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Particularismo cristiano

El cristianismo es bien diferente a todas las demás religiones. Esa es quizás la mayor motivación detrás del comentario usual según el cual «el cristianismo no es una religión, sino un estilo de vida». La explicación con que suele continuar la anterior afirmación es que en la religión el hombre busca acercarse a Dios, pero en el cristianismo es Dios mismo quien se acerca al hombre. Y es cierto, así es.

El cristianismo es la religión más patas arriba que existe porque me dice que no tengo que hacer nada, excepto creerle que ya todo lo hizo Él por mí. Todo. Lo único que yo tengo que hacer es creerle y entonces disfrutar lo que Él ya me regaló.

Es mi opinión que, en cuanto a planteamiento, el cristianismo es el único sistema coherente en el mercado de las ideas: si el Sumo Bien existe, ningún ser humano va a ser capaz de alcanzarlo por sí mismo. A pesar de que muchos se engañen, la verdad es que el Sumo Bien está fuera de nuestro alcance humano porque no somos tan buenos; mejor dicho, sin tanno somos buenos.

La gente suele decir que es buena porque no le hace mal a nadie. Aparte de que me resulta muy difícil tragarme ese sapo (no creo que exista alguien que no le haya hecho mal a nadie), la verdad es que, en estricta rigurosidad, la proposición «no le hago mal a nadie, luego soy bueno» no se sigue. De no hacer el mal lo único que podría deducirse —¡y eso asumiendo cierto pragmatismo moral!— es que uno no es malo; no que es bueno. Así que no solo es una afirmación de dudosa rigurosidad conceptual, sino imposible de creer en la práctica.

La realidad es que no somos buenos y, como no lo somos, pues no podemos alcanzar el Sumo Bien por nuestra propia cuenta. ¡Estamos tan separados del Sumo Bien como cualquier número lo está del infinito! (El infinito, por cierto, no es un número). Esto nos deja en un dilema terrible, porque si el sumo bien existe, por supuesto que querríamos y deberíamos estar allí, pero no tenemos cómo alcanzarlo. C. S. Lewis lo pone en estos términos en Mero cristianismo:

Este es el terrible dilema en el que nos hallamos. Si el universo no está gobernado por una bondad absoluta todos nuestros esfuerzos, a la larga, son inútiles. Pero si lo está, entonces nos estamos enemistando todos los días con esa bondad, y no es nada probable que mañana lo hagamos mejor, de modo que, nuevamente, nuestro caso es desesperado. No podemos estar sin ella ni podemos estar con ella.

He ahí la falla de todas las religiones: no se trata de hacer y hacer cosas para ver si al final en promedio soy mejor que peor, porque el promedio es por definición mediocre. Y mediocre en términos de moral es realmente malo (piense qué pasaría si en su próxima entrevista de trabajo usted tuviera la franqueza de decir: «Me considero moralmente mediocre»). En términos de moral, todo lo que caiga por debajo del perfecto estándar de bondad, por definición, no es bueno. La calificación definitiva en moral viene dada en dos posibilidades: o todo lo hago perfecto y mi calificación definitiva es 100, u obtengo un redondo y regordete 0 si en alguna cosa, por pequeña que fuera, me equivoqué. Porque si falto a un punto de la ley moral, ya falté a toda la ley. Seamos honestos, nuestra conciencia lo sabe, nuestra almohada y nuestro pasado atestiguan contra nosotros. Así las cosas, no importa qué hagamos, nunca vamos a dar la talla. Infinito menos cualquier número es infinito. La religión es un fracaso desde su concepción.

Sobre la particularidad del cristianismo

Cristo, por el contrario, plantea que solo por medio de Él es posible alcanzar el cielo, que Él es la verdad y la fuente de vida. Por eso nos tachan a los cristianos de discriminadores. ¡Cómo así que solo hay un camino! ¡Cómo así que solo hay una verdad! ¡Cómo así que solo Él es vida! ¡Es el colmo!

Pero esta objeción es problemática al menos en un par niveles: Primero, toda afirmación de verdad es, por definición excluyente:  2 + 2 = 4 excluye todas las demás posibilidades, que son infinitas no contables; ese solo hecho produce que todo el que diga cualquier otra cosa diferente a 2 + 2 = 4 está equivocado. Yo no discrimino; más bien, el error excluye de la verdad. Segundo, bajo el mismo criterio, quien afirme que todas las opciones son verdaderas, termina discriminando a quien piense que no todas lo son, con lo cual la crítica se cae por reducción al absurdo.

Las religiones, los sistemas filosóficos y las cosmovisiones suelen afirmar proposiciones enfrentadas, de manera que terminan excluyendo casi todas las demás posibilidades. Por ejemplo, el budismo surge en completa oposición al hinduísmo, luego las dos se contradicen (motivo de cruentas guerras por muchos siglos); el judaísmo dice que solo la práctica de sus incumplibles e insufribles leyes da vida (Lv. 18:5; como también lo reconoce Pablo en Ro. 10:4-5 y Gá. 3:12, y el mismísimo profeta Ezequiel en el Antiguo Testamento: Ez. 20:25) y basa su justicia en la herencia de sangre, con lo cual excluye a todo el que no es judío; el islamismo llama a la muerte de todos los infieles que no practiquen el islam; el politeísmo excluye al monoteísmo y viceversa; el neoateísmo es soberbio, grotesco y discrimina a todo el que sea teísta, en particular al cristianismo, al cual ataca con saña; las religiones politeístas, con sus dioses inmanentes, excluyen las monoteístas, cuyas divinidades son trascendentes; el hedonismo y el estoicismo se oponen entre sí. Y para terminar, la posición que afirma que todas las opciones existentes están erradas es en sí misma una cosmovisión que se presenta en franca contención con… todas las demás opciones existentes.   

Está en la naturaleza de toda afirmación —religiosa o no— excluir cosas, si es que con ella realmente se está informando algo. De hecho, en la construcción matemática de la teoría de información un evento informa más que otro en tanto excluya más posibilidades (entre más improbable un evento, mucho más informa, y viceversa). De otra parte, la palabra intelecto proviene de las dos raíces latinas inter y legos; es decir, escoger entre [opciones]. Es apenas natural que uno espere que una persona inteligente informe, que cuando diga algo deseche opciones. Más aún, aquella raíz latina legos proviene a su vez de una raíz indoeuropea de la cual también se deriva la palabra griega logos, que significa conocimiento o saber. Al final de cuentas, es imposible construir conocimiento, saber e instruir, sin excluir opciones.

Resulta entonces insostenible que una proposición cualquiera sea falsa solo porque excluya otras proposiciones. Las ideas se sostienen o se caen por el peso de sus ideas; por lo que excluyan, no porque excluyan. En particular, es insostenible que el cristianismo sea falso porque afirme que solo hay un camino al Sumo Bien: que Dios se acerque a nosotros, porque nosotros no podemos acercarnos a Él. Más bien, parece bastante obvia la carencia de las demás religiones cuando afirman que estamos en capacidad de alcanzar la excelencia moral por nuestra propia cuenta, porque un análisis de muy pocos segundos de nuestro pasado nos revelará a cada uno que hace tiempos nos quedamos cortos de ese estándar.

La verdad del cristianismo

Ahora, la falsedad de las otras religiones no hace verdadero al cristianismo porque se oponga a ellas, pero sí hace su mensaje internamente consistente. Necesitamos la ayuda de Dios para alcanzar a Dios. Necesitamos que quien satisfaga el estándar sirva de puente entre la tierra y el cielo, entre los humanos y Dios. Pero por definición quien satisfaga el estándar de perfección moral, quien alcance el Sumo Bien, tiene que ser Dios mismo. ¡Esa exactamente era la afirmación de Cristo sobre sí mismo!

La realidad es que el único castigo justo por mi incompetencia moral (es decir, mi pecado) es la muerte: si Dios es por definición Vida y Sumo Bien, pues no alcanzar el Sumo Bien significa no alcanzar la Vida. O sea, mi incompetencia moral significa la muerte; la paga del pecado es muerte. Sin muerte, no se sirve la justicia. Si no se sirve la justicia, Dios sería injusto, luego no sería Dios. Por eso no se equivocaban las religiones antiguas al ofrecer sacrificios (o algo o alguien pagaba por ellos o pagaban ellos). Se equivocaban en lo que sacrificaban —por naturaleza imperfecto—, mas no en sacrificar. Sin derramamiento de sangre no hay remisión de pecados. Si no he de pagar yo, alguien como yo pero sin mis errores tiene que pagar. Por lo tanto, el único sacrificio válido por mi pecado debe ser humano como yo, pero perfecto y por ende también divino.

Ese es Cristo. ¿Cómo lo probó? Con su resurrección. Su resurrección no es solo un milagro físico con amplia documentación histórica (tema sobre el cual se puede decir mucho, pero no es el objeto de este escrito), sino la demostración de que Dios Padre aceptó el sacrificio: fue perfecto y por lo tanto, en cuanto humano, no merecía quedarse muerto; y en cuanto divino, no podía quedarse muerto. por lo cual el Espíritu Santo lo resucitó. La Trinidad completa obra en toda su capacidad en el momento cumbre de la historia: la Segunda Persona encarnada se ofreció en sacrificio por los pecados de los humanos y la Primera Persona aceptó el sacrificio, por lo cual la Tercera Persona la resucitó.  

El cristianismo parece entonces una locura, debemos conceder eso. Pero que parezca locura no lo hace falso y menos inconsistente. La verdad es que la única opción de subir al cielo es es que el cielo baje primero a la tierra y nos suba con él. Por lo tanto, si el cristianismo no es cierto, solo queda desesperanza. Al fin y al cabo, ya sabemos que las otras religiones son falsas. De modo que si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe.

Pero si Cristo resucitó, significa que Él es quien dijo ser y que sus palabras son verdaderas. La esperanza de la humanidad pende de una cruz y una tumba vacía (una introducción a la evidencia histórica de la resurrección de Cristo puede encontrarse acá). Él pagó por mis pecados para que yo tenga acceso al Sumo Bien, a la Vida, a la presencia de Dios. Lo único que tengo que hacer para estar en comunión con Él es aceptar el regalo que me hizo. Mi parte es pasiva: aceptar su regalo. Tengo comunión con Dios por lo que Cristo hizo por mí, no por nada que yo haya hecho o llegue a hacer. 

 

 

Smerdiakov y el pecado

En Los hermanos Karamazov, Feodor Dostoievsky narra que un soldado ruso cayó capturado en algún país asiático; allí mediante torturas buscaron hacerle cambiar su fe cristiana y convertirlo al islamismo, pero él no renunció y resistió hasta la muerte. El acontecimiento fue real, pues Dostoievsky comentó la noticia en su diario y de allí la incorporó a la novela. Aparte de la encomiable valentía del soldado, me llama la atención el giro teológico que le da el ruso al asunto.

Smerdiakov es un sirviente de Fiodor Pavlovitch —el inescrupuloso patriarca de la familia Karamazov— y posiblemente un hijo no reconocido suyo. Es en boca de Smerdiakov que Dostoievsky plantea su argumento:

Si caigo en poder de unos hombres que torturan a los cristianos y se me exige que maldiga el nombre de Dios y reniegue de mi bautismo, mi razón me autoriza plenamente a hacerlo, pues no puede haber en ello ningún pecado.

Y más adelante explica su postura:

Cuando contesto a la pregunta de los verdugos diciendo que ya no soy cristiano, yo no miento, pues ya estoy «descristianizado» por el mismo Dios, que me ha excomulgado apenas he pensado decir que no soy cristiano. Por lo tanto, ¿con qué derecho se me pedirán cuentas en el otro mundo como cristiano, por haber abjurado de Cristo, si en el momento de abjurar ya no era cristiano? Si no soy cristiano, no puedo abjurar de Cristo, puesto que ya lo he hecho anteriormente. ¿Quién, incluso desde el cielo, puede reprochar a un pagano no haber nacido cristiano a intentar castigarlo? ¿No dice el proverbio que no se puede desollar dos veces el mismo toro? Si el Todopoderoso pide cuentas a un pagano a su muerte, supongo que, ya que no lo puede absolver del todo, lo castigará ligeramente, pues no sé cómo puede acusarle de ser pagano habiendo nacido de padres paganos. ¿Puede el Señor coger a un pagano y obligarle a ser cristiano aunque no lo sienta? Esto sería contrario a la verdad que el que reina sobre los cielos y la tierra diga la mentira más insignificante [énfasis añadido].

¿Tiene razón Smerdiakov? No lo creo. Uno de los errores más comunes es pensar que las malas acciones son en sí mismas pecados. No es así. Las acciones no son el pecado, sino la consumación del pecado. El apóstol Santiago, hermano de Jesús, lo explica con toda claridad en su carta:

Cada uno es tentado cuando sus propios malos deseos lo arrastran y seducen. Luego, cuando el deseo ha concebido, engendra el pecado; y el pecado, una vez que ha sido consumado, da a luz la muerte (Stg. 1:14-15).

Es decir, el pecado se consuma, se completa, una vez se ejecuta la acción pecaminosa. Pero en realidad, el pecado ya había nacido, y esto antes de ejecutar la acción que lo revela. El deseo nos tienta y el corazón, dejándose llevar por el deseo, toma la decisión de actuar conforme a este. Es ahí cuando nace el pecado, es decir, cuando comienza a existir. El pecado no comienza a existir con la acción, sino con la intención del corazón.

Esto hace entendibles las palabras de Cristo en cuanto a que es posible no haber adulterado físicamente con nadie y haber cometido adulterio toda la vida al codiciar en el corazón a quien no es la esposa. El acto físico no es el pecado en sí mismo, sino la consumación del pecado que ya había comenzado a existir en el corazón. Y, por supuesto, las palabras de Jesús son extensivas a todo pecado, no solo al adulterio.

El estándar del Nuevo Testamento hace explícito lo que en el Antiguo era implícito en medio de tanta ley: antes que en las acciones (posibles de disimular con apariencia de piedad), el pecado está en el corazón que determina el curso de ellas. El mismo Moisés lo entendió así cuando, después de haber dado toda la ley, dijo a los israelitas que se circuncidaran el prepucio pero del corazón  (Dt. 10:16). La circuncisión era la señal del pacto mosaico, y como tal debía apuntar a algo más profundo. La circuncisión simboliza la forma en que debemos llegar a Dios, destapando lo más íntimo de nuestro ser, nuestro corazón. El punto, hecho evidente por Cristo y aún negado hoy por los judíos, es que lo importante es el corazón que determina las acciones y no las solas acciones.

Así las cosas, podemos evaluar las palabras de Smerdiakov a la luz de la real enseñanza cristiana: si él en los zapatos del soldado que murió por su fe hubiera apostatado de la suya, no hubiera quedado exento de pecado porque su acción fuera coherente con la actitud de su corazón, sino condenado porque sus mismos actos revelaban la intención real que había en lo íntimo de su ser. El corazón de Smerdiakov era liviano en su creencia y cobarde. Son estas dos cosas las que subyacen su acción apóstata. Smerdiakov se amaba a sí mismo más que a Dios.

Cuando juzgamos las acciones como buenas o malas, en el fondo queremos decir que la motivación que nos llevó a ejecutarlas era buena o mala, según sea el caso. No es lo mismo dejar caer inocentemente una piedra desde un lugar alto que dejarla caer sobre la cabeza de alguien porque queremos matar a esa persona. La acción puede ser problemática, mas no es el problema fundamental; el problema fundamental es la intención detrás de la acción, la actitud del corazón. Por eso los abogados penalistas hablan de dolo, definido por la RAE como la «voluntad deliberada de cometer un delito a sabiendas de su ilicitud». Y aunque hay diferencias entre la ley civil y la ley moral, el dolo también existe para la ley moral. De hecho, es imposible romper una ley moral en ausencia de dolo. Pecado solo existe cuando hay dolo.

Es por ello que, una vez nos hemos examinado sinceramente a fondo, ninguno de nosotros puede concluir que es bueno o inocente. Conocemos la impureza de nuestro propio corazón. Y Dios, siendo omnisciente, también la conoce. En ausencia de acciones, podemos disimular ante los demás nuestras faltas. No obstante, a Dios no podemos engañarlo, no podemos alegar ante Él inocencia pues, si obramos mal, nuestra propia conciencia nos acusa y Él lo sabe.

Se cuenta que en cierta ocasión el Times de Londres preguntó qué estaba mal con el mundo. G. K. Chesterton, como era usual en él, fue tan breve como certero:

Apreciado señor,

Con respecto a su artículo ¿Qué es lo que está mal en el mundo? Lo que está mal soy yo.

¡El problema soy yo! Es que me miro adentro y no encuentro con qué pararme frente al Dios del cielo. Mis propias obras me condenan porque revelan la suciedad de mi corazón. Lo realmente serio de mis malas acciones es lo que revelan: ¡que el problema soy yo! Lo que está mal soy yo. Lo que hago revela lo que soy, y lo que soy no se diferencia en nada del asqueroso y asustador retrato de Dorian Gray al final de sus días. El profeta Isaías lo dijo de la forma más escueta:

Desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en él cosa sana,
sino herida, hinchazón y podrida llaga (Is. 1:6).

Y

Todos somos como gente impura;
todos nuestros actos de justicia
son como trapos de inmundicia.
Todos nos marchitamos como hojas;
nuestras iniquidades nos arrastran como el viento (Is. 64:6).

Y Cristo fue aún más tajante:

Del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, la inmoralidad sexual, los robos, los falsos testimonios y las calumnias. Estas son las cosas que contaminan a la persona (Mt. 15:19-20).

De manera que cuando David Hume escribió en su Tratado sobre la naturaleza humana que éramos esclavos de nuestras pasiones (de las inclinaciones del corazón), contrario a lo que pretendía, no se estaba justificando, sino condenándose con sus propias palabras. No existe la más mínima diferencia entre Smerdiakov y Hume.

Aunque mientras escribo oigo una vocecita interna que me dice: Suaviza eso, que está muy fuerte, honestamente no sé cómo hacerlo. Estoy plenamente convencido de que si alguien no piensa así de sí mismo es porque no se ha examinado con detenimiento o no está siendo sincero.

Aquí radica el fracaso de todas las religiones: como Smerdiakov creen que son las acciones, enajenadas del corazón, las que determinan mi eternidad. La religión, por definición, busca que por medio de mis buenas acciones alcance yo el cielo, llegue a Dios, me salve (las tres expresiones siendo sinónimas). Empero mis propias acciones no me hacen mejor porque el problema no son ellas, sino el corazón con que las ejecuto. Más bien, lejos de justificarme, ellas terminan atestiguando contra mí. Mis mejores actos de justicia son «como trapos de inmundicia». Luego las religiones se quedan cortas porque no hay nada que yo pueda hacer para ganar el cielo.

De este modo, los intentos religiosos por alcanzar a Dios terminan siendo tan solo grotescas manifestaciones de orgullo, pues se necesita mucha arrogancia para creer que uno va a hacer algo que lo ponga a la misma altura de Dios. Todo sistema que busque hacernos salvos por medio de nuestras acciones está condenado al fracaso por reducción al absurdo. No importa si tal sistema es una religión pagana o si, con apariencia de piedad, se disfraza de enseñanza bíblica. No podemos alcanzar el cielo por nuestra propia cuenta.

C. S. Lewis, como es usual, atinó en su diagnóstico de la situación:

Este es el terrible dilema en el que nos hallamos. Si el universo no está gobernado por una bondad absoluta todos nuestros esfuerzos, a la larga, son inútiles. Pero si lo está, entonces nos estamos enemistando todos los días con esa bondad, y no es nada probable que mañana lo hagamos mejor, de modo que, nuevamente, nuestro caso es desesperado.

Anselmo definió a Dios como el ser más grande concebible. Tal definición intuitiva es la forma filosófica en que se expresa el atributo divino más importante: la santidad. Los filósofos lo llaman el ser más grande concebible, los teólogos lo llaman Santo.  Santidad no quiere decir aburrimiento y cara de imbecilidad. Santidad significa literalmente separación, estar más allá de todo. Ser santo es estar separado. Dios por definición es diferente de todo lo que existe, está más allá. Él es Creador, el resto es creación. Él es eterno, el resto es temporal. Él es, todo lo demás llegó a ser. Él es limpio, yo estoy sucio. Él es puro, yo soy impuro. Él es perfecto, yo soy imperfecto.

De modo que alcanzar el cielo, alcanzar a Dios, tiene de coherente lo que la finitud al intentar alcanzar el infinito. Por lo tanto, si yo no me puedo acercar a Él, no queda sino una posibilidad lógica que pueda darme salvación: que Él se acerque a mí. Si Dios mismo no se acerca, no tengo forma de llegar a Él.

Es este el punto que diferencia al cristianismo de las demás religiones y sistemas filosóficos. Y para ser sincero, el mismo punto, aunque muy lógico, es el que lo hace tan difícil de digerir. Porque como se trata de que todo lo hace Él, no nosotros, parece increíble. Nuestra parte consiste en aceptar, recibir el regalo que Él ofrece de estar en relación íntima con Él (esto es la salvación, porque Él es un ser personal, y la cercanía con las personas se mide en nivel de intimidad, no en metros). Pero si de eso tan bueno no dan tanto, entonces no hay nada más en el mapa que dé sentido a la vida y la existencia cae en la angustia que tan bien expresaron pensadores como Sartre o Camus.

Ahora, el hecho de que solo el cristianismo tenga la fuerza existencial para dar sentido a la vida no lo hace necesariamente verdadero, solo deseable. El cristianismo se sostiene o se cae con la resurrección de Cristo, pero eso será material de otro escrito.