C. R. Rao es un estadístico muy famoso, tiene más de cien años, es perfectamente lúcido y, como no es ningún tonto, sabe que su paso por este mundo está a punto de terminar.
Tiene muchísimos logros muy impresionantes. Fue un estudiante aventajado y tuvo la buena suerte de estar en el lugar y el momento correctos cuando la estadística estaba naciendo. En sus años de estudiante, fue discípulo de Ronald Fisher, el padre de la estadística moderna; más adelante, él mismo se convertiría en mentor de varios matemáticos excelentes. Desarrolló y probó resultados importantes, muchos de los cuales llevan su nombre y son usados por millones de personas en casi todas las demás ramas del conocimiento. Pocos entre nosotros podríamos decir que hemos logrado tanto. Sin embargo, ahora que está cerca del final, le preocupa que, una vez abandone esta vida, sus logros y su obra queden en el olvido.
No lo puedo culpar. Yo lo entiendo.
En efecto, a la mayoría de nosotros nadie nos recordará unas tres generaciones después de que vivamos. Pocos, como nuestro estadístico famoso, escaparán al anonimato más allá de este punto. Y entre esos pocos, solo un puñado serán recordados por todas las generaciones futuras. Más aún, nuestro planeta, nuestro sistema solar y nuestra galaxia van todos a colapsar en algún momento; incluso nuestro universo morirá de frío en un estado de máxima entropía, según la segunda ley de la termodinámica, si es que vivimos en un sistema cerrado. Por lo tanto, si no hay nada más en la vida que esta vida, todos caeremos en el olvido. Sin importar cuánto bien (¡o mal!) hayamos hecho, todo quedará en el olvido. Y, peor todavía, nada de lo que hayamos hecho va a importar. Nada. Absolutamente nada.
Eclesiastés, el libro del Antiguo Testamento, descubrió esta realidad hace miles de años; hace menos de cien, el existencialismo ateo la redescubrió también. Los humanos, finitos como somos, pero con anhelos de eternidad, necesitamos algo que sobrepase a la muerte o la muerte se apoderará de nosotros. Si no hay nada más en la vida que este mundo, no tenemos esperanza.
Ahora, podemos creer en la filosofía de que no hay nada más allá, y si somos lo suficientemente coherentes, abrazar el sinsentido que viene con ello. O podemos aceptar nuestros instintos de trascendencia, de eternidad, y creer que hay algo más, que no vivimos en un universo cerrado y que hay una realidad mayor más allá de este mundo. Hay que admitirlo, cualquiera de las dos opciones ha de aceptarse por fe. Pero como dijo C. S. Lewis, dado que todos nuestros anhelos humanos pueden satisfacerse, si descubrimos que tenemos deseos que nada en este mundo puede satisfacer, la explicación más probable es que fuimos hechos para otro mundo. Así que el anhelo de eternidad traiciona a quienes niegan que exista una realidad mayor y que esta dé sentido a nuestras vidas.
Entonces, si este mundo ha de importar, es condición necesaria que exista un Dios que nos hiciera a su imagen, lo cual a su vez explicaría nuestro anhelo de eternidad. No obstante, si hay un Dios más allá de nuestro universo, no podemos alcanzarlo (por la misma razón que no podemos probar la existencia de un multiverso) a menos que Él se acerque y nos lleve con Él. Aquello que es finito nunca puede alcanzar lo infinito, pero es sencillo para lo infinito alcanzar lo finito sin perder su infinitud.
¡La buena noticia es que es esto exactamente lo que hizo Jesucristo! Él, teniendo forma de Dios, se hizo como uno de nosotros y pagó por nuestras vidas con la suya, para que pudiéramos vivir con Dios en la eternidad. Aquel que es Infinito se hizo finito para llevarnos a quienes somos finitos a lo infinito con Él.
La vida no tiene sentido si no hay Dios. Y, si hay un Dios, perfecto como es, nosotros, que somos imperfectos, no podemos alcanzarlo a menos que Él se acerque primero. Por esta razón el cristianismo tiene tanto sentido. Por esta razón Cristo es el único camino hacia Dios. Si Dios, nuestra existencia importa. Y si Jesucristo, importamos infinitamente en un sentido personal, existencial, como sugieren nuestros instintos.
Como nada podemos hacer para alcanzarlo, nuestra única opción es recibir por fe lo que Él hizo por nosotros. Eso es todo. Tan solo creer. Creer en nuestro corazón que Él es el Hijo de Dios, que vino a dar su vida por nosotros, pero fue levantado de entre los muertos para llevarnos al Padre. Nada más se requiere; sin embargo, se ofrece todo.
La eternidad no está dada en términos de tiempo, porque el tiempo comenzó a existir. Si definiéramos la eternidad temporalmente, tendríamos que darle un inicio a Dios y, con el correr de los segundos, aquello que llamamos Dios no lo sería, sino que estaría llegando a ser. Eternidad es otra cosa. Eternidad es la plenitud que se vive en el amor. Por eso Dios es trino, necesita serlo porque es también eterno: la eternidad de cada Persona de la Trinidad se encuentra en el amor —dado y recibido— con las Otras Dos.
En cuanto a nosotros, todo lo finito es corto. A este lado del cielo, ningún vínculo se va a asemejar a la intimidad con Dios. Nada más, nadie más, puede satisfacer la eternidad que nos arde y que llevamos dentro, sino Aquel que puede amar perfectamente. Solo Él.
No obstante, lo finito puede ser muy grande, ¡mucho!, con relación a otras cosas finitas. No serán perfectos nuestros lazos, pero tampoco serán por ello malos o menos deseables. Más bien, tanto más nos aproximaremos a la plenitud de allácuanto mejor sea nuestro amor de acá.
Así, mientras llegamos allá, amamos acá; regalamos eternidad, aquella que Dios ha puesto en nuestros corazones, a quien tenemos acá(prójimo = próximo); con la esperanza de que nuestros amores serán potenciados allá y, en Él, también ellos se harán eternos.
Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo; y después de desecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios; al cual veré por mí mismo, y mis ojos lo verán, y no otro, aunque mi corazón desfallece dentro de mí. Job 19:25-27
Pocos textos bíblicos me arroban el alma con tanta fuerza como esta declaración del patriarca uzita Job. Aunque los eruditos datan el libro de Job del siglo 6 a.C., al parecer la historia como tal se remonta a una tradición oral al menos tan antigua como el mismo Moisés; cosa que la situaría como una de las más antiguas historias bíblicas, si no la más antigua. Job está tan bien escrito, es tan virtuoso su verso, que el gran poeta británico Alfred Lord Tennyson lo llamó «el más grande poema de los tiempos antiguos y modernos».
Y este preludio le da fuerza a dos cosas que quiero decir. Primero, el mensaje de Job es universal. ¿Por qué? Porque Job era de la lejana y extraña tierra de Uz y al parecer la historia es anterior a la formación del pueblo de Israel. Por lo tanto, su mensaje trasciende el judaísmo; la antigüedad y lejanía geográfica conllevan el contexto de sabiduría ancestral que apela más allá de un grupo nacional o cultural particular. Es decir, la metanarrativa de Job sitúa la historia en un contexto que abarca a toda la humanidad.
Segundo, hay un clamor existencial profundo en las palabras de Job. La estructura poética, sobre todo esta tan bien lograda, trasmite un mensaje para el que la sola literalidad es inadecuada. Cierto, necesitamos como Job un Redentor que muera y resucite por nosotros, eso es claro de la literalidad. Pero el poema marca con increíble fuerza que, además de necesitarlo en medio de nuestros sufrimientos, lo anhelamos; y si ese anhelo no se hace realidad, la vida termina truncada, incompleta y sin sentido, como en un escrito de Jean Paul Sartre.
Por eso decía C. S. Lewis que si tenemos deseos y nada en este mundo puede satisfacerlos, es porque fuimos hechos para otro mundo. Y por eso Lewis y Tolkien concluyeron que el cristianismo es «el mito que se hizo realidad». Cristo resucitó, no le quepa la menor duda (para una introducción histórica a los argumentos vea aquí y aquí). Y al resucitar hizo la creencia de Job y de todos los cristianos no solo una historia que necesitábamos y anhelábamos cierta, sino una que es cierta.
La historia de Job, hace al menos 4500 años, tiene todo el mensaje del evangelio: necesitábamos un Redentor como nosotros —luego humano— para que muriera en lugar de nosotros, pero perfecto —luego divino— para que expiara nuestros pecados y Dios lo resucitara («Yo sé que mi Redentor vive // y al fin se levantará sobre el polvo»); y así después resucitarnos a nosotrosen el cuerpo («en mi carne he de ver a Dios», «mis ojos lo verán, y no otro»).
La resurrección es completamente relevante para la historia de la humanidad. Como dijera el historiador Jaroslav Pelikan: «Si Cristo resucitó, nada más importa; y si Cristo no resucitó, nada más importa». Sobre lo segundo, en ausencia de la resurrección, la necesidad y el anhelo de Job —y de todos nosotros— quedarían insatisfechos. Y esto no solo en cuanto a lo individual, sino a lo social. De hecho, John Gray y Tom Holland, reconocidos intelectuales ateos británicos, han defendido que sin el legado del cristianismo nuestra sociedad perdería el sentido y el norte (aquí y aquí). Al fin y al cabo, ¿sobre qué principios edificaríamos una nueva sociedad poscristiana? Y en caso de encontrarlos, ¿en qué los sustentaríamos? Si no existe un Dios más allá de este mundo natural, la idea de bondad se vuelve subjetiva, maleable a nuestro antojo (fueron ateos, como el mismo Nietzsche, como el mismo Huxley, quienes plantearon que si Dios no existía, la moral objetiva tampoco existía). Pero si ese Dios que existe más allá no entra en contacto con nosotros acá, así exista no nos sirve de nada. Por lo tanto Cristo.
La Trinidad en el cristianismo hace posibles las dos cosas, cerrando el círculo de manera perfecta. La trascendencia (necesaria para que Dios sea Dios y nuestros principios morales sean objetivos, entre otras cosas), y la inmanencia (necesaria, entre otras cosas, para nosotros, para que nuestra vida tenga sentido y podamos tocar lo divino) están patentes en ella. El cristianismo genera un marco conceptual tan increíblemente consistente que los demás sistemas palidecen en congruencia y sustento. Por eso también dijera Lewis en la que es quizás su frase más célebre:
Creo en el cristianismo como creo que el sol se ha levantado: no solo porque lo veo, sino porque por él veo todo lo demás.
Gray y Holland consideran al cristianismo un mito necesario, pero uno que no se ha hecho realidad. Entienden su importancia histórica y social y, como Nietzche, no ven con qué más se pueda remplazar. Igualmente Richard Rorty, famoso filósofo ateo del siglo pasado, aunque mucho defendió la democracia, reconoció que no había nada sobre lo cual sustentarla; porque, como reconociera en otro lado, solo la creencia en un Dios trascendente produce verdades objetivas. Pero los Grays, Hollands, Rortys y Nietzches de este mundo fallan en llevar sus ideas hasta sus últimas consecuencias. Se tienen que engañar para seguir viviendo. Son más coherentes los Robin Williams, los Anthony Bourdains y los Aviciis. Pues de nuevo, si Cristo no resucitó, nada importa. Nuestra sociedad occidental se derrumba como un castillo de naipes y nuestra existencia queda sumida en la crisis existencialista que produce náuseas y un constante y válido cuestionamiento de por qué no el suicidio. ¡Cuánto desasosiego en mantener una mentira útil! Si Cristo no resucitó, nada más importa. Pablo lo reconoció también así desde el principio cuando dijo que si Cristo no había resucitado, lo que creíamos los cristianos no nos serviría de nada y solo seríamos dignos de conmiseración. Si Cristo no resucitó, la angustia del corazón de Job no halla reposo y no tiene justificación. Si Cristo no resucitó, su deseo de redención y trascendencia queda eternamente insatisfecho.
Pero si Cristo resucitó, nada más importa. En particular, los sufrimientos de este mundo se vuelven tan solo pasajeros en comparación con la gloriosa eternidad que viene más adelante. Porque «mi corazón [que] desfallece dentro de mí» sabe que hay algo más allá de la muerte física, que la realidad no termina en este sufrimiento terrenal. El amor queda sellado para siempre por un Dios que lo dio todo, hasta su vida, sin importarle que por ello lo despreciaran, para acercarme a Él. La justicia se mantiene viva, porque Él es nuestra justicia ante Dios. Y la poética esperanza de verlo a Él, de entrar en contacto con lo divino, de por fin satisfacer ante una eternidad de plenitud de gozo y delicias junto a Él aquellos anhelos que nada en este mundo podía satisfacer, hace que todo, hasta el peor sufrimiento terrenal, tenga sentido. Entonces puedo amar (es decir, hacer el bien) abnegadamente y lleno de auténtica felicidad, ¡aunque duela!, porque la recompensa que por Cristo viviré allá hace este sufrimiento de acá infinitesimalmente irrelevante.
La resurrección de Cristo, vemos en Job, responde a un anhelo tan antiguo como el hombre mismo. Cristo muerto y resucitado es la respuesta para toda la humanidad. La resurrección de Cristo es la prueba de que este sí fue el mito que se hizo realidad.
El cristianismo es bien diferente a todas las demás religiones. Esa es quizás la mayor motivación detrás del comentario usual según el cual «el cristianismo no es una religión, sino un estilo de vida». La explicación con que suele continuar la anterior afirmación es que en la religión el hombre busca acercarse a Dios, pero en el cristianismo es Dios mismo quien se acerca al hombre. Y es cierto, así es.
El cristianismo es la religión más patas arriba que existe porque me dice que no tengo que hacer nada, excepto creerle que ya todo lo hizo Él por mí. Todo. Lo único que yo tengo que hacer es creerle y entonces disfrutar lo que Él ya me regaló.
Es mi opinión que, en cuanto a planteamiento, el cristianismo es el único sistema coherente en el mercado de las ideas: si el Sumo Bien existe, ningún ser humano va a ser capaz de alcanzarlo por sí mismo. A pesar de que muchos se engañen, la verdad es que el Sumo Bien está fuera de nuestro alcance humano porque no somos tan buenos; mejor dicho, sin tan: no somos buenos.
La gente suele decir que es buena porque no le hace mal a nadie. Aparte de que me resulta muy difícil tragarme ese sapo (no creo que exista alguien que no le haya hecho mal a nadie), la verdad es que, en estricta rigurosidad, la proposición «no le hago mal a nadie, luego soy bueno» no se sigue. De no hacer el mal lo único que podría deducirse —¡y eso asumiendo cierto pragmatismo moral!— es que uno no es malo; no que es bueno. Así que no solo es una afirmación de dudosa rigurosidad conceptual, sino imposible de creer en la práctica.
La realidad es que no somos buenos y, como no lo somos, pues no podemos alcanzar el Sumo Bien por nuestra propia cuenta. ¡Estamos tan separados del Sumo Bien como cualquier número lo está del infinito! (El infinito, por cierto, no es un número). Esto nos deja en un dilema terrible, porque si el sumo bien existe, por supuesto que querríamos y deberíamos estar allí, pero no tenemos cómo alcanzarlo. C. S. Lewis lo pone en estos términos en Mero cristianismo:
Este es el terrible dilema en el que nos hallamos. Si el universo no está gobernado por una bondad absoluta todos nuestros esfuerzos, a la larga, son inútiles. Pero si lo está, entonces nos estamos enemistando todos los días con esa bondad, y no es nada probable que mañana lo hagamos mejor, de modo que, nuevamente, nuestro caso es desesperado. No podemos estar sin ella ni podemos estar con ella.
He ahí la falla de todas las religiones: no se trata de hacer y hacer cosas para ver si al final en promedio soy mejor que peor, porque el promedio es por definición mediocre. Y mediocre en términos de moral es realmente malo (piense qué pasaría si en su próxima entrevista de trabajo usted tuviera la franqueza de decir: «Me considero moralmente mediocre»). En términos de moral, todo lo que caiga por debajo del perfecto estándar de bondad, por definición, no es bueno. La calificación definitiva en moral viene dada en dos posibilidades: o todo lo hago perfecto y mi calificación definitiva es 100, u obtengo un redondo y regordete 0 si en alguna cosa, por pequeña que fuera, me equivoqué. Porque si falto a un punto de la ley moral, ya falté a toda la ley. Seamos honestos, nuestra conciencia lo sabe, nuestra almohada y nuestro pasado atestiguan contra nosotros. Así las cosas, no importa qué hagamos, nunca vamos a dar la talla. Infinito menos cualquier número es infinito. La religión es un fracaso desde su concepción.
Sobre la particularidad del cristianismo
Cristo, por el contrario, plantea que solo por medio de Él es posible alcanzar el cielo, que Él es la verdad y la fuente de vida. Por eso nos tachan a los cristianos de discriminadores. ¡Cómo así que solo hay un camino! ¡Cómo así que solo hay una verdad! ¡Cómo así que solo Él es vida! ¡Es el colmo!
Pero esta objeción es problemática al menos en un par niveles: Primero, toda afirmación de verdad es, por definición excluyente: 2 + 2 = 4 excluye todas las demás posibilidades, que son infinitas no contables; ese solo hecho produce que todo el que diga cualquier otra cosa diferente a 2 + 2 = 4 está equivocado. Yo no discrimino; más bien, el error excluye de la verdad. Segundo, bajo el mismo criterio, quien afirme que todas las opciones son verdaderas, termina discriminando a quien piense que no todas lo son, con lo cual la crítica se cae por reducción al absurdo.
Las religiones, los sistemas filosóficos y las cosmovisiones suelen afirmar proposiciones enfrentadas, de manera que terminan excluyendo casi todas las demás posibilidades. Por ejemplo, el budismo surge en completa oposición al hinduísmo, luego las dos se contradicen (motivo de cruentas guerras por muchos siglos); el judaísmo dice que solo la práctica de sus incumplibles e insufribles leyes da vida (Lv. 18:5; como también lo reconoce Pablo en Ro. 10:4-5 y Gá. 3:12, y el mismísimo profeta Ezequiel en el Antiguo Testamento: Ez. 20:25) y basa su justicia en la herencia de sangre, con lo cual excluye a todo el que no es judío; el islamismo llama a la muerte de todos los infieles que no practiquen el islam; el politeísmo excluye al monoteísmo y viceversa; el neoateísmo es soberbio, grotesco y discrimina a todo el que sea teísta, en particular al cristianismo, al cual ataca con saña; las religiones politeístas, con sus dioses inmanentes, excluyen las monoteístas, cuyas divinidades son trascendentes; el hedonismo y el estoicismo se oponen entre sí. Y para terminar, la posición que afirma que todas las opciones existentes están erradas es en sí misma una cosmovisión que se presenta en franca contención con… todas las demás opciones existentes.
Está en la naturaleza de toda afirmación —religiosa o no— excluir cosas, si es que con ella realmente se está informando algo. De hecho, en la construcción matemática de la teoría de información un evento informa más que otro en tanto excluya más posibilidades (entre más improbable un evento, mucho más informa, y viceversa). De otra parte, la palabra intelecto proviene de las dos raíces latinas inter y legos; es decir, escoger entre [opciones]. Es apenas natural que uno espere que una persona inteligente informe, que cuando diga algo deseche opciones. Más aún, aquella raíz latina legos proviene a su vez de una raíz indoeuropea de la cual también se deriva la palabra griega logos, que significa conocimiento o saber. Al final de cuentas, es imposible construir conocimiento, saber e instruir, sin excluir opciones.
Resulta entonces insostenible que una proposición cualquiera sea falsa solo porque excluya otras proposiciones. Las ideas se sostienen o se caen por el peso de sus ideas; por lo que excluyan, no porque excluyan. En particular, es insostenible que el cristianismo sea falso porque afirme que solo hay un camino al Sumo Bien: que Dios se acerque a nosotros, porque nosotros no podemos acercarnos a Él. Más bien, parece bastante obvia la carencia de las demás religiones cuando afirman que estamos en capacidad de alcanzar la excelencia moral por nuestra propia cuenta, porque un análisis de muy pocos segundos de nuestro pasado nos revelará a cada uno que hace tiempos nos quedamos cortos de ese estándar.
La verdad del cristianismo
Ahora, la falsedad de las otras religiones no hace verdadero al cristianismo porque se oponga a ellas, pero sí hace su mensaje internamente consistente. Necesitamos la ayuda de Dios para alcanzar a Dios. Necesitamos que quien satisfaga el estándar sirva de puente entre la tierra y el cielo, entre los humanos y Dios. Pero por definición quien satisfaga el estándar de perfección moral, quien alcance el Sumo Bien, tiene que ser Dios mismo. ¡Esa exactamente era la afirmación de Cristo sobre sí mismo!
La realidad es que el único castigo justo por mi incompetencia moral (es decir, mi pecado) es la muerte: si Dios es por definición Vida y Sumo Bien, pues no alcanzar el Sumo Bien significa no alcanzar la Vida. O sea, mi incompetencia moral significa la muerte; la paga del pecado es muerte. Sin muerte, no se sirve la justicia. Si no se sirve la justicia, Dios sería injusto, luego no sería Dios. Por eso no se equivocaban las religiones antiguas al ofrecer sacrificios (o algo o alguien pagaba por ellos o pagaban ellos). Se equivocaban en lo que sacrificaban —por naturaleza imperfecto—, mas no en sacrificar. Sin derramamiento de sangre no hay remisión de pecados. Si no he de pagar yo, alguien como yo pero sin mis errores tiene que pagar. Por lo tanto, el único sacrificio válido por mi pecado debe ser humano como yo, pero perfecto y por ende también divino.
Ese es Cristo. ¿Cómo lo probó? Con su resurrección. Su resurrección no es solo un milagro físico con amplia documentación histórica (tema sobre el cual se puede decir mucho, pero no es el objeto de este escrito), sino la demostración de que Dios Padre aceptó el sacrificio: fue perfecto y por lo tanto, en cuanto humano, no merecía quedarse muerto; y en cuanto divino, no podía quedarse muerto. por lo cual el Espíritu Santo lo resucitó. La Trinidad completa obra en toda su capacidad en el momento cumbre de la historia: la Segunda Persona encarnada se ofreció en sacrificio por los pecados de los humanos y la Primera Persona aceptó el sacrificio, por lo cual la Tercera Persona la resucitó.
El cristianismo parece entonces una locura, debemos conceder eso. Pero que parezca locura no lo hace falso y menos inconsistente. La verdad es que la única opción de subir al cielo es es que el cielo baje primero a la tierra y nos suba con él. Por lo tanto, si el cristianismo no es cierto, solo queda desesperanza. Al fin y al cabo, ya sabemos que las otras religiones son falsas. De modo que si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe.
Pero si Cristo resucitó, significa que Él es quien dijo ser y que sus palabras son verdaderas. La esperanza de la humanidad pende de una cruz y una tumba vacía (una introducción a la evidencia histórica de la resurrección de Cristo puede encontrarse acá). Él pagó por mis pecados para que yo tenga acceso al Sumo Bien, a la Vida, a la presencia de Dios. Lo único que tengo que hacer para estar en comunión con Él es aceptar el regalo que me hizo. Mi parte es pasiva: aceptar su regalo. Tengo comunión con Dios por lo que Cristo hizo por mí, no por nada que yo haya hecho o llegue a hacer.
Es difícil relacionarnos con quienes se creen mejores. Primero, porque nunca van a aceptar que necesitan ser amados y, por lo tanto, no van a recibir nuestro amor; segundo, porque les cuesta amar debido a que en su mundo imaginario nadie les da la talla. Por supuesto, creerse mejor, más, en cualquier sentido es fariseísmo puro y duro, orgullo. El orgullo nos deshumaniza, pues nos impide dar y recibir amor. Y el amor es, sobre todas las cosas, lo que más humanos nos hace. Por eso nadie quiere estar en una relación con una persona orgullosa, porque el orgulloso solo se ama a sí mismo. El orgulloso se aliena y nos aliena.
En medio de tantas cosas complicadas que tiene el sufrimiento, hay una que siempre me ha llamado la atención y me ha tenido perplejo ya por varios años: el sufrimiento mide como nada más nuestra capacidad de amar. Si la distancia se mide en metros y el peso en gramos, la medida del amor es el sufrimiento. Usted se da cuenta de qué tanto ama por la cantidad de sufrimiento que está dispuesto a sobrellevar por el objeto de su amor. De la misma manera se da cuenta de qué tan amado es.
Así, nuestra humanidad nos impulsa a amar y hace necesario que seamos amados. Por ello en el fondo todos anhelamos estar en una relación en la que nos acepten a pesar de nuestros errores y defectos. Semejante nivel de aceptación nos haría sentirnos vivos y libres. Nada nos da más libertad que ser amados a pesar de nosotros mismos; saber que, aunque nos equivoquemos, ahí estará la otra persona para acompañarnos y levantarnos. En medio de una relación de este tipo, el miedo a que mis errores me descalifiquen simplemente no existe, precisamente porque soy tan amado que ningún error me sacaría de ella. Ahora, es obvio que esto hace completamente canalla probar el límite del amor de la otra persona, puesto que requeriría hacerla sufrir innecesariamente solo para satisfacer un capricho de mi egoísmo; quien así actúa no ama.
El caso es que lo único que puede romper esta relación que venimos describiendo no son los errores internos de las partes, sino la decisión libre de cualquiera de ellas para acabar con la relación; es decir, la decisión de no amar más a la otra persona. Por ello no tiene sentido prohibir el divorcio. El divorcio tiene que ser una posibilidad real que ninguno de los dos toma voluntariamente porque ama al otro. El divorcio tiene que existir porque el amor es un decisión del libre albedrío.
El matrimonio es la decisión voluntaria entre dos personas que se aman de mantener su lazo de amor durante todo lo que les reste de vida. Es una relación en la que el uno busca el bienestar y la felicidad del otro. El matrimonio es una relación en la cual cada uno de los dos involucrados decide permanecer en amor para el otro a sabiendas de que este va a cometer equivocaciones, ¡y muchas! Es decir, el matrimonio es una relación en la que ninguno de los dos va a negarle al otro el privilegio del amor, aunque el otro se equivoque, aunque la vida duela.
La Biblia utiliza precisamente el matrimonio como analogía de la relación de los creyentes con Dios. Hay todo un libro de la Biblia —el Cantar de los Cantares— que describe en verso el estado ideal de esta relación apasionada de amor. Por eso les dice Pablo a los efesios que los maridos deben amar a sus esposas así como Cristo amó a su iglesia y se entregó a sí mismo por ella.
Es una analogía realmente profunda. Por ejemplo, hay una relación cercana entre los sacramentos de la ceremonia de bodas y el bautismo. En la ceremonia de bodas se oficializa la unión de la pareja; en el bautismo se oficializa la unión con Dios. También hay una relación cercana entre el disfrute sexual en el matrimonio y la plenitud de gozo y las delicias que se experimentan en la intimidad con Dios.
Ahora, aunque en las relaciones humanas es problemático estar con quien se cree perfecto, en la relación con Dios su perfección no es un problema precisamente porque Él sí es perfecto. Y su perfección nos garantiza en particular la perfección de su amor por nosotros. Dios no solamente ama. Dios es amor. Su esencia es amar, su esencia es amarnos. No podemos hacer nada para que Dios nos ame más o nos ame menos. Por su propia naturaleza ya nos ama y lo hace perfectamente. Esta es la garantía que tenemos de que Él no nos va a abandonar en nuestra relación con Él, así nos equivoquemos, así pequemos. El amor que Dios tiene por nosotros es precisamente el estándar bajo el cual deberían funcionar todas las relaciones humanas. Es su amor lo que lo hace un Dios perdonador. Es el amor lo que debería hacernos a nosotros perdonadores también.
Ahora, así como en la relación matrimonial existe la posibilidad del divorcio, en la relación con Dios también existe la posibilidad de terminar la relación. Pero sabemos que una de las partes no va a claudicar: Dios. Él nos va a amar y va a querer seguir sin importar lo que pase, lo que hagamos. Sin embargo, nosotros sí podemos tomar la decisión de terminar nuestra relación con Él. Así, el divorcio tiene también su análogo en la relación con Dios: la apostasía. La decisión consciente de rechazar su gracia y su amor. Tal vez es esta analogía la que también explica entonces lo terrible que resulta un divorcio.
Una vez Él ha ofrecido su gracia, la decisión de aceptar o rechazar su regalo es potestad nuestra, pertenece a nuestro libre albedrío. La salvación no es otra cosa que pasar a tener comunión con Dios. Si no queremos esa comunión, no somos salvos. Pero si decidimos entrar y permanecer, nada nos va a separar de Él; no hay pecado que pueda romper el lazo que ahora compartimos. Así como las vicisitudes de un buen matrimonio (¡y los buenos matrimonios han pasado muchas pruebas!) no lo van a destruir, mis errores con Dios no van a destruir mi relación con Él. Lo único que pudiera romper esa relación es que yo decida salir de esa relación, que me divorcie de Él, que apostate.
Más aún, en el desproporcionado amor de Dios, ¡Él está dispuesto a aceptar de vuelta al apóstata arrepentido! Esa es la increíble historia del profeta Oseas, que se casó con una prostituta llamada Gómer y que en repetidas ocasiones lo abandonó para irse en pos de sus amantes. También es la historia del hijo pródigo. Y no sé a usted, pero a mí esto me abruma, me trasciende en todos los sentidos; yo no encuentro la forma de entender tanto amor derrochado. Me conmueve hasta las lágrimas. Que aun si yo lo abandono —¡y yo lo abandoné!—, Él me reciba en sus brazos si llego arrepentido de mi apostasía; que aún si lo cambio y lo remplazo por otros ídolos, Él esté dispuesto a recibirme, como Oseas a Gómer, como el padre al hijo pródigo. No lo alcanzo a asir desde ningún punto de vista. Yo he estado en la posición de Dios en situaciones menos graves y no he podido amar más, se me ha acabado el amor. No entiendo cómo puede amar Él tanto, no me alcanza la vida para comprenderlo, solo puedo disfrutarlo. ¡Bendito sea mi Señor y Dios por extenderme sus brazos de amor y aceptarme de vuelta en su regazo! No sé qué sería de mí en otro escenario.
La apostasía es entonces lo que la Biblia llama el pecado imperdonable, la blasfemia contra el Espíritu Santo. Y lo es porque cualquier otro pecado de los hijos de Dios, pasado, presente o futuro, ya fue perdonado en la cruz. La deuda está saldada para nosotros de forma vitalicia si permanecemos en Él. Si decidimos desechar nuestra relación con Dios, menospreciando la sangre de Cristo derramada por amor a nosotros, entonces quedamos por fuera de la relación. Pero en ese caso no perdimos la salvación; más bien, la rechazamos. No obstante, si nos arrepentimos como el hijo pródigo (y nótese que lo que él hizo fue apostatar, pues desechó su relación con su padre pidiéndole incluso su herencia), el Señor en su misericordia nos estará esperando para darnos la bienvenida a su familia una vez más.
Así las cosas, ni el calvinismo ni el arminianismo tienen la razón en su maniquea disputa, que para colmo de males parece entre dos extremos errados. El calvinismo, aparte de representar a un dios injusto y caprichoso que escoge a unos para condenación y a otros para salvación, niega que el hombre tenga responsabilidad en aceptar o rechazar la gracia que se le ofrece. Por otro lado, el arminianismo se la pasa condenando y expulsando de la gracia al creyente por cada pecado cometido, cosa contraria al mensaje neotestamentario.
La salvación ha de entenderse como una relación entre dos personas que libremente han decidido entregarse el uno al otro. Cierto es que la preeminencia la tiene Dios: si no hubiera decidido acercarse, nada que nosotros hiciéramos pudiera habernos llevado a Él. Si Él no se hubiera hincado para ofrecerme el anillo, yo no hubiera tenido la forma de casarme nunca con Él. Pero una vez Él me ofrece ese anillo, el más fino de todos, comprado con el precio de su sangre inocente en el Calvario, es potestad mía recibirlo o rechazarlo. Yo, como la novia a quien se le propone matrimonio, puedo decir «Sí, acepto» o «No, gracias; no me interesa».
Y yo a Él le diría mil veces sí. Nunca más me voy a alejar de Él. Nunca. Él es mi sueño de amor hecho realidad.