Corría el año 1900; agosto, para ser más precisos; cuando en París, David Hilbert, uno de los matemáticos más reputados de su época, planteó una lista de veintitrés problemas a resolver. Tan grande fue su impacto que gran parte de la investigación matemática del siglo que nacía estuvo dada por sus problemas, los que él consideró más importantes. Dentro de quienes trabajaron en resolver sus problemas se cuentan premios Nóbel, medallistas Fields y otros ganadores de galardones prestigiosos. Algunos de esos problemas, como la hipótesis de Riemann, son tan difíciles que aún hoy siguen sin respuesta y se ofrecen grandes sumas de dinero a quien sea capaz de resolverlos.
Corría el inicio de 1900. La Ilustración, la Iluminación, había llegado. La Edad Media, el Oscurantismo, había pasado. La revolución científica había traído progreso. Dios había muerto; reinaba el superhombre. El universo con su historia infinita no requería un Dios. Darwin había propuesto un mecanismo natural por medio del cual todas las especies biológicas habían surgido. El siglo veinte se perfilaba como el más prometedor de la historia. Sería el comienzo de una nueva era en la que por fin el hombre ocuparía el lugar que le correspondía en la historia, lejos del mundanal ruido que producían esos mitos sin sentido. La razón debía ser capaz de explicar todas las cosas. Cada evento debería tener una explicación natural de su ocurrencia. Toda proposición debería estar sujeta a una explicación lógica que verificara su estatus de verdad. Si los inicios de año traen consigo la alegría y la ilusión de un nuevo comienzo, de nuevas oportunidades, cuánto más los inicios de siglo. ¡Y cuánto más el inicio del siglo veinte! Uno que prometía tanto: el primer siglo que sería verdaderamente moderno de principio a fin. No era para menos el fervor.
De cierta forma el optimismo humanista era al menos entendible, si no justificable. Ni siquiera el mismo Hilbert pudo escapar a la efervescencia de los tiempos. Al menos dos de sus veintitrés problemas, el segundo y el sexto, revelaban el ideal moderno de sujetarlo todo a la razón. El segundo problema era demostrar que los axiomas de la aritmética eran consistentes: que los axiomas de los números naturales no llevaban a contradicciones. El sexto, axiomatizar la física, en particular la probabilidad y la mecánica.
El sexto problema guarda en sí el corazón moderno de Hilbert: la física misma debía sujetarse a la razón; ¡incluso el azar debía hacerlo! La forma de conocimiento más rigurosa que conocemos debía expandirse más allá de la abstracción para dominar el azar y la realidad física. En su encabezado del segundo problema deja clara su motivación:
Cuando nos ocupa la investigación de los fundamentos de la ciencia, debemos establecer un sistema de axiomas que contenga una descripción completa y exacta de las relaciones que subsisten entre las ideas elementales de tal ciencia. Los axiomas allí establecidos son, al mismo tiempo, las definiciones de aquellas ideas elementales; y ninguna declaración dentro del reino de la ciencia cuyo fundamento estemos evaluando ha de considerarse correcta a menos que pueda derivarse de estos axiomas por medio de un número finito de pasos lógicos…
[Y] por encima de las demás, entre las numerosas preguntas que puedan hacerse con respecto a los axiomas, deseo designar la siguiente como la más importante: Probar que estos axiomas no son contradictorios; es decir, que un número de pasos lógicos basados en los axiomas nunca puede llevar a resultados contradictorios.
Hilbert era un hijo de su tiempo, no queda la menor duda. Quería hacer que todo el conocimiento científico fuera derivado de axiomas elementales mediante «un número finito de pasos lógicos». Su ideal era una extensión de su sueño particular en las matemáticas, el llamado programa de Hilbert: fundamentar todas las teorías matemáticas en conjuntos finitos de axiomas que fueran completos y consistentes. A tal extremo consideraba importante Hilbert su labor que el epitafio en su tumba reza en alemán:
Debemos conocer,
conoceremos.
Era una respuesta a la máxima latina ignoramus et ignorabimus —«no conocemos y no conoceremos»—, que en 1880 usara el fisiólogo alemán Emil du Bois-Reymond en un discurso a la Academia Prusa de Ciencias en el cual planteó que había preguntas que ni la ciencia ni la filosofía podían responder.
Mirando las cosas desde la perspectiva de la época, desde lo que C. S. Lewis llamara «el clima de opinión», era entendible la aspiración de Hilbert. No habían acontecido las dos guerras mundiales; no se había usado la ciencia para crear armas biológicas; no se sabía que el siglo veinte sería el más violento de la historia, más que todos los anteriores juntos; el progreso y la industrialización no habían producido problemas ambientales detectables; la izquierda extrema no había producido su Gulag y la derecha extrema no había tenido su Auschwitz.
Todas las cosas anteriormente mencionadas (y otras más) derribaron el ideal moderno como la piedra en la visión del profeta Daniel derribara al ídolo con pies de barro. En todas ellas el problema fue uno solo: el ser humano. Es imposible hacer del hombre un superhombre. La muy iluminada modernidad, enceguecida por su orgullo, falló en ver lo que todas las religiones, incluso las falsas y las más primitivas, han visto: que es mucha la maldad del hombre y su pensamiento de continuo es solamente el mal, que todo en el ser humano es infección y podrida llaga, que el corazón del hombre es engañoso y perverso más que todas las cosas; en fin, que el problema del hombre no es otro que el mismo hombre.
Así las cosas, el problema pragmático de la Modernidad fue el hombre; pero el problema conceptual aún estaba por llegar.
Gödel
El lunes 8 de septiembre de 1930, Hilbert abrió la conferencia anual de la Sociedad de Médicos y Científicos de Alemania en Königsberg con un discurso muy famoso llamado Lógica y el conocimiento de la naturaleza, que culminaba con estas palabras:
Para el matemático no hay Ignorabimus, y en mi opinión tampoco lo hay en las ciencias naturales… La razón por la cual [nadie] ha tenido éxito en encontrar un problema irresoluble es, en mi opinión, que no hay ningún problema irresoluble. En contraste con el necio Ignorabimus, nuestro credo reza: Debemos conocer, habremos de conocer.
En una de esas ironías de la historia, en la misma Königsberg, durante los tres días anteriores a la conferencia que Hilbert con su discurso abriera, se llevó a cabo una conferencia conjunta llamada Epistemología de las Ciencias Exactas. El 6 de septiembre, durante veinte minutos, Kurt Gödel presentó su charla sobre sus teoremas de incompletitud. El domingo 7, en la mesa redonda que cerró el evento, Gödel anunció que se podía presentar ejemplos de proposiciones matemáticas que no fueran demostrables en un sistema formal matemático, aunque fueran verdaderas.
El resultado fue arrollador. Gödel demostró las limitaciones de cualquier sistema axiomático formal para modelar la aritmética básica. Sus dos teoremas mostraron que no existen sistemas de axiomas completos y consistentes en matemáticas.
¿Qué quiere decir que el sistema de axiomas sea completo? Quiere decir que con los axiomas dados es posible probar todas las proposiciones del sistema. ¿Qué quiere decir que el sistema sea consistente? Que sus proposiciones no se contradicen. En otras palabras, el sistema es completo si (usando los axiomas) toda proposición dentro del sistema se puede probar verdadera o falsa, y el sistema es consistente si (usando los axiomas) no existe ninguna proposición que pueda probarse al tiempo verdadera y falsa.
En palabras simples, el primer teorema de incompletitud de Gödel dice que ningún sistema formal consistente es completo. Es decir, que si el sistema no tiene proposiciones verdaderas y falsas al tiempo, existen otras proposiciones que no pueden demostrarse ni verdaderas ni falsas. Más aún, aunque usando el sistema no puedan probarse estas proposiciones, se sabe que son ciertas. O sea que existen proposiciones verdaderas del sistema que no pueden demostrarse verdaderas usando el sistema de axiomas.
El segundo teorema de incompletitud de Gödel es más fuerte: ningún sistema de axiomas consistente puede probar su propia consistencia. Al final de cuentas, esto implica que no podemos saber de ningún sistema que es consistente; solo podemos suponerlo.
Implicaciones para el programa de Hilbert
Recordemos una parte del encabezado del segundo problema de Hilbert citado anteriormente:
Ninguna declaración dentro del reino de la ciencia cuyo fundamento estemos evaluando ha de considerarse correcta a menos que pueda derivarse de estos axiomas por medio de un número finito de pasos lógicos.
Por supuesto que Hilbert diferenciaba entre matemáticas y ciencia. Entonces este encabezado en realidad se ajustaba perfectamente al sexto problema, el de axiomatizar la ciencia. En tal sentido el sexto problema era más ambicioso porque buscaba llevar a la ciencia —más allá de las matemáticas— lo que, en la cabeza de Hilbert, las matemáticas deberían estar haciendo. Pero es claro que si Hilbert estaba extendiendo sus conceptos de la matemática a la ciencia, con mayor razón debían ser ciertos en la matemática misma. Es decir, la frase anterior tiene sentido en la cabeza de Hilbert porque la siguiente la subyace (remplazando en la cita anterior la palabra ciencia con la palabra matemática):
Ninguna declaración dentro del reino de la matemática cuyo fundamento estemos evaluando ha de considerarse correcta a menos que pueda derivarse de estos axiomas por medio de un número finito de pasos lógicos.
No obstante, el primer teorema de incompletitud de Gödel echa por la borda este planteamiento: hay declaraciones matemáticas correctas que no pueden derivarse de determinados axiomas mediante un número finito de pasos lógicos. ¡La forma de conocimiento que consideramos más certera es, en el mejor de los escenarios, incompleta!
Y esa no es la peor parte. Volviendo al encabezado del segundo problema, dice Hilbert en el segundo párrafo:
Por encima de las demás, entre las numerosas preguntas que puedan hacerse con respecto a los axiomas, deseo designar la siguiente como la más importante: Probar que estos axiomas no son contradictorios; es decir, que un número de pasos lógicos basados en los axiomas nunca puede llevar a resultados contradictorios.
¡Pero el segundo teorema de incompletitud de Gödel también echa por la borda este planteamiento! Precisamente lo que hace el teorema de incompletitud de Gödel es mostrar todo lo contrario: que ningún sistema formal consistente puede probar su propia consistencia.
Si el programa de Hilbert es el Titanic, los teoremas de incompletitud de Gödel son el iceberg que lo hundió. Más aún, el primer teorema de incompletitud tumba también el positivismo de Comte, y de paso el moderno cientifismo: existen verdades que están por fuera del alcance de la matemática y de la ciencia.
Fe
El segundo teorema de incompletitud de Gödel es fuertísimo, arrollador e incluso desesperanzador desde la perspectiva racionalista. Si ningún sistema formal consistente puede demostrar su propia consistencia, las consecuencias son devastadoras para quien ha depositado su fe en la razón humana. ¿Por qué? Porque si un sistema es consistente, no podemos saber que lo es; y si es inconsistente, pues no es confiable. Lo máximo que podemos hacer es suponer (que es mucho más débil que conocer) que el sistema es consistente y trabajar con base en esa suposición. Pero probar dicha suposición es imposible. Al final, el ejercicio de conocimiento más formal es un acto de fe. El matemático se ve obligado a creer, sin ningún sustento matemático, que lo que está haciendo tiene sentido. El lógico se ve obligado a creer sin ningún sustento lógico, que lo que está haciendo tiene sentido.
Algunos críticos dirán que existen formas de probar la consistencia de un sistema. Por ejemplo, si uno lo incluye dentro de uno más grande. Es cierto. En ese caso, la consistencia del sistema menor quedaría demostrada dentro del sistema mayor. Pero una nueva aplicación del segundo teorema de incompletitud de Gödel a este sistema mayor nos dice que él mismo no puede probar su consistencia. Es decir, probar la consistencia del sistema menor requiere un nuevo paso de fe en el sistema mayor. Más aún, como la consistencia del primer sistema depende de la del segundo —que no se puede probar—, más está en juego al aceptar la consistencia del segundo sistema. Y si un tercer sistema de axiomas más grande prueba que el segundo es consistente, pues más importa la fe para creer que ese sistema tercero es consistente. La fe no desaparece entre más formales nos pongamos, solo se hace más relevante y más grande para aceptar lo que está sobre ella.
Al final, no sabemos si todo el edificio que estamos construyendo va a ser consistente, no tenemos ni la más remota idea. Solo esperamos que lo sea y debemos creer que lo es para seguir haciendo matemáticas. La fe es la más fundamental de las herramientas del matemático.
La pregunta no es si tenemos fe, sino en qué tenemos fe. La racionalidad de la matemática es lo que está en juego, su carácter de sentido. Pero no podemos apelar a la matemática misma para probar que ella tiene sentido. La misma realidad platónica, dado que exista, es dependiente de una realidad más grande que la abarque, una que esté más allá de lo razonable, una que sea la Razón.
La pretensión de que todo lo conoceremos es solo la lápida de una tumba.
Consideraciones finales en apologética cristiana
Aunque por años disfruté el acercamiento desde la filosofía analítica a la defensa del cristianismo, estas y otras consideraciones me han llevado a cuestionarlo cada vez más. A estas alturas no veo que tal enfoque sea una demostración definitiva de nada, sino a lo más una concesión en el pensamiento no cristiano que lleve al incrédulo a cuestionar su fe y consiguientemente a depositarla en Cristo.
Es lamentable ver que muchos apologistas han depositado su fe en la lógica, no en el Logos. Adoradores de Minerva antes que de Cristo. Al final de cuentas, la lógica no prueba nada pues está toda sustentada en proposiciones indemostrables. No se puede usar la lógica aristotélica para probar la lógica aristotélica porque caeríamos en un argumento circular; aceptarla requiere fe. Los axiomas son indemostrables por definición, y cada vez menos intuitivos; aceptarlos requiere fe. No se puede conocer la consistencia de ningún sistema formal axiomático; luego aceptarlo requiere fe. Todo el conocimiento está sustentado en la fe. Todo. To-do.
Querer sustentar la fe en la razón o la lógica, además de hacer una fe barata es una abdicación inaceptable al racionalismo, porque la razón y la lógica no sostienen nada, ni siquiera pueden sostenerse a sí mismas. La razón y la lógica se sustentan solo y solo en la fe. Más aún, para que la razón y la lógica se sustenten, ya no desde la epistemología sino desde la ontología, debe haber un algo que las sustente, un Sustento Primero que las mantenga en pie. No hay lógica sin Logos. La fe lo único que hace es creer que dicho Logos sí existe. Lo contrario es el desespero, lo contrario es el sinsentido.
***
En el principio era el Logos,
y el Logos era con Dios,
y el Logos era Dios.
Este era en el principio con Dios.
Todas las cosas por Él fueron hechas,
y sin Él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho.
En Él estaba la vida,
y la vida era la luz de los hombres…
Y aquel Logos fue hecho carne,
y habitó entre nosotros
(y vimos su gloria,
gloria como del Unigénito del Padre),
lleno de gracia y de verdad.
Juan 1:1-4, 14
Él es la imagen del Dios invisible,
el primogénito de toda la creación.
Porque en Él fueron creadas todas las cosas,
las que hay en los cielos
y las que hay en la tierra,
visibles e invisibles;
sean tronos, sean dominios,
sean principados, sean potestades;
todo fue creado por medio de Él y para Él.
Y Él es antes de todas las cosas,
y todas las cosas en Él subsisten.
Colosenses 1:15-17
¡Feliz Navidad, intelectuales del mundo! Celebramos que el Logos nació, porque si no lo creemos, nada de lo que pensamos tiene sentido.
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