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El desenlace del escritor

Rembrandt – El festín de Belsasar. National Gallery (dominio público).

La revista Inference me invitó a responder al ensayo reciente de David Berlinski llamado The Director’s Cut [El corte del director]. Lo he leído detenidamente, varias veces, y aunque mi conclusión es que, como resulta difícil contestar a un escrito con el que uno está mayormente de acuerdo, más bien voy a utilizarlo como excusa para ahondar en ciertas ideas. 

El escrito versa sobre el primer teorema de incompletitud (PTI) de Gödel. Berlinski invierte casi dos tercios del texto —que no pretende ser formalmente matemático— en la explicación de la idea que usó Gödel para la prueba.1 Después, súbitamente, comienza a hablar sobre las implicaciones del teorema en la discusión filosófica acerca de si la mente es tan solo un computador o es algo más, el llamado «argumento godeliano».2

De hecho, el escrito lleva un flujo de lectura absorbente y bastante formal hasta la explicación de Gödel y Tarski. Cuando gira al problema mente-máquina, la profundidad matemática queda relegada (porque el tema ya no es tan matemático, sino más filosófico) y es casi como si empezara un nuevo escrito, quizás también absorbente, pero en una dirección diferente.

A decir verdad, fue la composición lo que me resultó más extraño en el ensayo de Berlinski. Primero, después de releerlo varias veces sigue sin ser claro para mí si la mención al problema mente-máquina fue apenas un comentario parentético o era el punto al que quería llegar el autor. Segundo, la sección final del ensayo, llamada también «El corte del director», puede leerse de las dos formas, como una conclusión que abarca el problema mente-máquina o como una reflexión general sobre lo que provoca el PTI que poco o nada tiene que ver con el argumento godeliano.

Así, a pesar de que disfruté, y mucho, la explicación de Berlinski sobre la demostración del PTI, como tengo poco que pueda agregar, me voy a concentrar en sus apreciaciones sobre el problema mente-máquina y su conclusión.

Desasosiego para el hombre moderno

Ha de concederse que en el más formal de los sentidos es difícil, a partir de los teoremas de incompletitud de Gödel, o de un corolario suyo, concluir que la mente es más que una máquina. De la afirmación «Un sistema formal es consistente si y solo si tiene proposiciones indecidibles», como dijera Hillary Putnam, no puede decirse mucho más. 

Sin embargo, tampoco se puede negar que hay algo provocador en los teoremas de incompletitud que inducen a pensar que la mente humana es más que una máquina. Que la deducción a partir de los teoremas sea justificada no me parece tan interesante como lo evocadores que resultan en dicha dirección. Hay algo en los teoremas de incompletitud que invita al menos a preguntarse si la mente no será más que una máquina.3 Dos veces cita Berlinski a Gödel al respecto, con lo que se demuestra que ni siquiera Gödel se pudo sustraer a la pregunta, y aunque la respuesta de Gödel parezca más una aplicación de su propio resultado, dándole cierto aire de indecidibilidad al problema, lo importante es que hasta en sus cuestionamientos queda claro que hay algo en los teoremas que nos lleva a considerar el asunto.4

¿Es el hecho de que, como dicen John Lucas y Roger Penrose, nosotros podemos detectar verdades que el sistema formal no está en capacidad de decidir? ¿Es el hecho de que somos capaces de ver símbolos, e ir más allá de los signos, cosa que los computadores (como hoy los tenemos definidos) no pueden hacer? No importa mucho lo que sea, el caso es que, habiendo algo en los teoremas que induce a ir más allá del mecanicismo, el ideal moderno es ya el gran perdedor.

Tekel

Es una creencia popular que la matemática está desprovista de paradojas y posibles contradicciones. En realidad, las paradojas se han venido descubriendo desde hace siglos. Cuando Bertrand Russell y Alfred North Whitehead publicaron su Principia Mathematica buscaban librar a la matemática de ellas.5 El espíritu de los tiempos tenía todo que ver. La Modernidad exaltaba la razón por encima de todas las cosas, por lo tanto el razonamiento lógico debía ser confiable. La iluminada Ilustración se contrastaba con el oscurantista Medioevo y esto debía quedar claro para todos. Comte, Russell, Wittgenstein, el círculo de Viena, el programa de Hilbert, son todos puntos que buscaban converger al positivismo lógico.

El conocimiento para ser tal debía sujetarse a la razón y esto con criterios estrictamente lógicos. Gödel con sus teoremas derrumba este ideal: hay proposiciones verdaderas de las cuales nos damos cuenta de que son verdaderas, pero que están fuera del alcance del sistema formal. En esto tienen la razón Lucas y Penrose. Si bien es cierto, como decía Putnam, que el PTI mirado desde adentro no dice nada, también lo es que al mirarlo desde la orilla vemos proposiciones verdaderas que el sistema no puede encontrar. Tal vez esta fuera la intención de Berlinski al explicar en detalle el camino de la prueba hasta llegar a la definición 46 de Gödel, Bew, pues como él mismo dice: «Mirando su propio filme, el director ahora está en capacidad de verse a sí mismo mirando su propio filme».

Gödel elimina el ideal moderno. Si bien su PTI no prueba estrictamente que la mente no puede reducirse a una máquina, abre la puerta de par en par a considerarla como algo más, y acaba también con toda pretensión de sujetar todo el conocimiento a una serie de pasos lógicos. El gran perdedor es el positivismo moderno en todas su formas. La ciencia moderna debía mostrar sin lugar a dudas que la mente era reducible a un mecanismo. No solo no lo ha demostrado, sino que Gödel nos lleva a cuestionar este postulado. El PTI deja un sinsabor en la boca del hombre moderno: afirma que el sistema formal o es consistente o es completo, pero no las dos. Sería deseable tener las dos cosas juntas, pero si no se puede tener las dos, al menos es preferible sacrificar la completitud y no la consistencia. Nos queda al menos la esperanza de que el sistema sea consistente.

De Terence Tao y Edward Nelson

En el año 2011, el ya fallecido Edward Nelson, reconocido matemático de la Universidad de Princeton y otrora miembro del Instituto de Estudios Avanzados, anunció que había demostrado la inconsistencia de la aritmética. El asunto trascendió en redes sociales cuando John Baez lo publicó en el blog The n-Category Café. Mientras Baez afirmaba en el blog original que el resultado de Nelson era demasiado técnico para que lo siguiera, ese mismo día, en los comentarios del blog, se dio una conversación fascinante entre Terence Tao y Nelson.

Tal vez fue eso lo que más llamó la atención de todos los que seguimos la noticia en su momento: que Tao, el matemático considerado por muchos como el Carl Friedrich Gauss de nuestros tiempos, hubiera intervenido en redes para esclarecer el asunto hablaba a las claras de la importancia de lo que se estaba tratando.

Una parte no tan pequeña de mí, lo confieso, empezó a pasar de la fascinación al morbo. ¿Qué pasaría si el resultado de Nelson se sostenía? ¿Cuáles serían las implicaciones a nivel matemático? ¿Qué de la aritmética quedaría en pie? ¿Qué de nuestros argumentos racionales seguiría sosteniéndose?

La emoción me duró poco. En el ir y venir de la conversación entre Tao y Nelson, aquel encontró un defecto en la prueba de este, y Nelson terminó retractándose. Sin embargo, algo me quedó claro: a pesar de que la gran mayoría creyera, sin haber leído la prueba, que Nelson estaba equivocado, la posibilidad de que este tuviera la razón estaba abierta y el desconcierto que se vio aquel día hablaba más fuerte que las palabras. Dice Baez (traducción mía):

La mayoría de lógicos no piensan que el problema sea «hacer una aritmética consistente». A diferencia de Nelson, creen que la aritmética que hoy tenemos ya es consistente. El problema es hacer un sistema consistente de aritmética que pueda probar su propia consistencia

Nelson cuestiona el principio de inducción matemática, por razones que explica en su libro, de modo que estoy seguro de que en su nuevo sistema eliminará o modificará este principio.

No es necesario decir que este es un paso radical. Pero mucho más radical es su aseveración de que puede probar que la aritmética común es inconsistente. Casi ningún matemático cree esto. Apuesto que está cometiendo un error en alguna parte, pero de estar en lo correcto alcanzará la gloria eterna.

Baez estaba en lo cierto: Edward Nelson cometió un error en la demostración y se retractó de ella. No obstante, a pesar de que el primer intento de prueba de Nelson se cayó en 2011, él siguió trabajando en el asunto hasta su muerte en 2014. Durante este período produjo dos trabajos llamados Inconsistency of Primitive Recursive Arithmetic [Inconsistencia de la aritmética recursiva primitiva] y Elements [Elementos] que fueron subidos al arXiv de manera póstuma. En ambos apareció un epílogo idéntico, escrito por Sam Buss y Terence Tao. «Por supuesto, creemos que la aritmética de Peano es consistente; por lo tanto no esperamos que el proyecto de Nelson pueda completarse de acuerdo a sus planes», escribieron los dos matemáticos en algún momento del epílogo.

En las dos partes donde Baez conjuga el verbo creer en su cita, el énfasis es agregado mío; en la cita de Buss y Tao, también. En los dos comentarios el uso del verbo no podría ser más apropiado: dada la imposibilidad de mostrar que un sistema formal que satisfaga las condiciones de los teoremas de incompletitud sea a la vez completo y consistente, la única solución es aceptar lo que sea que aceptemos sobre la consistencia por fe. La fe es la más importante de las herramientas del matemático y del lógico. No tiene ningún sentido que el matemático desarrolle matemáticas si cree que el sistema no es consistente, pero esta consistencia es algo que no puede conocer, sino a lo más creer que sea cierta.

El desenlace del escritor

La ciencia moderna debía pasar de la religión al conocimiento lógico, pero el segundo teorema de incompletitud (STI) de Gödel —que muestra que si el sistema es consistente, no tiene como comprobar su propia consistencia—, nos lleva a que la matemática, nuestra forma de conocimiento más formal, no puede sustentarse en la lógica, sino que seguirla aceptando requiere fe… pobre Comte.

«Ningún sistema formal puede explicarse a sí mismo. No puede decir nada y no podemos decir todo», dice David Berlinski en la conclusión de su escrito. Berlinski para en el PTI, en la indecidibilidad.6 Está bien, no tenía por qué ir más adelante al STI, resultado que solo menciona una vez de pasada. Pero le habría sido útil para reforzar el hecho de que no podemos decirlo todo. La esperanza de consistencia se ha convertido en incertidumbre. El sinsabor del PTI se ha convertido en amargura con el STI. A lo mejor que podemos aspirar es a no tener certeza de la consistencia porque cuando probemos que el sistema es consistente (o que no lo es), tan solo habremos demostrado su inconsistencia.

En efecto, el sistema formal no puede explicarse a sí mismo. Más aún, como dijo Berlinski, no puede decir nada. O puesto de otra manera, de nuevo desde la perspectiva del STI, puede decir muchas cosas, pero ninguna será definitiva. ¿Cómo sabemos que en el futuro no aparece un Edward Nelson con una demostración efectiva de que la aritmética es inconsistente?

Hace pocos días, el escritor Arturo Pérez-Reverte, miembro de la Real Academia Española, publicó el siguiente hilo de tres tuits que acá transcribo de corrido: 

«Antes de irme a dormir (acabo de regresar de un viaje) les dejo, o propongo, una idea que tengo en la cabeza hace mucho: la novela perfecta e imposible, por si alguno de ustedes es de verdad un genio (que alguno habrá) y se anima a escribirla.

»Escribir una novela cuya última página sea idéntica a la primera y obligue a volver a esa primera página; de manera que la nueva lectura del libro, a la luz de lo ya leído, proporcione una lectura diferente. Y dedicar la novela a Borges.

»Buenas noches».

La novela perfecta que sueña Pérez-Reverte va a tener que hacerse con base en los teoremas de incompletitud de Gödel. Después de todo el nudo de la Modernidad, Gödel nos dejó como al principio: no es solo que no podamos decidir, sino que hasta nuestros más formales sistemas requieren fe. Tal como antes de que empezara la Modernidad. La última página de la historia no se diferencia de la primera, pero sí nos fuerza una nueva lectura, «[los teoremas de incompletitud] han cambiado la forma en la que vemos las cosas».7 Antes de la Modernidad intuíamos que no teníamos cómo fundamentar la razón por fuera de la fe. Ahora lo sabemos.

Solo hay una novela. Todas las demás son solo derivaciones del Quijote. Todo un homenaje a Borges.

NOTAS

  1. Dan Gusfield, de la Universidad de California en Davis, tiene una prueba en la zona «ricitos de oro» que no es ni demasiado formal para volverse inentendible para la persona de a pie ni demasiado relajada para volverse superflua; apta para estudiantes de pregrado de segundo año. La versión escrita está aquí; la versión en video, aquí.
  2. Los filósofos llaman a esta discusión: «argumento godeliano en la concepción mecanicista». Nombre largo y tedioso.
  3. Y ese algo, por cierto, no se lo cuestionan los computadores.
  4. En un escrito de Jack Copeland, también citado por Berlinski, dice que Gödel parecía inclinarse más hacia el inmaterialismo. La entrada de Wikipedia en español sobre los teoremas de incompletitud de Gödel también afirma esto: «[Marvin] Minsky ha informado de que [sic] Kurt Gödel le dijo a él en persona que él creía que los seres humanos tienen una forma intuitiva, no solamente computacional, de llegar a la verdad y por tanto su teorema no limita lo que puede llegar a ser sabido como cierto por los humanos». Lastimosamente, Wikipedia no da ninguna referencia.
  5. Al respecto véase, por ejemplo, esta charla de Douglas Hofstadter.
  6. Y en el concepto de verdad en lenguajes formalizados de Tarski.
  7. Berlinski, The Director’s Cut.

De Hilbert y Gödel

Corría el año 1900; agosto, para ser más precisos; cuando en París, David Hilbert, uno de los matemáticos más reputados de su época, planteó una lista de veintitrés problemas a resolver. Tan grande fue su impacto que gran parte de la investigación matemática del siglo que nacía estuvo dada por sus problemas, los que él consideró más importantes. Dentro de quienes trabajaron en resolver sus problemas se cuentan premios Nóbel, medallistas Fields y otros ganadores de galardones prestigiosos. Algunos de esos problemas, como la hipótesis de Riemann, son tan difíciles que aún hoy siguen sin respuesta y se ofrecen grandes sumas de dinero a quien sea capaz de resolverlos. 

Corría el inicio de 1900. La Ilustración, la Iluminación, había llegado. La Edad Media, el Oscurantismo, había pasado. La revolución científica había traído progreso. Dios había muerto; reinaba el superhombre. El universo con su historia infinita no requería un Dios. Darwin había propuesto un mecanismo natural por medio del cual todas las especies biológicas habían surgido. El siglo veinte se perfilaba como el más prometedor de la historia. Sería el comienzo de una nueva era en la que por fin el hombre ocuparía el lugar que le correspondía en la historia, lejos del mundanal ruido que producían esos mitos sin sentido. La razón debía ser capaz de explicar todas las cosas. Cada evento debería tener una explicación natural de su ocurrencia. Toda proposición debería estar sujeta a una explicación lógica que verificara su estatus de verdad. Si los inicios de año traen consigo la alegría y la ilusión de un nuevo comienzo, de nuevas oportunidades, cuánto más los inicios de siglo. ¡Y cuánto más el inicio del siglo veinte! Uno que prometía tanto: el primer siglo que sería verdaderamente moderno de principio a fin. No era para menos el fervor.

De cierta forma el optimismo humanista era al menos entendible, si no justificable. Ni siquiera el mismo Hilbert pudo escapar a la efervescencia de los tiempos. Al menos dos de sus veintitrés problemas, el segundo y el sexto, revelaban el ideal moderno de sujetarlo todo a la razón. El segundo problema era demostrar que los axiomas de la aritmética eran consistentes: que los axiomas de los números naturales no llevaban a contradicciones. El sexto, axiomatizar la física, en particular la probabilidad y la mecánica.

El sexto problema guarda en sí el corazón moderno de Hilbert: la física misma debía sujetarse a la razón; ¡incluso el azar debía hacerlo! La forma de conocimiento más rigurosa que conocemos debía expandirse más allá de la abstracción para dominar el azar y la realidad física. En su encabezado del segundo problema deja clara su motivación:

Cuando nos ocupa la investigación de los fundamentos de la ciencia, debemos establecer un sistema de axiomas que contenga una descripción completa y exacta de las relaciones que subsisten entre las ideas elementales de tal ciencia. Los axiomas allí establecidos son, al mismo tiempo, las definiciones de aquellas ideas elementales; y ninguna declaración dentro del reino de la ciencia cuyo fundamento estemos evaluando ha de considerarse correcta a menos que pueda derivarse de estos axiomas por medio de un número finito de pasos lógicos…

[Y] por encima de las demás, entre las numerosas preguntas que puedan hacerse con respecto a los axiomas, deseo designar la siguiente como la más importante: Probar que estos axiomas no son contradictorios; es decir, que un número de pasos lógicos basados en los axiomas nunca puede llevar a resultados contradictorios.

Hilbert era un hijo de su tiempo, no queda la menor duda. Quería hacer que todo el conocimiento científico fuera derivado de axiomas elementales mediante «un número finito de pasos lógicos». Su ideal era una extensión de su sueño particular en las matemáticas, el llamado programa de Hilbert: fundamentar todas las teorías matemáticas en conjuntos finitos de axiomas que fueran completos y consistentes. A tal extremo consideraba importante Hilbert su labor que el epitafio en su tumba reza en alemán:

Debemos conocer,
conoceremos.

Hilbert epitafio.jpg

Era una respuesta a la máxima latina ignoramus et ignorabimus —«no conocemos y no conoceremos»—, que en 1880 usara el fisiólogo alemán Emil du Bois-Reymond en un discurso a la Academia Prusa de Ciencias en el cual planteó que había preguntas que ni la ciencia ni la filosofía podían responder.

Mirando las cosas desde la perspectiva de la época, desde lo que C. S. Lewis llamara «el clima de opinión», era entendible la aspiración de Hilbert. No habían acontecido las dos guerras mundiales; no se había usado la ciencia para crear armas biológicas; no se sabía que el siglo veinte sería el más violento de la historia, más que todos los anteriores juntos; el progreso y la industrialización no habían producido problemas ambientales detectables; la izquierda extrema no había producido su Gulag y la derecha extrema no había tenido su Auschwitz.

Todas las cosas anteriormente mencionadas (y otras más) derribaron el ideal moderno como la piedra en la visión del profeta Daniel derribara al ídolo con pies de barro. En todas ellas el problema fue uno solo: el ser humano. Es imposible hacer del hombre un superhombre. La muy iluminada modernidad, enceguecida por su orgullo, falló en ver lo que todas las religiones, incluso las falsas y las más primitivas, han visto: que es mucha la maldad del hombre y su pensamiento de continuo es solamente el mal, que todo en el ser humano es infección y podrida llaga, que el corazón del hombre es engañoso y perverso más que todas las cosas; en fin, que el problema del hombre no es otro que el mismo hombre.

Así las cosas, el problema pragmático de la Modernidad fue el hombre; pero el problema conceptual aún estaba por llegar.

Gödel

El lunes 8 de septiembre de 1930, Hilbert abrió la conferencia anual de la Sociedad de Médicos y Científicos de Alemania en Königsberg con un discurso muy famoso llamado Lógica y el conocimiento de la naturaleza, que culminaba con estas palabras:

Para el matemático no hay Ignorabimus, y en mi opinión tampoco lo hay en las ciencias naturales… La razón por la cual [nadie] ha tenido éxito en encontrar un problema irresoluble es, en mi opinión, que no hay ningún problema irresoluble. En contraste con el necio Ignorabimus, nuestro credo reza: Debemos conocer, habremos de conocer.

En una de esas ironías de la historia, en la misma Königsberg, durante los tres días anteriores a la conferencia que Hilbert con su discurso abriera, se llevó a cabo una conferencia conjunta llamada Epistemología de las Ciencias Exactas. El 6 de septiembre, durante veinte minutos, Kurt Gödel presentó su charla sobre sus teoremas de incompletitud. El domingo 7, en la mesa redonda que cerró el evento, Gödel anunció que se podía presentar ejemplos de proposiciones matemáticas que no fueran demostrables en un sistema formal matemático, aunque fueran verdaderas.

El resultado fue arrollador. Gödel demostró las limitaciones de cualquier sistema axiomático formal para modelar la aritmética básica. Sus dos teoremas mostraron que no existen sistemas de axiomas completos y consistentes en matemáticas.

¿Qué quiere decir que el sistema de axiomas sea completo? Quiere decir que con los axiomas dados es posible probar todas las proposiciones del sistema. ¿Qué quiere decir que el sistema sea consistente? Que sus proposiciones no se contradicen. En otras palabras, el sistema es completo si (usando los axiomas) toda proposición dentro del sistema se puede probar verdadera o falsa, y el sistema es consistente si (usando los axiomas) no existe ninguna proposición que pueda probarse al tiempo verdadera y falsa.

En palabras simples, el primer teorema de incompletitud de Gödel dice que ningún sistema formal consistente es completo. Es decir, que si el sistema no tiene proposiciones verdaderas y falsas al tiempo, existen otras proposiciones que no pueden demostrarse ni verdaderas ni falsas. Más aún, aunque usando el sistema no puedan probarse estas proposiciones, se sabe que son ciertas. O sea que existen proposiciones verdaderas del sistema que no pueden demostrarse verdaderas usando el sistema de axiomas.

El segundo teorema de incompletitud de Gödel es más fuerte: ningún sistema de axiomas consistente puede probar su propia consistencia. Al final de cuentas, esto implica que no podemos saber de ningún sistema que es consistente; solo podemos suponerlo.

Implicaciones para el programa de Hilbert

Recordemos una parte del encabezado del segundo problema de Hilbert citado anteriormente:

Ninguna declaración dentro del reino de la ciencia cuyo fundamento estemos evaluando ha de considerarse correcta a menos que pueda derivarse de estos axiomas por medio de un número finito de pasos lógicos.

Por supuesto que Hilbert diferenciaba entre matemáticas y ciencia. Entonces este encabezado en realidad se ajustaba perfectamente al sexto problema, el de axiomatizar la ciencia. En tal sentido el sexto problema era más ambicioso porque buscaba llevar a la ciencia —más allá de las matemáticas— lo que, en la cabeza de Hilbert, las matemáticas deberían estar haciendo. Pero es claro que si Hilbert estaba extendiendo sus conceptos de la matemática a la ciencia, con mayor razón debían ser ciertos en la matemática misma. Es decir, la frase anterior tiene sentido en la cabeza de Hilbert porque la siguiente la subyace (remplazando en la cita anterior la palabra ciencia con la palabra matemática):

Ninguna declaración dentro del reino de la matemática cuyo fundamento estemos evaluando ha de considerarse correcta a menos que pueda derivarse de estos axiomas por medio de un número finito de pasos lógicos.

No obstante, el primer teorema de incompletitud de Gödel echa por la borda este planteamiento: hay declaraciones matemáticas correctas que no pueden derivarse de determinados axiomas mediante un número finito de pasos lógicos. ¡La forma de conocimiento que consideramos más certera es, en el mejor de los escenarios, incompleta!

Y esa no es la peor parte. Volviendo al encabezado del segundo problema, dice Hilbert en el segundo párrafo:

Por encima de las demás, entre las numerosas preguntas que puedan hacerse con respecto a los axiomas, deseo designar la siguiente como la más importante: Probar que estos axiomas no son contradictorios; es decir, que un número de pasos lógicos basados en los axiomas nunca puede llevar a resultados contradictorios.

¡Pero el segundo teorema de incompletitud de Gödel también echa por la borda este planteamiento! Precisamente lo que hace el teorema de incompletitud de Gödel es mostrar todo lo contrario: que ningún sistema formal consistente puede probar su propia consistencia.

Si el programa de Hilbert es el Titanic, los teoremas de incompletitud de Gödel son el iceberg que lo hundió. Más aún, el primer teorema de incompletitud tumba también el positivismo de Comte, y de paso el moderno cientifismo: existen verdades que están por fuera del alcance de la matemática y de la ciencia.

Fe

El segundo teorema de incompletitud de Gödel es fuertísimo, arrollador e incluso desesperanzador desde la perspectiva racionalista. Si ningún sistema formal consistente puede demostrar su propia consistencia, las consecuencias son devastadoras para quien ha depositado su fe en la razón humana. ¿Por qué? Porque si un sistema es consistente, no podemos saber que lo es; y si es inconsistente, pues no es confiable. Lo máximo que podemos hacer es suponer (que es mucho más débil que conocer) que el sistema es consistente y trabajar con base en esa suposición. Pero probar dicha suposición es imposible. Al final, el ejercicio de conocimiento más formal es un acto de fe. El matemático se ve obligado a creer, sin ningún sustento matemático, que lo que está haciendo tiene sentido. El lógico se ve obligado a creer sin ningún sustento lógico, que lo que está haciendo tiene sentido.

Algunos críticos dirán que existen formas de probar la consistencia de un sistema. Por ejemplo, si uno lo incluye dentro de uno más grande. Es cierto. En ese caso, la consistencia del sistema menor quedaría demostrada dentro del sistema mayor. Pero una nueva aplicación del segundo teorema de incompletitud de Gödel a este sistema mayor nos dice que él mismo no puede probar su consistencia. Es decir, probar la consistencia del sistema menor requiere un nuevo paso de fe en el sistema mayor. Más aún, como la consistencia del primer sistema depende de la del segundo —que no se puede probar—, más está en juego al aceptar la consistencia del segundo sistema. Y si un tercer sistema de axiomas más grande prueba que el segundo es consistente, pues más importa la fe para creer que ese sistema tercero es consistente. La fe no desaparece entre más formales nos pongamos, solo se hace más relevante y más grande para aceptar lo que está sobre ella.

Al final, no sabemos si todo el edificio que estamos construyendo va a ser consistente, no tenemos ni la más remota idea. Solo esperamos que lo sea y debemos creer que lo es para seguir haciendo matemáticas. La fe es la más fundamental de las herramientas del matemático.

La pregunta no es si tenemos fe, sino en qué tenemos fe. La racionalidad de la matemática es lo que está en juego, su carácter de sentido. Pero no podemos apelar a la matemática misma para probar que ella tiene sentido. La misma realidad platónica, dado que exista, es dependiente de una realidad más grande que la abarque, una que esté más allá de lo razonable, una que sea la Razón.

La pretensión de que todo lo conoceremos es solo la lápida de una tumba.

Consideraciones finales en apologética cristiana

Aunque por años disfruté el acercamiento desde la filosofía analítica a la defensa del cristianismo, estas y otras consideraciones me han llevado a cuestionarlo cada vez más. A estas alturas no veo que tal enfoque sea una demostración definitiva de nada, sino a lo más una concesión en el pensamiento no cristiano que lleve al incrédulo a cuestionar su fe y consiguientemente a depositarla en Cristo.

Es lamentable ver que muchos apologistas han depositado su fe en la lógica, no en el Logos. Adoradores de Minerva antes que de Cristo. Al final de cuentas, la lógica no prueba nada pues está toda sustentada en proposiciones indemostrables. No se puede usar la lógica aristotélica para probar la lógica aristotélica porque caeríamos en un argumento circular; aceptarla requiere fe. Los axiomas son indemostrables por definición, y cada vez menos intuitivos; aceptarlos requiere fe. No se puede conocer la consistencia de ningún sistema formal axiomático; luego aceptarlo requiere fe. Todo el conocimiento está sustentado en la fe. Todo. To-do.

Querer sustentar la fe en la razón o la lógica, además de hacer una fe barata es una abdicación inaceptable al racionalismo, porque la razón y la lógica no sostienen nada, ni siquiera pueden sostenerse a sí mismas. La razón y la lógica se sustentan solo y solo en la fe. Más aún, para que la razón y la lógica se sustenten, ya no desde la epistemología sino desde la ontología, debe haber un algo que las sustente, un Sustento Primero que las mantenga en pie. No hay lógica sin Logos. La fe lo único que hace es creer que dicho Logos sí existe. Lo contrario es el desespero, lo contrario es el sinsentido.

***

En el principio era el Logos,
y el Logos era con Dios,
y el
Logos era Dios.
Este era en el principio con Dios.
Todas las cosas por Él fueron hechas,
y sin Él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho.
En Él estaba la vida,
y la vida era la luz de los hombres…
Y aquel Logos fue hecho carne,
y habitó entre nosotros
(y vimos su gloria,
gloria como del Unigénito del Padre),
lleno de gracia y de verdad.
Juan 1:1-4, 14

Él es la imagen del Dios invisible,
el primogénito de toda la creación.
Porque en Él fueron creadas todas las cosas,
las que hay en los cielos
y las que hay en la tierra,
visibles e invisibles;
sean tronos, sean dominios,
sean principados, sean potestades;
todo fue creado por medio de Él y para Él.
Y Él es antes de todas las cosas,
y todas las cosas en Él subsisten.
Colosenses 1:15-17

¡Feliz Navidad, intelectuales del mundo! Celebramos que el Logos nació, porque si no lo creemos, nada de lo que pensamos tiene sentido.

Fe

¿Por qué no le creemos a Dios?

Hay dos razones por las cuales no confiamos en algo o alguien.

  1. Porque el objeto de nuestra confianza no es digno de ella.
  2. Porque, así sea digno de confianza, no lo conocemos lo suficiente para saber que podemos confiar en él.

Dios nunca nos pidió que confiáramos en Él a ciegas. Dios no es tonto y no nos creó tontos. Si vamos a confiar en lo que sea, en quien sea, ese algo o alguien tiene que ganarse nuestra confianza, y eso lo incluye a Él.

Contrario a lo que la mayoría de las personas considera, fe no es creer en contra de la razón o la evidencia, sino creer porque tenemos razones para hacerlo. Fe es confianza, y no podemos creer, confiar, en aquello que no conocemos. Creer sin motivos para hacerlo no es fe, es necedad.

A Dios no le complace la necedad, por eso no nos llama a confiar en Él sin conocerlo, sino a conocerlo para que podamos confiar en Él. Dios quiere dos cosas:

  1. Que veamos que es digno de confianza;
  2. Que, una vez nos demos cuenta de lo anterior, confiemos, le creamos.

Dios es un ser personal. El Padre es una Persona, el Hijo es una Persona, el Espíritu Santo es una Persona. Puede que Dios sea omnipotente, omnipresente, omnisciente y todos los omnis, pero sigue siendo un ser personal. Como tal, anhela y desea lo que desean las personas. Cuando nos gusta alguien y queremos que se enamore de nosotros, buscamos mostrarle lo mejor que tenemos para evidenciar que somos dignos de su amor. Con Dios no es diferente. David dijo:

Prueben y vean que el Señor es bueno;
dichosos los que en él se refugian.

Este prueben no es el de demostrar, como si fuese un teorema matemático, sino el de degustar, como cuando llegamos a una tienda de helados y nos dan cucharaditas de cada sabor. Dios quiere que degustemos del sabor de su bondad, nos demos cuenta de que nos gusta (el punto 1 de arriba) y pidamos el helado (punto 2). Él no está diciendo: «¡Pida todo este plato y le tiene que gustar!», sino: «Toma esta pruebita y te vas a dar cuenta cuán bien sabe».

A medida que el conocimiento va creciendo, la confianza también se va incrementando, hasta el punto que podamos decir con el salmista:

Tus promesas han superado muchas pruebas,
por eso tu siervo las ama.

Esperaríamos, pues, que la fe aumentara con el tiempo y, precisamente por ello, no podríamos pretender que una persona se encuentre en el mismo estadio de fe que las demás. Pablo también lo entendió así, razón por la cual escribió que a cada uno Dios le ha dado una medida de fe.

Esto, por cierto, anula las acusaciones de injusticia en el cristianismo cuando los detractores sostienen que Dios juzga a todas las personas con el mismo rasero. No. Dios va a pedirle cuentas a cada quien de acuerdo con lo que cada persona conoció de Él. Pablo en Romanos 1 dice que muchos se condenarán porque lo que pueden conocer de Dios por medio de la naturaleza les da cantidades de información sobre Él y lo rechazan. En el siguiente capítulo, Romanos 2, pasa a decir que el testimonio del propio corazón será el juez de quienes no fueron evangelizados. Romanos 1 y Romanos 2 defienden entonces que la naturaleza y el corazón del hombre atestiguan a favor de Dios y por estas cosas serán juzgados quienes nunca oyeron de Cristo. Es decir, de acuerdo a la medida de fe que les fue dada: a la cantidad de confianza que podían desarrollar con el conocimiento que tenían.

EL CONOCIMIENTO DE DIOS

Quiero pasar aquí a otro punto importante: el conocimiento de Dios. Finalmente, nuestra fe en Él va a incrementarse en la medida que lo conozcamos.

Uno de los detalles más cálidos de toda la Biblia es que conocer no es una palabra que se utilice solamente en el sentido intelectual. Aunque claramente conocer siempre involucra la parte intelectual (por lo cual, el cristiano no tiene excusa para permanecer en la ignorancia), la Biblia lleva la connotación de la palabra a un lugar mucho más elevado.

Esto tiene todo que ver con que la verdad en la Biblia no es solo un concepto, sino una persona: Cristo (Jn. 1:1; 14:6). Si la verdad es solo un concepto, entonces el conocimiento no puede ser sino meramente intelectual. Pero si la verdad es una persona, el conocimiento intelectual es increíblemente reducido con respecto al conocimiento total que podemos tener de la persona.

Por ello, no es suficiente que leamos en un libro cómo se siente besar a la persona amada. Puede ser la descripción más pura, apasionada o vivencial del beso. Pero la descripción de un beso no se aviene con besar a quien amamos. Por esto inventamos el arte, la poesía: hay cosas que la literalidad de las palabras no alcanza a trasmitir; no obstante, ¡ni el poema más bello sobre un beso se compararía con besar a la amada!

¡Oh, si él me besara con los besos de su boca!
Porque mejores son tus amores que el vino.

Ni siquiera Cantares puede eliminar aquella sensación. Más bien, cuando leo el poema de Salomón lo que en mí se despierta es un deseo inmenso de amar así, de ser amado así. La sola lectura no colma mis expectativas. El conocimiento intelectual de todo ese amor no me es suficiente. Yo quiero, anhelo, sueño, vivir todo ese amor.

Así es con Dios. Conocerlo es amarlo. Tal es la razón por la cual Cantares está en la Biblia, tal es la razón por la cual el Salmo 45 está en la Biblia. Son poemas de amor, pero ilustran una realidad más profunda: cómo quiere Dios que sea nuestra relación con Él.

Llegamos de este modo a uno de los detalles más interesantes de la palabra conocer en la Biblia. La Biblia utiliza conocer para referirse a la unión en intimidad sexual de la pareja bendecida por Dios (p. ej., Mt. 1:24-25). Esta comprensión de conocer me abruma, me trasciende. Embebe el simple conocimiento intelectual dentro del mucho más abarcador placer sexual en una relación de amor, que es el máximo placer que pudiéramos experimentar en nuestros cuerpos mortales. Nadie que haya amado así se atrevería a decir que prefiere el amor contado en un libro. El conocimiento de la persona amada trasciende por lejos el conocimiento intelectual.

¿Qué tiene que ver todo esto con la fe? ¡Todo! Es imposible amar sin confiar, sin tener fe en la persona amada. Y no tiene sentido amar lo que no conocemos (por eso el mandamiento es amar al prójimo, es decir al próximo; no al lejano que no conocemos). Una de las características que Pablo menciona del amor es que todo lo cree. Es imposible amar a otro sin tener(le) fe.

Así las cosas, conocer a Dios debería implicar amarlo, y si lo amamos es porque le creemos.

Cuando Dios nos está diciendo que lo conozcamos, no nos está pidiendo reducirlo a un teorema. Nos está diciendo: «Vengan y experimenten la intimidad conmigo como nunca la han experimentado; vengan y prueben que Dios es bueno; vengan y gusten el placer de estar conmigo, que mi mayor placer es amar; vengan y se dan cuenta de que conmigo hay delicias y plenitud de gozo; conózcanme, conózcanme hasta la intimidad, y vean que pueden confiar en mí; yo no soy como los otros amores, yo no los abandonaré».

Así quiere Dios que lo conozcamos. Por eso, repito, está Cantares en la Biblia. La enseñanza cristiana es clara: la plenitud que se vive por la confianza en Dios, la fe en Él, tiene una única analogía terrena: el placer sexual con la mujer amada… pareciera que vale la pena intentarlo.

EL TEMOR DE DIOS

En un ensayo bellísimo de Immanuel Kant, diferenciaba el filósofo lo bello y lo sublime. «La emoción en ambos es agradable, pero de muy diferente modo». Las dos atraen, pero lo sublime es más grande: «la emoción de lo sublime es más poderosa que la de lo bello». Mozart es bello, mucho; Bach, sublime. La ciencia es bella; la matemática, sublime. El placer es bello; el amor, sublime. Los alisios son bellos; los huracanes, sublimes. Lo inmanente es bello; lo trascendente, sublime. Lo bello es pequeño; lo sublime, grande. Lo bello atrae; lo sublime aterra y atrae. Lo bello es bello; lo sublime es también bello.

Cuando Job habló sobre las cosas demasiado maravillosas, aludía a la sublimidad de la mente de Dios. Cuando David expresó en sus salmos que al contemplar el cielo y las estrellas se sabía minúsculo, se refería a la sublimidad de la creación divina.

Ahora, Dios sí es bello, como tanto se enfatiza en nuestras iglesias hoy día. Pero Dios es mucho más que bello. Es sublime. Su grandeza atrae y al tiempo repele. Su perfección me hace querer acercarme y al mismo tiempo me espanta al revelar toda la impureza de mi corazón. Su brillo es tal que sería imposible mirarlo de frente y no quedar ciego. Su santidad es tal que es imposible verlo cara a cara y quedar vivo. Nuestra finitud no tiene cómo asir la infinitud de su belleza, de su pureza, de su amor. Sus atributos nos trascienden. Él es Santo, Santo, Santo; nosotros, finitos, profanos.

Cuando Isaías vio a Dios, su primera reacción fue temer por su vida y por ello exclamó:

¡Ay de mí, estoy perdido!
Soy un hombre de labios impuros,
yo, que habito entre gente de labios impuros,
y he visto con mis propios ojos
al Rey, Señor del universo.

Cuando Daniel vio al Hijo del Hombre cayó de bruces y le dijo:

Señor mío, con la visión me han sobrevenido dolores, y no me queda fuerza.
¿Cómo, pues, podrá el siervo de mi Señor hablar con mi Señor?
Porque al instante me faltó la fuerza, y no me quedó aliento.

En caso de que alguien crea que son cosas del Antiguo Testamento, el asunto no es muy diferente en el Nuevo. Cuando el orgulloso Saulo, lleno de sí mismo, de su abolengo y credenciales, se encontró con Jesús, era alrededor del mediodía, pero una luz más refulgente que el sol lo envuelve, lo tumba y lo ciega, según él mismo lo relata al rey Agripa. A lo cual, desde el piso, solo puede preguntar humillado: ¿Quién eres, Señor?

Y cuando Juan, el mismísimo discípulo amado, que se debía sentir muy cómodo en la presencia de su Señor, contempló al Jesús glorificado —cuya descripción es tan bella como aterradora—, cayó como muerto.

Por esta razón es incomprensible la tendencia a considerar el temor de Dios como simple respeto o reverencia. No, no. El temor de Dios es exactamente eso: temor. La Biblia nos llama a temerle y tal cual debemos hacer: debemos temerle. Necesitamos entender que nada más por su misericordia no hemos sido consumidos. Si Dios es Dios, no hay otra posibilidad que morir si estamos frente a Él. Por eso necesitamos quien le dé la cara al Padre por nosotros; por nuestra propia cuenta no tenemos cómo sobrevivir a su encuentro.

La Biblia repite vez tras vez que temer a Dios es el principio de la sabiduría. Es de necios no asustarse ante su presencia. Es imposible intentar asir en nuestra mente la grandeza de Dios y no sentir terror. Nada hay más grande que Él, nadie es más poderoso que Él. Solo al Señor hemos de temer. Temor por otra cosa que no sea Él tiene solo un nombre: idolatría.

Temer a otra cosa, cualquiera que sea, implica que no hemos entendido del todo quién es Dios, por lo tanto, no confiamos en Él, no tenemos fe en Él. Porque también es imposible acercarse y no sentir su amor. Y su amor nos hace entender que esa Fiera Salvaje, con todo su inconmensurable poder, nos quiere proteger.

Una vez más me parece apropiado cerrar con la asombrosa descripción que hace C. S. Lewis de Aslan en El león, la bruja y el armario de sus geniales Crónicas de Narnia:

—¿Es… es un hombre? —preguntó Lucy.
—¡Aslan un hombre! —exclama el Sr. Castor con seriedad—. ¡Claro que no! Te digo que él es el rey del bosque y el hijo del gran emperador allende los mares. ¿No sabes quién es el rey de las bestias? Aslan es un león… el león, el gran león.
—¡Ahh! —exclamó Susana—, yo creía que era un hombre. ¿Es él… lo suficientemente seguro? Yo me sentiría nerviosa de encontrarme con un león.
—Seguro que te sentirás así, querida mía, sin lugar a dudas —dijo la Sra. Castor—, si existe alguien que pueda aparecerse ante Aslan sin que le tiemblen las piernas, ese alguien es más valiente que la mayoría, o sencillamente un tonto.
—¿Entonces él no es seguro? —dijo Lucy.
—¿Seguro? —repitió el Sr. Castor—. ¿No estás escuchando lo que dice la Sra. Castor? ¿Quién mencionó la palabra seguridad? Por supuesto que no es seguro. Pero él es bueno. Él es el rey, te lo aseguro.

Por supuesto que Cristo no es seguro. Pero Él es bueno. Él, solo Él, es el Rey. Se lo aseguro.