristo sobre sí mismo!

La realidad es que el único castigo justo por mi incompetencia moral (es decir, mi pecado) es la muerte: si Dios es por definición Vida y Sumo Bien, pues no alcanzar el Sumo Bien significa no alcanzar la Vida. O sea, mi incompetencia moral significa la muerte; la paga del pecado es muerte. Sin muerte, no se sirve la justicia. Si no se sirve la justicia, Dios sería injusto, luego no sería Dios. Por eso no se equivocaban las religiones antiguas al ofrecer sacrificios (o algo o alguien pagaba por ellos o pagaban ellos). Se equivocaban en lo que sacrificaban —por naturaleza imperfecto—, mas no en sacrificar. Sin derramamiento de sangre no hay remisión de pecados. Si no he de pagar yo, alguien como yo pero sin mis errores tiene que pagar. Por lo tanto, el único sacrificio válido por mi pecado debe ser humano como yo, pero perfecto y por ende también divino.

Ese es Cristo. ¿Cómo lo probó? Con su resurrección. Su resurrección no es solo un milagro físico con amplia documentación histórica (tema sobre el cual se puede decir mucho, pero no es el objeto de este escrito), sino la demostración de que Dios Padre aceptó el sacrificio: fue perfecto y por lo tanto, en cuanto humano, no merecía quedarse muerto; y en cuanto divino, no podía quedarse muerto. por lo cual el Espíritu Santo lo resucitó. La Trinidad completa obra en toda su capacidad en el momento cumbre de la historia: la Segunda Persona encarnada se ofreció en sacrificio por los pecados de los humanos y la Primera Persona aceptó el sacrificio, por lo cual la Tercera Persona la resucitó.  

El cristianismo parece entonces una locura, debemos conceder eso. Pero que parezca locura no lo hace falso y menos inconsistente. La verdad es que la única opción de subir al cielo es es que el cielo baje primero a la tierra y nos suba con él. Por lo tanto, si el cristianismo no es cierto, solo queda desesperanza. Al fin y al cabo, ya sabemos que las otras religiones son falsas. De modo que si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe.

Pero si Cristo resucitó, significa que Él es quien dijo ser y que sus palabras son verdaderas. La esperanza de la humanidad pende de una cruz y una tumba vacía (una introducción a la evidencia histórica de la resurrección de Cristo puede encontrarse acá). Él pagó por mis pecados para que yo tenga acceso al Sumo Bien, a la Vida, a la presencia de Dios. Lo único que tengo que hacer para estar en comunión con Él es aceptar el regalo que me hizo. Mi parte es pasiva: aceptar su regalo. Tengo comunión con Dios por lo que Cristo hizo por mí, no por nada que yo haya hecho o llegue a hacer. 

 

 

La duda

Hace pocos días ciertos estafadores me robaron quinientos dólares. Con certeza, la incredulidad me hubiera podido salvar de semejante «tumbada», como decimos en Colombia… y de semejante oso tan peludo de sentirme —saberme— tan idiota. La incredulidad puede salvarnos, eso es incuestionable. Todos sabemos que la duda puede librarnos de decepciones amorosas, de estafas, de accidentes, etc.

Se nos ha enseñado que dudar es malo, pero no. Dudar puede salvarnos del desastre, incluso puede salvarnos la vida. La duda nos puede salvar del error, como lo explica el filósofo John Mark Reynolds en este bellísimo escrito. Dudar no es malo. La duda es un mecanismo de protección legítimo… por ejemplo, para que no lo tumben, no le duela o no se muera. Por eso dice Alfonso Ropero, quien desde hace casi 20 años inspirara en mí estas ideas, que «dudar es un virtuosísimo acto de prudencia» (p. 21). La duda tiene el poder grande de limpiar lo que estorba, de remover las manchas como un blanqueador.

DUDA Y LIBRE ALBEDRÍO

Más aún, dudar se constituye en un acto del libre albedrío, pues este consiste en la capacidad de decir no; es decir, de no aceptar todas las cosas. William Lane Craig refiriéndose al libre albedrío dice lo siguiente:

La libertad nada más requiere que, dado un conjunto de circunstancias, uno sea capaz en algún sentido de abstenerse de hacer lo que haría.

Del mismo modo, William Dembski escribe:

Un acto del libre albedrío presupone la habilidad controlada racionalmente de actuar de otra manera, de modo que distintos cursos de acción constituyen posibilidades genuinas, opciones reales, no reducibles a fuerzas puramente irracionales.

Y añade de manera definitiva:

El libre albedrío es el poder del no… El libre albedrío se ejerce siempre como un acto de negación.

De modo que, en particular, abstenerse de creer lo que sea es un acto de la libertad, un ejercicio del libre albedrío. Dudar es, por lo tanto, un acto muy humano. Esta es la razón por lo cual tiene sentido 1984, la distopía de Orwell, pues aquella deshumanizante policía del pensamiento era capaz de lavar el cerebro para remover toda duda sobre el Gran Hermano, despojando así a los hombres de su libertad de pensamiento. A la vista de este mundo orwelliano se puede entender mejor a Agustín de Hipona cuando decía que la duda es la libertad misma. Por esta misma razón, para Hegel «el escepticismo es la experiencia efectivamente real de lo que es la libertad del pensamiento», según cita Ropero.

Pero la libertad siempre trae consigo responsabilidad. Y esto precisamente porque el libre albedrío implica que podemos responder a las situaciones; no solo reaccionar a ellas, como en un acto reflejo. Ser responsable es literalmente estar en capacidad de responder. En particular en lo relativo a la creencia, somos responsables de lo que aceptemos y lo que desechemos.

LA DUDA COMO CAMINO A LA CREENCIA

Así, la duda debe ser tan solo el primer paso. Es prudente, en ausencia de más información, suponer que todas las hipótesis tienen el mismo peso (tal manera de pensar es análoga al principio de máxima entropía en la termodinámica y en la teoría de información). En esta instancia, el escepticismo, el agnosticismo, no solamente es natural, sino aconsejable.

Pero es rara la situación en la cual después de haber sopesado las posibilidades, todas terminen con el mismo nivel de incertidumbre que al principio. O, para ponerlo por el lado positivo, es común que, una vez analizadas las opciones, la balanza se termine inclinando a favor de al menos una de ellas, en cuyo caso lo prudente y lo sabio es actuar con base en el nuevo conocimiento que tenemos, desechando las que no salieron favorecidas. Por eso, Julian Marías, discípulo de Ortega y Gasset, decía que el escepticismo consistía en «mirar con cuidado a todos lados, estar atento a toda la realidad circundante, hacerse cargo de las cosas, y entonces seguir adelante».

Sí: es sano, aconsejable, sabio, prudente, mirar la calle antes de cruzar. Pero no: no nos quedamos todo el tiempo parados o no vamos a avanzar. Una vez nos cercioramos de que no vienen carros, cruzamos. No avanzar también es una decisión, tanto como atravesar la calle; una decisión por la cual somos responsables, precisamente en virtud de la libertad que tenemos de optar —o no— por ella.

Entonces la duda se perfila como una excelente herramienta que debería llevarnos al conocimiento y a la creencia (y me atrevería a decir que los dos, el conocimiento y la creencia, son formas de epistemología, donde la creencia es una forma sublimada del conocimiento). Por eso decía Aristóteles:

El que quiera instruirse debe primeramente saber dudar, pues la duda del espíritu conduce a la manifestación de la verdad.

Antonio Machado decía que «dudar de la propia duda es la única forma de empezar a creer algo» (¡y me fascina que haya sido un poeta quien tuviera la lucidez de decirlo!). He aquí un punto maravilloso, pues la integridad intelectual requiere que dude tanto de mi duda como de aquello que comencé a dudar. No hacerlo sería deshonesto. Por eso dice Ropero que dudar de la propia duda nos deja muy cerca a la creencia.

De este modo, me parece más conveniente postular la duda con cierta implicación pragmática como la pausa momentánea que lleva a la acción y no la pausa permanente que paraliza. Este es para mí el problema fundamental con el agnosticismo como filosofía de vida: o no se ha dado a la tarea de evaluar si Dios existe o no, o le da miedo ser consecuente con el conocimiento o la creencia adquirida, en cualquiera de las dos direcciones.

De hecho, en estricto rigor lógico, la máxima socrática «solo sé que nada sé» es una flagrante contradicción. Si sé que no sé, entonces sé algo. Y si sé algo, entonces sé que sé algo; dos veces. Y si sé que sé algo, entonces sé que sé que sé algo; tres veces. Y así sucesivamente (mi razonamiento es análogo a la construcción de los números naturales en teoría de conjuntos a partir del vacío, que en este caso estaría dado por la contradicción socrática). ¡Termino conociendo un sinfín de cosas! No solamente una, como el solo de la máxima afirma. Para nosotros los humanos es imposible no conocer nada en absoluto. Son las piedras las que no saben que no saben.

Para reforzar este punto, debo añadir que hay además una gran cantidad de conocimiento en la ignorancia, pues como tan bien lo pusiera Chesterton: «No sabemos suficiente sobre lo que no sabemos como para saber que no se puede saber más de ello». Es decir, para decirlo en términos positivos de lo que aquí nos incumbe, que no puedo hacer afirmaciones categóricas sobre lo que no conozco. De nuevo, sé algo.

Nótese que no hay contradicción en Chesterton, como sí la hay en Sócrates. Chesterton dice: «Sé que no sé algo»; Sócrates dice: «Sé que no sé nada». En conclusión, la completa ignorancia socrática es insostenible. Más aún, la realidad es que en la mayoría de asuntos particulares algo se puede conocer, como lo deja claro Chesterton.

EL PASO A LA CREENCIA

Ahora, si la duda puede librarnos de la muerte, es menester también añadir que solo la fe puede darnos vida. La duda puede funcionar como un blanqueador, pero solo la fe da color a la existencia.

La posibilidad de creación, de creatividad, de generar belleza solo es posible en la presencia de la creencia. Miguel Ángel debía tener fe en que podía sacar su David del mármol o no hubiera comenzado a esculpir; para ponerlo en sus palabras, debía remover de la piedra todo lo que no era David. Es decir, Miguel Ángel debió creer primero: tener la convicción de lo que no veía, llamar al David que no era como si fuese, sostenerse como viendo oculto en la piedra al aún invisible David para poder hacer su magnífica escultura. Si Miguel Ángel se detiene en lo que podían ver sus ojos —el bloque de mármol—, nos hubiéramos quedado sin una de las manifestaciones de creatividad humana más egregias.

Quizás en ninguna parte es más notorio esto que en el amor. Amar requiere creer. Es imposible amar sin creer. El amor todo lo cree. Quien duda, no puede amar. Reynolds dice lo siguiente:

Con el escéptico extremo la situación es diferente. En lugar de creer todo lo que pudiera, él prueba, sopesa y duda al punto de perder la oportunidad. Prefiere perder el amor que ser engañado alguna vez. Piensa: «Mejor no haber amado nunca a un perdedor que haber cometido un error y haber perdido».

Es triste.

Así, el escepticismo es cobardía, como dijimos antes. Y la fe es entonces de valientes. Solo los valientes experimentan el amor. Y nada, ni siquiera la libertad de pensamiento, nos hace más humanos que el amor, nada llena la vida más de sentido, de propósito.

Nunca vamos a tener completa certeza de nada. Pero la duda puede terminar destruyendo todo lo que vale la pena. Si yo le entrego un anillo a la mujer de mis sueños y ella en sus dudas cree que no es de oro lo puede llevar a cierto orfebre para que pruebe si verdaderamente lo es. El orfebre a la larga no puede probar si es de oro, solo si contiene oro, para lo cual deberá remover una parte del anillo y ver si no es imitación. Y entre más persista la duda, más pedazos tendrá que arrancarle al anillo; al fin y al cabo, puede ser que justo el pedacito que revisó el orfebre fuera de oro pero el resto no, de modo que para estar seguros sería mejor remover otro pedazo. Así, la duda de ella desde el mismo comienzo va corrompiendo el regalo, mi acto de gracia, y puede llegar a arruinarlo por completo.

¿Qué puedo yo decir? Escojo creer que soy amado, sobre todos los demás y todo lo demás, por Dios. Esa creencia me ha cambiado la vida para bien. Mi vida está llena de significado desde que acepté no solamente que Dios existe (porque, racionalmente, todo me indica que el Dios cristiano es real), sino que me ama. Mis días se llenaron de color, de luz, de vida. Estoy lejísimos de ser perfecto —¡y no me importa serlo!— pero, como resultado de ese amor, soy mejor persona. Y no soy mejor porque el cristianismo me pida ser bueno. No lo hace; de hecho, todo el punto del cristianismo radica en mi completa incapacidad de serlo. Soy mejor persona porque Él es bueno y me ama. ¿Me entiende lo que le digo? ¡Es bueno y me ama! ¡A mí, que no soy bueno, el Dios que creó el cielo y la tierra, y que sí es bueno, me ama! No me cabe en la cabeza, pero Él me dice que me ama, y yo decidí creerle que sí. Para probarme que de tal manera era amado, Dios dio por mí a su único Hijo —Cristo, que sí era bueno—, para que creyera en Él y junto a Él tuviera vida. Su Hijo es el anillo de valor incalculable que Dios me regaló. Su vida perfecta por la mía imperfecta.

La transformación en mí es la respuesta a creer en su amor. Decido amar porque Él me amó primero. Lo amo a Él y doy —o procuro dar— a los demás el amor que de Él primero recibí. Me da mucho miedo hacerlo, ¡amar duele mucho!, pero mi decisión de fe es amar. Dar un poquito del amor que recibí puede cambiar a una persona y de paso me cambia a mí, porque cuando amo estoy reflejando a Dios, estoy siendo todo lo que fui creado para ser y, por lo tanto, para hacer. Y si mi amor puede cambiarle la vida a una sola persona, entonces la mía ya valió la pena; ya cambié el mundo.

¿Y usted, amigo lector, decide creer? ¿Decide vivir? ¿Decide amar?