
Después de la resurrección de Jesús, los discípulos volvieron a Galilea. Pedro decidió salir a pescar una vez más. Debía sentir una gran frustración por haber negado a su Señor. Aunque lo vio resucitado, tal vez pensaba que no había perdón y gracia suficientes para él, de modo que volvió a su antigua profesión de pescador, a aquella de la cual Jesús lo había llamado para que pescara hombres. Quizás creía que su pecado — haber negado a su amigo y Señor— lo descalificaba ya para su nuevo trabajo. Su posición en el nuevo reino estaba, por decir lo menos, comprometida; ni más ni menos, había negado al Mesías, al heredero prometido del trono de David en el nuevo reino. En sus propias palabras, como en el bolero, lo había dejado todo por seguir a Jesús: trabajo, familia, esposa, terrenos (Mateo 19:27-28; Lucas 18:28-30) y al final él solito se había descalificado negándolo. ¡Peor aún, su Señor había resucitado! Desde la subjetiva experiencia de Pedro, lo peor que le había podido pasar no era haber negado a Jesús, sino que, después de haberlo negado, Jesús resucitara. ¡Eso sí que es mala suerte! Aparte de que los muertos no resucitan, justo el que se resucita es Aquel a quien él negó, demostrando así que era el verdadero Mesías.
Claro que sí, Pedro estaba convencido de que su traición lo descalificaba para cualquier posición en el nuevo reino del Mesías resucitado, si es que no lo hacía merecedor de la muerte. ¿Qué opciones tenía? Es difícil culparlo. Se devolvió a hacer lo que antes hacía: pescar. Y se llevó a otros «exdiscípulos» con él: Juan, Jacobo, Tomás, Natanael y otros dos no nombrados. Pero, siendo Pedro, su mala suerte lo acompañaba, y no pescó nada en toda la noche (como en aquella época no había neveras, era costumbre pescar en la noche para vender el pescado fresco en la mañana), así que debía estar doblemente frustrado. Para completar, llegó un desconocido a la orilla con una pregunta que les echaba en cara su mala suerte:
—¿Tienen algo de comer? —preguntó.
—No tenemos nada —respondieron perdedores desde la barca.
El desconocido les dijo que arrojaran las redes a la derecha del bote. Pedro y los demás decidieron hacerlo probablemente con cierta actitud de whatever… y para su sorpresa las redes terminaron tan llenas de peces que no podían ni siquiera levantarlas. En ese momento, uno de los que estaba con Pedro (quizás uno de los dos no nombrados), se dio cuenta de que el desconocido era Jesús y se lo dijo a Pedro. Entonces Pedro, entendiéndolo todo, se arrojó al agua y se fue nadando hasta la orilla a verlo, sin esperar siquiera que la barca, llena de los pescados por el milagro, llegara.
¿Qué fue lo que entendió Pedro? Decir que se dio cuenta de que era más grande quien hacía el milagro que el milagro mismo es un lugar común que, aunque cierto, no hace justicia al tamaño de la revelación. Hay mucho más de fondo. Lo que Pedro entendió fue el escandaloso tamaño del amor y la gracia de su Señor, la abismal diferencia entre el verdadero Mesías y los gobernantes de las naciones (Mateo 20:25-28), las reglas del nuevo reino, porque su llamado seguía vigente. ¿Cómo es esto?
La pesca milagrosa posterior a la resurrección fue casi idéntica a la pesca milagrosa previa a la resurrección en la que Jesús llamó a Pedro (Lucas 5:1-11). Como la vez anterior, Pedro y sus amigos habían pasado toda la noche sin pescar (Lucas 5:5; Juan 21:3). Como la vez anterior, fue Jesús quien les dijo que volvieran a arrojar la red (Lucas 5:4; Juan 21:6) Como la vez anterior, Pedro estaba frustrado. Y como la vez anterior, iba con otros que presenciaron lo ocurrido; es más, probablemente quien le dijo a Pedro que el de la orilla era Jesús también había estado con él en la pesca milagrosa anterior y por eso cayó en cuenta (Lucas 5:9-10; Juan 21:1-2,7). Y, más importante, como la vez anterior, la escena culminó con el llamado de Jesús a Pedro (Lucas 5:10; Juan 21:15-17).
Volvamos pues a la frustración inicial de Pedro por haber negado a su Señor resucitado; por saber que, después de ser uno de los favoritos del Mesías, él y solo él había dilapidado la oportunidad más grande de su vida; todo esto sumado al dolor que le hacía llorar por haber traicionado a su amigo inocente. Lo que Pedro recibió cuando Jesús le repitió el milagro fue vida, una nueva vida. Y no hablamos aquí solo de la vida biológica de saber su cabeza sobre su cuello… aunque fuera un alivio que no suelen tener quienes traicionan a otros señores. No, no hablamos de bios, sino de zoe, de abundancia de vida (Juan 10:10). Pedro volvió a nacer: sus sueños fueron renovados, sus esperanzas fueron renovadas y su posición fue confirmada (no es un detalle menor: Apocalipsis 21:10,14). Porque esa es la forma de proceder del Señor de Pedro, del nuevo Rey de las naciones.
Jesús terminó diciéndole a Pedro que el apóstol iba a morir como mártir por Él en algún momento y, contrario a lo que la mayoría pensaría, esas palabras fueron bálsamo para el corazón atribulado de Pedro. Jesús mismo le estaba dando la seguridad de que, cuando fuera el momento de su muerte, no negaría a su Señor como la vez anterior, sino que lo iba a glorificar con ella. Jesús, siendo palabra y vida, Logos y Zoe, no puede hablar sin dar vida. Ni siquiera hablando de muerte deja de darnos vida (Juan 21:18-19).
Jesús habló y le ratificó a Pedro que Él lo amaba con amor eterno, que lo había llamado y que Él mismo sanaba el corazón del apóstol para que, llegado el momento, fuera capaz de ofrecer su bios, porque había recibido de Jesús zoe.